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Media hora después, Leon volaba por la panadería. Se había puesto un delantal blanco, que lucía con más orgullo que un soldado su uniforme, y nos daba órdenes: «¡Amasad más deprisa!», «Esas cebollas hay que picarlas más finas», «¡Así no se enciende un horno!».

Nosotros, los oficiales panaderos, nos burlábamos de él de broma: «Procura que no caigan pelos de tu barba en la masa», «Contigo de comandante, el Ejército polaco habría perdido incluso antes», «Eres tú el que me hace llorar, no las cebollas».

Estábamos felices y contentos: ¡haciendo pan en plena guerra! Durante un rato hasta olvidé lo sucedido con el niño.

Cuando Leon pesaba masa en la balanza, Rachel se le acercó y preguntó:

—¿No da lo mismo que los panes sean de distinto tamaño?

Él se dio una palmada en la frente:

—Tienes razón, así lo único que hago es perder un tiempo valioso, menudo idiota estoy hecho.

A pesar de lo relajado del ambiente, el tiempo apremiaba. Debíamos tener el pan listo y en el búnker antes de que amaneciera.

—Esperemos que no se vea el humo —apuntó Rachel cuando Leon metió el primer pan en el horno.

A Amos y a mí nos mandaron salir para comprobarlo, y naturalmente en el cielo se veía el humo que salía de la panadería. Como los nazis entraran en el gueto por la noche a por todas, nos descubrirían en el acto.

—Vale la pena correr el riesgo —dijo Amos.

—Sí. —Le di la razón.

—Para variar hacemos algo distinto de matar —añadió en voz baja.

A él lo atormentaba aún más que a mí la muerte del niño, al fin y al cabo había sacado la pistola antes que Ben.

—Creía que podría saldar mi deuda luchando —confesó mientras veíamos cómo el humo ascendía hacia las estrellas—, pero los alemanes me obligan a cargar cada vez con más culpa. Hasta el fin de mis días.

Le cogí la mano, la apreté con fuerza y contesté:

—Hasta el fin de nuestros días.

Trescientos panes.

Fueron los que conseguimos hornear hasta que amaneció.

Como no teníamos levadura, el pan era muy plano, pero así y todo tenía un aspecto magnífico. Lo repartimos entre la gente del búnker, que se abalanzó sobre el pan caliente.

—¿Les ves los ojos? —preguntó Amos al observar a un montón de niños atiborrándose.

—Sí —repuse, la voz quebrada.

Les brillaban.

Esa mañana no les ofrecimos dignidad ni honor a los judíos, sino que con el pan les regalamos un poco de felicidad. Y a nosotros también.