69

Por la tarde, para acudir a la cita nocturna con los bomberos en la que se tratarían los detalles de la inminente fuga, Mordejai formó un grupo un tanto distinto del de nuestro primer encuentro. Ben el Pelirrojo ocupó el lugar de Amos, y este recibió el cometido de pasar al otro lado del muro. Allí debía sobornar a poceros polacos para que nos enseñaran una ruta por el laberíntico alcantarillado. De ese modo contaríamos con una vía de escape alternativa en el caso de que el plan de los camiones de bomberos se torciese.

Ben el Pelirrojo no había superado lo del niño. Volvía a tartamudear. Eso si es que hablaba. Ya no comía, casi no ingería líquido y su único objetivo era luchar.

Matar. Matar. Matar.

Amos se acercó a mí.

—Vuelve sana y salva —me pidió.

—Gracias. Lo mismo digo —respondí, y no pudimos evitar sonreír los dos.

Me besó en la boca; no lo hacía desde la muerte del chico.

Fue una despedida corta, sobre todo teniendo en cuenta que tal vez fuese para siempre. Las posibilidades que tenía Amos de pasar al otro lado y seguir en él con vida no eran precisamente muchas.

Lo estaba viendo salir del búnker cuando Daniel vino hasta mí y me preguntó:

—¿Te has pensado lo de Rebecca?

No lo había hecho, porque era evidente que no podíamos llevarnos a los civiles.

—No tengo tiempo para hablar de eso…

—La dejarás aquí —dedujo, y por primera vez pareció cansado. Tan cansado como Korczak hacia el final.

Fui a acariciarle la mejilla para consolarlo, pero Daniel lo evitó. Quería que ayudara a la niña, no que lo consolara a él.

Sin decir palabra, me metí la pistola en el bolsillo del abrigo y salí con los demás hacia el número 80 de la calle Gezia, donde debíamos reunirnos con los bomberos polacos. Como por el camino tuvimos que esquivar una patrulla alemana, llegamos al edificio unos minutos tarde. Los bomberos no estaban.

—La cuestión es: ¿se han ido o todavía no han llegado? —planteé.

—Esperaremos —decidió Rachel—. No nos queda más remedio.

De manera que esperamos. Cinco minutos. Diez.

—No vendrán —aventuró, furioso, Leon—. Esos malna…

—Chis —silbó Rachel—. Pasos.

Ojalá fueran los bomberos.

Rachel fue con cautela hacia la ventana para echar un vistazo. Un disparo atravesó el cristal y le acertó en plena frente.

Rachel se desplomó en el acto.

Yo pegué un grito.

Los alemanes abrieron fuego contra la casa con ametralladoras.

León me tiró al suelo mientras las balas volaban a nuestro alrededor y se estrellaban en la pared de detrás. Un armario suspendido que quedó como un colador se descolgó estrepitosamente.

—Ese cerdo nos ha traicionado —afirmó enfurecido Leon mientras Ben el Pelirrojo, tendido en el suelo, devolvía el fuego, aunque no veía a nuestros agresores y, por tanto, posiblemente no les diera.

—¡Tenemos que salir de aquí! —gritó Leon para hacerse oír en medio del ruido.

Salimos gateando de la habitación, nos pusimos de pie en el pasillo y permanecimos así un instante, sin saber qué hacer: ¿adónde podíamos ir?

¡Al tejado, por la escalera!

Pero en ese momento oímos que la puerta se abría y los alemanes disparaban indiscriminadamente a la escalera.

—Por la ventana —propuse al tiempo que señalaba un cuarto vacío que daba al patio.

—Pero entonces nos meteremos en una trampa —objetó Leon.

—No si desde allí podemos entrar en otra casa.

Abrí la ventana y salté al patio. Leon y Ben me siguieron.

—¡Vosotros, mirad en el patio! —oímos que un oficial de las SS ordenaba a sus hombres en la escalera.

—¡Mierda! —exclamó Leon.

Ni siquiera habíamos salvado la mitad de la distancia que nos separaba del otro lado.

—Yo-yo-yo… os c-c-cubriré —se ofreció Ben el Pelirrojo. Y se detuvo.

—¡Eso es un suicidio! —le chilló Leon.

Comprendí que eso era precisamente lo que Ben el Pelirrojo deseaba: morir como un héroe, no seguir viviendo con su mala conciencia. Y yo no podría disuadirlo, por mucho que quisiera.

Agarré a Leon del brazo y corrí con él sin volver la cabeza.

A nuestras espaldas oí que Ben gritaba:

—¡Morid! ¡Morid! ¡Morid!

Disparaba hacia la escalera, desde donde los soldados devolvían el fuego.

Entretanto rompí el cristal de una ventana con una piedra y la abrí desde dentro.

Ben dejó de disparar.

Había caído.

No mires, me dije, no mires. ¡No pierdas ni un solo segundo valioso!

Ahora los soldados nos disparaban a nosotros.

Entré en la casa por la ventana.

Detrás de mí Leon gritó.

Dos veces.

Y después nada.

¡No pierdas ni un solo segundo valioso!

Eché a correr por el piso, abrí una ventana que daba a la calle de al lado, y al saltar caí mal y me torcí el pie izquierdo. Solté un taco, pero intenté seguir corriendo. Sin embargo, me dolía demasiado, sólo podía cojear. Mis perseguidores llegarían de un momento a otro a esa calle, y tal y como estaba sería imposible escapar de ellos.

—Mierda, mierda —susurré jadeante, hasta que me dije que así sólo malgastaba unos segundos que podían marcar la diferencia entre morir y volver a ver a Amos.

Me metí en una casa y subí por la escalera, cojeando. Tal vez pudiera huir por los tejados.

La puerta de abajo se abrió.

Me detuve, casi no me atrevía a respirar. Oí pasos, pero sólo de dos soldados. Estaba claro que mis perseguidores se habían dividido en grupos más pequeños para peinar los edificios. Lo que significaba que no sabían dónde estaba.

Silenciosa, sin hacer ningún ruido, abrí la puerta de una casa y me escabullí dentro. Cuando apenas había avanzado unos metros por el pasillo, la puerta se cerró detrás de mí. ¡No había tenido en cuenta que podía haber corriente!

Oí que los soldados subían a la carrera.

Presa del pánico, me paré a reflexionar: estaba en el cuarto piso. Por la ventana no podría saltar sin partirme la crisma. Tenía que esconderme. ¿Dónde? Eché a correr por la casa, que prácticamente estaba vacía. Los de recuperación de bienes se habían empleado a fondo en ese edificio: cada armario, cada cama, cada mueble en buen estado había ido a parar a los almacenes, allí no había quedado casi nada.

Ya no se oían los pasos. Los soldados habían llegado al piso.

—¡Sal con las manos en alto! —exclamó uno de ellos a través de la puerta cerrada.

De rendirme, ni hablar. Rendirme equivalía a morir.

Saqué la pistola, me acerqué cojeando a la puerta y disparé, confiando ciegamente en acabar con esos malnacidos.

Los soldados gritaron. Me tiré al suelo para evitar sus disparos, pero nadie disparaba. ¿Les habría dado?

Estaba tumbada boca abajo, con el corazón desbocado, sin moverme. Al otro lado no se oía nada. No era una artimaña. ¿O sí? ¡No! En efecto, les había dado.

Me levanté con cuidado. No podía quedarme allí.

Seguramente los otros soldados habrían oído los disparos, y dentro de unos minutos habrían rodeado el edificio. Para entonces yo tenía que estar fuera de él.

Fui hacia la puerta cojeando, pero dudé un segundo: ¿y si los soldados sólo se habían retirado a la escalera y abrían fuego justo cuando yo saliese?

No tenía elección, sin duda los otros perseguidores se acercaban. Si me cosían a balazos, sería en ese instante.

Abrí la puerta.

Delante de mí, en el suelo, había dos soldados. Uno muerto, el otro se sujetaba el sangrante vientre, incapaz de coger la pistola. Sufría, y si hubiese sido compasiva lo habría librado de ese dolor. Pero las SS tampoco tuvieron consideración con la anciana que saltó del balcón en llamas. Pasé por encima del soldado; que le dieran el tiro de gracia sus compañeros.

Subí trabajosamente la escalera hasta el desván y de ahí salí al tejado.

Abajo, a unos doscientos metros, vi a soldados que corrían hacia la casa.

Por un momento me planteé pegarme al suelo, pero decidí apostar a que los alemanes, con las prisas, no mirarían hacia arriba. Así que fui cojeando de tejado en tejado lo más deprisa que pude.

Cuando los soldados llegaron al edificio yo ya estaba cuatro tejados más allá, en el siguiente cruce. De manera que lo único que tenía que hacer era doblar la esquina para plantarme en la bocacalle y ponerme a salvo definitivamente. Por desgracia, las dos casas que hacían esquina no estaban juntas, entre ellas había unos tres metros de separación. Una distancia que habría podido salvar con el pie en condiciones, pero ¿podría lograrlo con el tobillo lesionado?

Mejor morir del golpe que atravesada por una bala alemana.

Cogí carrerilla. Me dolía el tobillo, y por eso corría mucho más despacio que de costumbre. Salté.

Y ya en el aire fui consciente de que me quedaría corta.

No aterricé con los pies en la otra casa, sino que me di con el bajo vientre contra el borde del tejado. El dolor me cortó la respiración, pero pegué el tronco al tejado instintivamente mientras movía las piernas en el aire, ya que no encontraban ningún punto de apoyo en la pared del edificio.

Haciendo un último esfuerzo me aupé y me quedé tumbada boca abajo, pugnando por respirar. Tardé un poco en recuperarme y algo más en ponerme de pie y deslizarme agachada por los tejados.

Unas casas más allá reparé en un patio donde había un montón de plumas. Por fin un buen escondrijo.

Pasé por un tragaluz al desván, y al pisar el suelo me dieron ganas de gritar de dolor, para sofocarlo me mordí el labio inferior de tal modo que empezó a sangrar profusamente.

Cuando llegué al montón de plumas del patio, logré taparme con ellas a duras penas, pues estaba agotada, tanto física como mentalmente, y se me cerraron los ojos. No conseguí permanecer despierta y aguzar el oído por si venían los soldados.