80

Media hora después paramos en el bosque de Łomianki y nos bajamos en un claro. El aire fresco me produjo el mismo efecto que una droga. Después de pasar tantas horas en las alcantarillas, de los largos días en el gueto incendiado, los largos meses, años incluso casi sin nada de verde, los aromas del bosque me resultaron embriagadores.

La gente se abrazaba, se dejaba caer al suelo, solos, de dos en dos o hasta en grupo. Unos lloraban de alegría, otros se reían. Abraham palpó el musgo como si nunca hubiera tocado algo tan maravilloso.

Como me dolía mucho el pie, me senté de inmediato en el suelo y me apoyé en un árbol. Rebecca se acurrucó a mi lado, para entonces ya no lloraba. Se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta, sacó la canica y me la ofreció. La bola rodó un poco en su manita arañada hasta quedarse quieta en el hueco de la mano. El sol atravesaba la copa del árbol y daba directamente en la canica, que lanzaba multitud de destellos y que me pareció más preciosa que nunca. Un verdadero tesoro.

—Para ti —dijo Rebecca.

—No… No me la puedo quedar —balbucí.

—Claro que puedes —aseguró la pequeña con determinación.

—Es lo más bonito que me han regalado nunca.

—Lo sé —afirmó risueña, y con la luz del sol también brillaron las lágrimas secas que tenía en la cara.

El contacto de la canica en la mano, el olor del bosque, la sonrisa de la niña…, sí, en el mundo aún había muchas más cosas que mi miedo.

Rebecca se acomodó en mi regazo, señaló la canica con el dedo y observó:

—¿Sabes qué?

Se le cerraron los ojos. La verdad es que tendría que haberla dejado dormir, pero sentía demasiada curiosidad por saber lo que quería decirme de la bolita, de modo que pregunté:

—¿Qué?

—Ahí dentro vive un corzo… —musitó con los ojos cerrados—, y un unicornio y tres hadas… y… un… —su voz cada vez era más queda— osito de…

Y se quedó dormida.

En esa pequeña bola sólo vivían criaturas amables.

En ella reinaba la paz.

Rebecca dormía apaciblemente en mi regazo, y el cálido sol brillaba sobre nosotros. Amos se sentó a mi lado, me rodeó con su brazo y contempló a la pequeña conmigo.

—Tan serena —comentó.

—Tan serena —confirmé yo.

No podíamos apartar los ojos de ella. En ese momento éramos una familia, la familia que ninguno de nosotros tenía ya.

Tras unos instantes de silencio, Amos observó con aire pensativo:

—Veintiocho días.

—¿Qué? —pregunté.

—Veintiocho días hemos hecho frente a los alemanes.

¿Habían sido veintiocho días? ¿Sí? No los había contado, y tampoco sabía a qué día estábamos. Ni siquiera qué día de la semana era. ¿Lunes? ¿Miércoles? ¿Era ya verano?

—Hemos resistido más que Francia —dijo, orgulloso, Amos.

Para mí había algo más importante, mucho más importante: habíamos salvado a algunas personas del infierno.

Habíamos salvado a Rebecca.

Lo nuestro no era ninguna Masada, ninguna fortaleza en la que todos —defensores, mujeres, niños— morían y sólo su leyenda seguía viva.

Era algo más grande.

Nosotros seguíamos vivos.

—Amos.

—¿Sí?

—No habrá un vigésimo noveno día de lucha.

No entendía lo que quería decir.

—Buscaré un escondite para la niña y para mí…

Amos lo entendió ahora, pero no dijo nada. Él quería luchar, matar hasta el final. La cuestión era: ¿quería eso más que a mí?

Casi no me atrevía a preguntar, pero debía hacerlo, aunque la respuesta me rompiera el corazón.

—¿Vienes con nosotras?

—Esconderse supone un gran riesgo… —reflexionó.

—¿Mayor que luchar hasta morir? No lo creo.

Amos se debatía consigo mismo. Jugueteaba con la alianza que llevaba en el dedo.

—Has saldado tu deuda… —empecé.

—Nunca la saldaré… —me interrumpió.

—… Lo mejor que has podido —continué.

Era imposible vencer del todo al Señor de los espejos.

Amos no dijo más.

Miramos de nuevo a la pequeña. Mi respiración era más agitada que la suya, tan tranquila, tan serena…

Yo tenía un miedo que hasta ese momento no conocía. El miedo de ser abandonada.

—No… quiero abandonar a los camaradas —dijo Amos.

Cerré los ojos.

Dolía tanto.

—Pero a ti no puedo abandonarte.

Mantuve los ojos cerrados.

Amos me estrechó entre sus brazos y me besó, le daba absolutamente igual el hedor que desprendía.

Con ese beso, en ese claro del bosque, bajo la cálida luz del sol, supe qué clase de persona quería ser durante el resto de mi vida.

¡Una que siguiera viva!