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Estaba demasiado rendida para ir a abrazar a Amos. Me quedé tendida en el suelo, exhausta. A mi alrededor, los supervivientes, cada cual sumido en sus pensamientos: en los muertos, en los compañeros que habíamos tenido que dejar atrás, en el gueto o en los peligros que nos acecharían en el bosque.

Rebecca se acercó a mí y me preguntó asustada:

—¿Qué será de Daniel?

Podría haberle mentido, decirle que iríamos por él. Pero aunque volviéramos a Varsovia dentro de una hora —lo cual era impensable—, a Daniel y a los demás ya los habrían detenido o matado. No quería mentir a la niña, por eso repuse:

—Le prometí que me quedaría contigo.

Los ojos se le anegaron en lágrimas.

—¿Para siempre? —preguntó en voz baja.

—Para siempre —prometí.

Rompió a llorar por Daniel, y la estreché contra mí con fuerza.