—¡Todo el que no parezca judío, que venga aquí! —exclamó Samuel.
Yo quería seguir tumbada, dormir, morir, y me dije: pareces judía, Mira. Esto no va contigo, duerme…
Pero Mordejai me eligió en su día para ir a la zona polaca de la ciudad porque creía que podía pasar por polaca, algo que también yo había comprobado a menudo. Y si Samuel, que ahora nos lideraba, llamaba a personas de aspecto ario, eso sólo podía significar que tendríamos que pasar al otro lado y entonces…, entonces quizá pudiera volver a ver a Amos.
Sólo cuando también él hubiese muerto querría yo descansar eternamente.
Me levanté como pude y me acerqué cojeando a Samuel y a un combatiente rubio más apuesto y nórdico que la mayoría de los miembros de las SS.
Samuel me escrudiñó un instante, en un primer momento con escepticismo, pero al ver que tenía los ojos verdes preguntó:
—¿Te ves capaz?
Un no habría sido la respuesta honesta, pero era mi última, minúscula oportunidad de volver a ver a Amos, de manera que respondí:
—Sí.
—No tiene ningún sentido diñarla en este búnker —razonó Samuel—. Debéis ir con los camaradas que están en el otro lado y sacarnos de aquí con su ayuda.
—¿Y cómo haremos eso? —preguntó el rubio.
—Debéis encontrar la forma, Josef —repuso Samuel, y me lanzó algunas cosas para que me las pusiera: una blusa con las mangas rotas y unos pantalones de hombre que me quedaban grandes.
—¿Y cómo pasaremos al otro lado? —pregunté.
—Por las alcantarillas.
Guardamos silencio. Era la única posibilidad, que sin embargo no era tal. Sin conocer exactamente el camino, ahí abajo uno sólo podía perderse. Si hubiese sido franca conmigo misma, habría admitido hacía tiempo que Amos había muerto en ellas. De lo contrario, ¿cómo se explicaba que no hubiésemos sabido nada de él?
—Abraham conoce el alcantarillado —dijo Samuel al tiempo que señalaba a un hombre que tenía la mitad izquierda de la cara quemada prácticamente por completo—. Os llevará hasta una salida al otro lado del muro y después volverá para confirmar que lo habéis conseguido.
Abraham asintió con tal resolución que cobramos confianza.
Menos de media hora después levantó la tapa de una alcantarilla y fuimos bajando uno detrás de otro a las cloacas, Abraham con una linterna, Josef y yo con una vela cada uno. Nos vimos de golpe con el agua por las rodillas, un agua que apestaba a más no poder. De haber tenido algo en el estómago, lo habría echado en el acto.
Abraham se situó en cabeza, y cuanto más avanzábamos, más profunda era el agua. En algunos puntos me llegaba hasta el cuello.
—¡Cuidado! —gritó de pronto Abraham cuando nos metimos en una tubería donde la pestilente agua sólo me llegaba a la altura del pecho. Y una ola gigante de aguas residuales se nos echó encima.
La ola me barrió, me despegó del suelo y me cubrió por completo. La porquería se me metió por la nariz, pues no conseguí aguantar el aire a tiempo. Despavorida, intenté encontrar un punto de apoyo. Agité las piernas con energía hasta que por fin logré afianzar los pies.
Saqué la cabeza del agua y vomité en el acto, igual que Josef. Abraham, que pugnaba por respirar, me llevó agarrada un rato, hasta que pude volver a caminar sola. El agua nos había apagado las velas, de modo que ahora sólo contábamos con la luz de la linterna.
Ninguno de nosotros dijo nada, nadie habló del miedo que tenía de morir ahogado allí abajo. Seguimos adelante sin más, paso a paso, tomando cada vez nuevas bifurcaciones. Unas veces el agua subía, otras bajaba a la altura de la rodilla. En dos ocasiones más se nos vinieron encima olas, pero como ya estábamos preparados conseguimos aguantar la respiración a tiempo.
Cuando al cabo de media hora llegamos a una encrucijada, nuestro guía miró indeciso a izquierda y derecha. Supe en el acto lo que significaba:
—Te has perdido.
—No, no —negó él—. Tenemos que ir por la izquierda.
Abraham trataba de parecer seguro. Lo seguimos, pero perdí la esperanza de que llegáramos al otro lado. Moriría allí abajo.
Después de unos minutos, Josef también comprendió que nuestro guía ya no sabía dónde estábamos.
—Lo… lo siento —se disculpó Abraham.
—¿Que lo sientes? ¡¿Que lo sientes?! —bramó Josef—. Si no llegamos al otro lado, morirán todos.
—Lo sé. —Abraham empezó a llorar—. Pero ¿qué quieres que haga? ¿Qué?
Me apoyé en la pared, agotada.
Entonces vimos la luz de un reflector.
La fuente de luz se hallaba a la vuelta del siguiente recodo.
—Alemanes —musitó Josef.
El haz de luz era cada vez mayor. ¡Los soldados se acercaban!
Nos quedamos paralizados, no sabíamos por dónde huir en ese infierno apestoso.
La luz dio la vuelta al recodo y nos cegó. Nos quedamos quietos como animales asustados.
Una voz exclamó:
—¡Soy de los vuestros!
—Un milagro —afirmó con alegría Josef.
Mi alegría fue mayor aún, ya que la voz era la de Amos.
Fui hacia mi marido todo lo deprisa que me permitió el agua; sí, era mi marido, que me estrechó entre sus brazos. Olíamos a excrementos, orina y aguas residuales, pero me invadió una dicha que jamás creí que podría volver a sentir.
Amos contó nerviosamente que había sobornado a un pocero en el lado polaco para que le enseñara un camino seguro por las cloacas para entrar en el gueto. El pocero bajó con Amos, pero al cabo de un rato quiso darse la vuelta. Amos sacó la pistola, el tipo decidió que quería seguir viviendo y le mostró a Amos cómo llegar de manera segura al gueto bajo tierra y cómo salir de él. Pero cuando volvió al 18 de la calle Miła para sacarnos a todos de allí el búnker ya había desaparecido.
—Creí que te había perdido para siempre —afirmó, y me abrazó con más fuerza.
—Yo pensé lo mismo de ti —repuse, y deseé no volver a separarme de él nunca.
—No te librarás de mí tan fácilmente —aseguró, risueño, mi esposo.
No pude evitar reírme.
Amos nos dio caramelos y limones que llevaba en una bolsita.
—Hacía años que no veía limones —balbució Josef, que apenas podía creer la suerte que había tenido.
—Y para colmo aquí abajo —rio Abraham, que se sentía profundamente aliviado, puesto que no habíamos muerto ahogados en las cloacas por su culpa.
—Y ahora, ¿qué hacemos? —le pregunté a Amos mientras daba buena cuenta de un caramelo increíblemente dulce que me quitó el mal sabor de boca que tenía.
—Necesitamos un camión.
—¿Un camión? —repetí perpleja.
—Saldréis de las cloacas en el lado polaco. Yo conseguiré un camión, os recogeré y nos dirigiremos al bosque… —explicó entusiasmado.
Yo no acababa de ver el plan, pero me lo callé. Los ojos de Amos tenían un brillo especial.