Por la mañana empezó nuevamente el martilleo. Los alemanes habían descubierto el búnker. ¿Cómo? ¿Con la ayuda de perros? ¿Traidores? ¿Escuchas? Qué más daba.
Los combatientes empuñamos nuestras armas, y los civiles empezaron a llorar, algunos incluso a chillar de miedo. Szmul Aszer iba por el búnker pidiendo a todo el mundo que guardara silencio. Pero a Izak, la comadreja, no había manera de calmarlo:
—¡Vienen por nosotros! ¡Vienen por nosotros!
—Puede que se produzca un milagro —replicó su jefe.
Los alemanes no lo habían convertido únicamente en un judío orgulloso, sino también en un judío que confiaba en los milagros.
El martilleo cesó.
Silencio.
Espera.
Miedo.
—Soy uno de vosotros —oímos decir a un colaboracionista judío. Estaba en el montón de escombros, justo encima del refugio—. ¡Podéis creerme! Los alemanes os mandarán a trabajar. Pero si no os rendís, os matarán.
Mordejai le hizo una señal a Pola, una combatiente que en su día quiso ser bailarina, para que se acercase a una de las entradas. Pola sabía exactamente lo que tenía que hacer. Se acercó a la abertura, apartó unos cascotes y disparó.
Esa era nuestra respuesta.
Pola se alejó corriendo de la entrada, pues era evidente lo que harían los alemanes a continuación: lanzaron una granada por el agujero. La explosión asustó a todo el mundo, pero sólo hirió levemente a tres civiles.
Los alemanes seguían taladrando con sus pesadas herramientas. El cerdo traidor volvió a decir:
—¡Entregaos! ¡Entregaos! Y juro por Dios que no os pasará nada.
Nadie creía sus palabras.
—¿Qué es eso? —preguntó de pronto Izak.
En un principio no sabía a qué se refería la comadreja.
—¿Qué es eso? —repitió, más asustado aún.
Yo también lo olí.
Primero sólo un poco.
Luego aquel hedor fue en aumento.
Y todos supimos lo que era.
—¡Gas! —exclamó alguien.
—¡Fuera de aquí! ¡Fuera de aquí! —instó Aszer a sus hombres.
—Pensaba que os quedaríais hasta el final —dijo el febril Avi desde su lecho de enfermo.
—Aquí moriremos, fuera tenemos una pequeñísima posibilidad de sobrevivir —razonó Aszer, y seguido de alrededor de un centenar de civiles que acezaban y tosían comenzó a salir del búnker.
Los alemanes no les dispararon. De modo que el destino de esos judíos era acabar en las cámaras de gas.
Los combatientes nos quedamos en nuestros respectivos cuartos, y también algunos civiles, como Daniel y su pequeña Rebecca. En total éramos alrededor de un centenar.
—¿Qué hacemos? —inquirió Pola.
—¡Pegarnos un tiro! —propuso Avi.
—¿Qué? —No daba crédito, y Pola saltó, horrorizada:
—¿Es que te has vuelto loco?
—Igual que en Masada. ¡Que no nos cojan vivos!
—Que no nos cojan vivos, sí —convino Pola—, pero deberíamos morir luchando. Yo propongo que vayamos fuera y muramos matando.
Pero Avi objetó:
—Han bloqueado todas las entradas, así que no podremos salir y atacarlos sin que se den cuenta. Sólo podemos salir de uno en uno por una de las salidas vigiladas, así que podrás disparar como mucho una vez y después te abatirán. Además, no tenemos munición para luchar. Tenemos justo la suficiente para morir nosotros.
—Aun así tenemos que intentarlo —insistió Pola.
A mí no me gustaba ninguna de las dos opciones. Aunque sabía que había llegado el final para el que llevaba meses preparándome, no quería morir. Ni luchando ni por mi propia mano, y menos aún gaseada. Amos no estaba a mi lado.
A Mordejai tampoco le seducían:
—No deberíamos morir voluntariamente cuando tenemos la posibilidad de sobrevivir…
—Es una entre un millón —arguyó Avi, cuyo plan de suicidarse (o eso creí leer en sus caras) apoyaban tantos combatientes como la propuesta de Pola de morir acribillados a balazos.
—Mejor eso que nada —replicó, decidido, Mordejai—. Mientras exista la posibilidad de seguir luchando, no iremos directos a la muerte. Ni de un modo ni del otro.
—Pero el gas… —plantearon al unísono Pola y Avi.
Cada vez entraba más en el refugio. Empezaron a llorarnos los ojos.
—El agua atenúa los efectos del gas —explicó Mordejai—. Empaparemos paños en agua y nos taparemos la boca con ellos.
Se puso manos a la obra, sumergiendo un trozo de tela en un charco embarrado. Yo seguí su ejemplo, al igual que unos cuantos de nosotros, pero no muchos.
Con el paño en la cara, Mordejai encargó a algunos camaradas que buscasen una salida que no estuviera vigilada, probablemente a sabiendas de que no la había.
Entretanto, Avi se incorporó, echó a andar arrastrando la pierna herida y se fue al cuarto que recibía el nombre de Mauthausen. Oímos un disparo.
Otros combatientes lo imitaron.
Una combatiente llamada Sharon, pálida y de una belleza noble, fue repartiendo entre algunos niños las últimas cápsulas de cianuro que le quedaban. Todos se las tomaron. Los cuerpecillos se crisparon, se contrajeron convulsamente y la vida los abandonó. Una muerte menos angustiosa que la que sufrirían en una cámara de gas.
Después Sharon se acercó a Daniel y Rebecca.
Era un bello ángel de la muerte.
Daniel titubeó, no sabía si coger la cápsula para la pequeña, al cabo la cogió e hizo ademán de dársela a Rebecca.
—¡No! —exclamé.
Me hizo caso y le devolvió el cianuro a Sharon, que se lo dio a una mujer con un niño. A continuación la chica sacó la pistola, se disparó y por fin murió.
Corrí con Daniel, les ofrecí sendos paños húmedos a él y a Rebecca y me senté con ellos. Muy juntos los tres. Ya que no podía morir con Amos, al menos lo haría con ellos.
El gas iba inundando poco a poco los espacios. Cada vez eran más los combatientes que se quitaban la vida. Otros, como Pola, salieron del búnker disparando y murieron a manos de los soldados. No era muy probable que de esa forma alguien consiguiera matar a un solo enemigo.
Daniel me agarró la mano.
Intenté viajar a las islas por última vez, pero no era capaz de concentrarme. El gas casi no me dejaba respirar, tosía y no lograba ver a Hannah subiendo con la mochila por el empinado sendero que conducía al palacio del Señor de los espejos.
Sólo veía a Hannah en medio del charco de sangre.
Apreté con fuerza la mano de Daniel.
Unidos en la muerte.
Entonces alguien gritó:
—¡Hay una salida!
En un principio no lo entendí.
—¡Hay una salida!
Delante tenía a un combatiente flaco en el que no me había fijado mucho hasta ese momento, ni siquiera sabía cómo se llamaba. Era uno de los que Mordejai había enviado en busca de una vía de escape. Mientras intentaba respirar, pensé que estaba loco: era absolutamente imposible que hubiese otra salida. No obstante, solté la mano de Daniel, que empezaba a amodorrarse debido al gas, y me puse de pie.
—¡Podemos salir! ¡Podemos salir! —gritó el hombre.
Loco o no, no teníamos nada que perder si lo seguíamos. Me agaché y zarandeé a Daniel.
No abría los ojos.
—¡Daniel! —tosí, más que llamarlo.
No se despertaba.
Busqué al combatiente flaco, no podía perderlo de vista, puesto que no sabía dónde estaba esa salida salvadora, eso si es que existía y no era que el camarada había enloquecido.
Entretanto, el flaco intentaba informar de su descubrimiento a la mayor cantidad de personas posible, pero había llegado tarde. ¡Demasiado tarde! Prácticamente habían muerto todos: o bien se habían suicidado o habían caído acribillados por los alemanes o ya se habían asfixiado. Sólo unos cuantos, que como Daniel, la pequeña Rebecca y yo se tapaban la cara con un paño mojado respiraban aún, en el caso de Daniel muy débilmente.
—¡Despierta! —le chillé de nuevo, y la tos casi me hizo vomitar.
Nada.
Lo golpeé. Una. Dos veces.
Por fin abrió los ojos. Los levanté, a él y a Rebecca, y miré despavorida a mi alrededor buscando al flaco, que había reunido a algunas personas y nos llevaba a todos hacia la parte trasera del búnker. Allí, en un rincón, había un orificio que los alemanes no habían descubierto. Apartamos los escombros, salimos a gatas y nos escondimos bajo los cascotes y las cenizas. Catorce personas. En ropa interior. Los últimos supervivientes del número 18 de la calle Miła.
Mordejai no estaba entre ellos. Yo ni siquiera sabía si lo había matado el gas, si se había suicidado o si había disparado a los alemanes una última vez. La Organización Judía de Lucha había perdido a su líder. Y a casi todos los compañeros que quedaban. Con el número 18 de la calle Miła se truncaban nuestras últimas esperanzas.