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Por la noche oí pasos. Tenía demasiada debilidad en las piernas para salir corriendo, y a los demás les pasaba lo mismo. Daniel seguía con tanto gas en los pulmones que no podía parar de toser. Oímos que tras un montón de escombros alguien se preparaba para disparar. El combatiente flaco que nos había salvado fue el primero en levantar las manos. Los demás lo imitamos, o al menos los que aún teníamos suficiente fuerza en los brazos. No así Daniel, que se quedó inmóvil entre los cascotes.

Alguien subía el montículo de escombros por el otro lado. Dentro de nada los soldados de las SS se plantarían donde estábamos y nos detendrían o nos pegarían un tiro en el sitio. Daba lo mismo. Daba todo lo mismo.

—Arriba las manos —ordenó una voz en polaco.

Levanté la vista: no eran alemanes. Ni letones ni ucranianos. Eran tres camaradas: dos hombres y una mujer.

Ambos grupos nos miramos sin dar crédito.

Diecisiete judíos tropezándose en las ruinas del arrasado gueto.

Tardamos un buen rato en comprender la situación y bajar las manos. Más aún costó que alguien recuperara la voz y pudiésemos responder las preguntas que nos hacían nuestros compañeros. Cuando se enteraron de que todos los demás habían muerto en el número 18 de la calle Miła, se les saltaron las lágrimas.

El único que no lloró fue el líder del otro grupo, llamado Samuel, al menos no por los que se habían suicidado:

—Uno no tiene derecho a quitarse la vida mientras pueda seguir luchando de una manera o de otra. Su muerte no tiene sentido.

¿Y qué muerte tenía sentido?

¿Qué vida?

¿La mía?

No.

Ninguna.

Después de que otro superviviente contase que Sharon se había disparado, Samuel se limitó a decir:

—Tantas balas desperdiciadas.

Yo estaba demasiado cansada para soltarle que él no había estado allí. Y aunque lo hubiese hecho, apenas me habría escuchado, pues, junto con sus dos camaradas, ya se había puesto manos a la obra decididamente para rescatar armas de los escombros. En vano, porque las SS habían volado el búnker y despedazado los cadáveres de nuestros compañeros.

Echamos a andar por el devastado gueto, salvando montones de piedras cubiertas de ceniza, en busca de un lugar donde quedarnos. Un grupo de personas cuyo espíritu estaba tan devastado como las calles que lo rodeaban.

Llegamos al número 22 de la calle Franciszkańska. Había un búnker, seguramente el último. Era más una enfermería que un refugio: por todas partes había heridos, quemados, moribundos.

No pensaba en comer. Ni en mis heridas. Ni en Amos. Cerré los ojos, lo único que quería era dormir. Dormir eternamente.

Paz.

¿Qué clase de persona quieres ser?

Una que por fin sea libre.