En las largas horas que pasábamos en el búnker, cuyo aire era cada vez más insufrible debido a los incendios del gueto, Amos nos imaginaba uniéndonos a los partisanos polacos en el bosque, cayendo con nuestros camaradas sobre destacamentos alemanes y de esa forma preparando el terreno para el Ejército soviético, que entraría en Polonia dentro de un año o dos.
Cuando apunté que los «camaradas» polacos apenas nos habían respaldado en el levantamiento y que posiblemente no les gustara que se les unieran judíos, Amos dio alas a sus sueños. Habló de formar un grupo de partisanos exclusivamente judíos, que asestaría golpe tras golpe a los alemanes y sembraría el miedo y el horror en las filas de las SS. Una especie de escuadrón de la muerte judío. Confiaba en que quizá así pudiera saldar toda su deuda.
Yo no prestaba mucha atención a sus fantasías. Al echar un vistazo al búnker pensé que resultaría imposible sacar al bosque a todas esas personas. Tendríamos que dejarlas, y morirían allí quemadas o más tarde en los hornos. Una vez más se trataba de personas de cuya muerte en realidad yo no era responsable, pero de todos modos me sentía culpable.
No podían enterarse del plan de fuga de los combatientes, pero de Daniel me fiaba, y me sentía tan en deuda con él que le hablé del encuentro con el bombero.
—Entonces quieres sobrevivir —constató, y dio la impresión de que se alegraba.
—Sobrevivir para luchar —precisé.
—¿Hasta morir?
—Probablemente así sea, sí.
—Podrías esconderte, intentar aguantar hasta que acabe la guerra.
—Mi sitio está junto a mis camaradas.
—Junto a tu marido.
Daniel parecía celoso.
—Junto a Amos —confirmé.
La respuesta no le gustó, pero no dijo nada más, tan sólo me pidió:
—Llévate a Rebecca.
—¿Cómo dices? —pregunté asombrada.
—Cuando huyáis, llévate a Rebecca.
No pedía que lo llevásemos a él.
—Sólo hay espacio para los combatientes… —repliqué.
—Es tan pequeña, no os quitará el sitio a ninguno de vosotros.
—A un niño le costará sobrevivir en el bosque.
—La puedes esconder en casa de algún campesino.
La propuesta me sorprendió, y miré a la pequeña muda, que jugaba en el suelo con su canica a algo cuyas reglas sólo ella conocía.
—No… No sé cómo se te ocurre tal cosa —contesté yo, yéndome por las ramas.
—Encontrarás la manera.
Lo dudaba.
—Si quieres.
No dije nada.
Y Daniel explotó:
—Tú sólo piensas en matar.
No supe qué responder, el arrebato me cogió por sorpresa.
—Sólo en matar, matar, matar.
Y se fue con Rebecca, furioso, y me dejó plantada.
Sus palabras resonaban en mis oídos: «Sólo en matar, matar, matar».