Volví al número 18 de la calle Miła. La casa estaba reducida a cenizas.
Han muerto todos, han muerto todos, pensé en un primer momento, pero me obligué a no darme por vencida. Eso era algo que había aprendido: mientras no encontrara ningún cadáver o señales de que las SS los habían metido a todos en los trenes había esperanza.
Presa del pánico busqué entre los escombros una de las cinco entradas, finalmente di con una abertura, me metí por ella y me puse como loca de contenta cuando descubrí que los ocupantes del refugio aún vivían. ¡Ni el fuego había pasado al búnker ni los alemanes los habían descubierto!
Sin embargo, el ambiente en las habitaciones nada tenía que ver con mi alegría. Aquello parecía un horno, todo el mundo iba únicamente en ropa interior y sólo el escuálido Aszer era capaz de tomárselo con cierto humor:
—Siempre quise tener una sauna.
Mis camaradas se sintieron más afligidos aún cuando los informé de la traición del bombero polaco.
—Ahora sólo cabe esperar que Amos encuentre una vía de escape por las cloacas —se lamentó Mordejai.
Avi, cuyas heridas en la pierna se habían infectado y, por tanto, tenía fiebre, se acarició la roja barba y observó:
—Ya lo intentaron otros y murieron en la mierda.
En efecto, hasta entonces ni un solo combatiente había encontrado un camino por el alcantarillado. Dos incluso habían muerto cuando una patrulla oyó sus pasos y les arrojó granadas de mano por un sumidero.
—Amos encontrará a algún pocero que nos indique el camino —aseguró Mordejai, procurando infundir esperanza.
—Si aún vive —apuntó Avi, y exhaló un suspiro.
—¡No digas eso! —le solté.
Hacía girar con nerviosismo mi alianza, que de pronto era tan importante para mí como la canica para la pequeña Rebecca.
¿Por qué no nos quedamos Amos y yo en la zona polaca y probamos a salir adelante como pudiéramos? Porque nuestro sitio estaba con nuestros compañeros.
—Perdona —se disculpó Avi—. Seguro que Amos sigue vivo.
—No pasa nada —contesté, y me retiré al cuarto llamado Auschwitz.
Allí me quité los pantalones, la blusa y los zapatos y me miré el abultado tobillo. Me habría gustado aplicarle algo frío, pero el agua era demasiado valiosa. Me tumbé e intenté no pensar en el dolor ni en Amos. Decidí irme con Hannah, pero antes de que pudiera poner un pie en la isla del Señor de los espejos oímos pasos arriba.
En el búnker se hizo el silencio. La mayoría aguantaba la respiración, algunos rezaban en voz baja. Los combatientes cogieron sus armas.
Y entonces empezó el martilleo.
Herramientas pesadas trataban de abrirse paso entre los escombros. ¿Sabían los alemanes que estábamos allí? ¿O lo hacían al azar? Por un horripilante segundo temí que hubiesen cogido a Amos y lo hubieran torturado hasta conseguir que revelase nuestro escondite. Culpable hasta el final de sus días. Nos llovió polvo de arriba.
Después de pasar un miedo infinito, el martilleo cesó.
¿Nos habrían descubierto?
En el búnker las plegarias se volvieron más y más silenciosas y se multiplicaron.
Los pasos se alejaron.
A algunos de los civiles se les notaba que querían lanzar gritos de júbilo. También nosotros, los combatientes, nos sentimos aliviados, pero supimos que se nos acababa el tiempo. Teníamos muy poca munición, apenas provisiones y resultaba prácticamente imposible encontrar algo que comer en las ruinas del arrasado gueto.
Incluso a Daniel lo iba abandonando el valor. Vino a verme y dijo:
—Teníais razón.
—¿En qué?
—Sobrevivir es una ilusión.
Me asustó verlo tan débil.
Señaló a Rebecca, que contemplaba su canica azul y blanca como si en ella se ocultara otro mundo. Quizá uno con 888 islas azules y blancas. Era un milagro que esa niña siguiera viva.
Daniel musitó:
—Korczak la habría preparado, le habría dicho que después de la muerte hay un mundo mejor…
Eso hacía el anciano con su obra de teatro el día que llegaron los alemanes para llevarse a los huérfanos.
—… Pero yo no soy Korczak —afirmó abatido.
—Sólo Korczak es Korczak —lo consolé.
—He querido serlo toda mi vida. Y ahora, ¿qué soy?
—Daniel.
A su cara asomó una expresión de desdén.
—Y yo no soy tú —añadí.
Daniel no acababa de entender.
—Has conseguido muchas más cosas que yo —le dije.
Se quedó sorprendido.
—Le has regalado a esa niña casi un año. Nosotros tan sólo unos días horribles.
Él había obrado un milagro: que siguiera viva.
Por toda respuesta, Daniel me besó en la mejilla.
Y me dejó tan aturdida que no supe qué decir.
Fue Daniel quien observó:
—No hagas caso a Avi. Amos volverá.
Por eso le di yo a él un beso en la mejilla.
Estábamos en la nieve, y si mirábamos abajo veíamos las nubes, que rodeaban firmemente la montaña como si fuesen un anillo. Unos cincuenta metros más arriba los espejos del palacio reflejaban la luz del sol.
La tripulación del Conejo estaba cansada, no tanto como los combatientes del búnker del número 18 de la calle Miła, pero cansados al fin y al cabo.
El capitán Zanahoria soltó:
—Malditas montañas, ahora sé por qué me hice marino.
—Te hiciste marino porque ganaste el barco jugando a los dados —precisó el hombre lobo.
Hannah no participaba en la conversación, tan sólo sonreía a Ben el Pelirrojo. El Ben real había muerto. La Hannah real, también. Pero como yo no podía soportar tanta muerte, y como Amos no estaba conmigo, me rodeaba de fantasmas que cada vez tenían menos en común con las personas reales que creían ser.
No quería morir sola.
Dejé la montaña y volví al refugio, donde estaba sola en mi rincón de Auschwitz. Me levanté, fui cojeando a ver a Daniel y Rebecca y pregunté:
—¿Me puedo echar con vosotros?
La pequeña hizo rodar la canica hacia mí. La cogí en la mano, con cuidado, como si fuese un tesoro muy especial, lo que en definitiva era. La bolita era totalmente lisa. Resultaba increíble que hubiese permanecido intacta todo ese tiempo. Se acomodó en la palma de mi mano y de pronto volví a sentir que en este mundo aún había algo más que la muerte.
Daniel señaló la canica y me sonrió:
—Es una invitación.
Le devolví la canica a la niña, me acosté con los dos y me sentí un poco a salvo.