—Así que ahora también matáis a los niños, ¿no? —me preguntó Daniel mientras yo, sentada en el suelo del búnker, limpiaba un fusil que habíamos conseguido.
—La culpa la tienen los alemanes —respondí sin mirarlo.
—No son ellos los que han matado al chico —puntualizó él.
—Sí, desde luego que sí: fueron ellos los que lo enviaron —aseveré mientras me levantaba.
—Lo habéis matado vosotros, por mucho que quieras excusarlo.
La palabrería de Daniel me encendió. Amos, Ben y yo ya sufríamos bastante por lo que había ocurrido; lo último que me faltaba era escuchar reproches. Me entraron ganas de pegarle, pero en vez de eso dije:
—No tuvimos más remedio.
—Siempre se puede elegir. En todas las circunstancias. Y vosotros hicisteis una mala elección.
Yo también lo sabía.
—Yo no quería… —intenté justificarme ante Daniel y ante mí misma.
—Pero tampoco lo impediste —me interrumpió.
Ahora sí le pegué un bofetón con todas mis fuerzas.
Y lo único que me dolió al hacerlo fue que sólo le di con la mano, no con el puño.
Daniel me miró con tal cara de furia que creí que me devolvería el golpe.
—¿Quieres vivir? —le escupí—. Cada segundo que sigues con vida nos lo tienes que agradecer a nosotros.
—Gracias —repuso con amargura.
—Ese niño nos habría delatado, y ahora estaríamos todos muertos o en la estación.
Daniel no dijo nada, sabía que tenía razón.
—Él o Rebecca. ¿Qué habrías preferido?
Él continuaba sin hablar.
Pero yo quería que respondiera algo para poder golpearle de nuevo. Y para no llorar yo. Sobre todo para no llorar yo. Sin embargo guardaba silencio.
—Quise… Quise impedirlo… —afirmé, procurando contener las lágrimas.
A Daniel se le pasó el enfado.
—Debes creerme. Pero no lo conseguí…
—Lo… siento —se disculpó.
—¿Que no lo haya impedido?
—Eso…, y que sufras por ello…
Quiso darme un abrazo para consolarme.
Y yo quería dejarme abrazar.
Pero en ese momento llegó Amos y anunció:
—Esta noche se obrará un milagro.
—¿Qué? —preguntamos a la vez Daniel y yo.
Amos ninguneó a Daniel, como hacía todo el tiempo, y me llevó a otro cuarto del búnker, con un joven de barba cerrada y crespa.
—Este es Leon Katz —nos presentó—. Leon, esta es Mira, una voluntaria para nuestra empresa.
Me pregunté de qué empresa se trataría, ¿un ataque especialmente efectivo contra los alemanes?
—Dile lo que haremos —instó Amos a Leon.
—Esta noche haremos pan.
—Estás loco. —Me salió del alma.
—Leon es panadero —precisó Amos.
—Me estáis tomando el pelo.
—Que no, que es verdad —aseguró Amos.
—He encontrado una panadería en el patio de al lado —contó entusiasmado Leon—. Con sacos llenos de harina. Y también hay bastante agua. Sólo falta levadura.
—¿Levadura? —no acababa de entenderlo.
—Pero la sustituiremos por cebollas.
—¿Cebollas?
—Hay de sobra en las casas —contó el panadero, risueño.
No pude sino sonreír a mi vez, su entusiasmo era de lo más contagioso.
—Mañana el gueto entero podrá comer pan —prometió Leon.
Un milagro.