70

Me despertó un olor a tabaco. Había alguien en el patio. ¿Sería otro bombero polaco que se tomaba un respiro en las labores de extinción? ¿O un alemán descansando de la cacería? ¿O tal vez un combatiente, un camarada, un amigo? Esto último seguro que no. Ese día ya había agotado mi cupo de suerte.

A juzgar por la luz que se colaba por las plumas había amanecido. Así que debía volver deprisa al 18 de la calle Miła o pasarme el día entero bajo esas plumas. Sin comer nada. Sin beber nada. Y ¿qué haría si los alemanes decidían prenderle fuego también a ese lugar?

Agucé el oído. El hombre, fuera quien fuese, parecía estar solo. Resolví correr el riesgo y salí de sopetón pistola en ristre. Si mis cálculos no me fallaban, aún me quedaban una o dos balas.

Delante tenía a un soldado de las SS, que se asustó y dejó caer el cigarro.

Por un momento también me asusté yo: conocía a ese hombre.

Se trataba del oficial que me había salvado del cerdo gordo de la garita. El alemán que hablaba polaco y parecía más humano.

Era la primera vez que me veía frente a un soldado de las SS así, en mi poder. Debía aprovechar la ocasión. Para lograr entender.

—¿Por qué? —le pregunté.

La pregunta lo desconcertó.

—Por qué… ¿Qué?

—¿Por qué hacéis esto?

Se paró a pensar.

—Que vivas o no no dependerá de tu respuesta.

Quería que fuese sincero, no que dijese algo simplemente para salvar el pellejo.

El oficial asintió, había comprendido.

—¿Quieres saber por qué lo hago yo o por qué lo hacen mis superiores?

—Las dos cosas.

—Himmler y el resto están locos.

—¿Y tú?

—A mí también me gustaría poner esa excusa —sonrió con amargura.

—Esa no es una respuesta.

—Quería una vida mejor para mi familia y para mí.

—¿Les va mejor si matas a la gente?

—¡Qué disparate! —exclamó, y por un instante pareció olvidar que lo apuntaba con una pistola. Acto seguido lo recordó y volvió a adoptar un tono más racional—. En las SS tengo un trabajo, dinero…

—Así que matas por dinero —lo corté.

—Eso nunca entró en mis planes, al principio no pensaba que esto fuera a llegar tan lejos. ¿Quién iba a sospechar algo así?

—Claro, porque Hitler nunca mencionó que odia a los judíos —solté con aspereza.

En lugar de responder a eso dijo:

—Mi familia no vive mejor. En Hamburgo también caen bombas, y cuando vuelva a casa con mi mujer y mi hija seré un despojo humano. Eso si siguen vivas.

Una parte de mí esperó que no.

—Y si me dejas vivir —añadió con cautela el oficial.

—¿Por qué debería hacerlo?

—Te salvé de Schaper. Tendrías que haber visto a las chicas de las que abusó.

—A las que no salvaste.

—No tengo tanto margen de acción, no puedo salvar a un centenar de judíos…

—Uno siempre puede tomar decisiones.

—Eso lo crees tú, que no tienes nada que perder.

—Gracias a vosotros.

—Yo soy padre de familia y tengo mucho que perder…

Cuanto más hablaba ese alemán, más humano lo veía y más me repugnaba.

—Si me matas, mi familia perderá al padre, al marido…

—¡Calla! —le ordené, y lo apunté justo a la frente.

El oficial se calló, intentaba parecer tranquilo, pero las manos le temblaban.

—¡Date la vuelta! —exclamé.

Hizo lo que le decía; ahora le temblaba todo el cuerpo.

Le di con la empuñadura de la pistola todo lo fuerte que pude. El oficial cayó al suelo. Le salía sangre de la cabeza, no podía moverse, pero seguía consciente y lanzaba ayes. De manera que lo golpeé otra vez. Y otra. Hasta que por fin perdió el conocimiento.

Le perdoné la vida. Y no porque en la garita me hubiera salvado de lo peor. Ni tampoco porque me diera pena. O me la diera su familia. Seguía con vida única y exclusivamente porque un disparo habría puesto sobre aviso a sus compañeros.