64

La esperanza con la que volví de las islas se truncó a la mañana siguiente. Las banderas ya no ondeaban: habían vencido a nuestros camaradas de la plaza Muranowski. Por todo el gueto caían combatientes. Ya no podíamos lanzar ataques potentes. Cada vez estábamos más debilitados, cada vez teníamos menos munición. Además las SS habían cambiado de táctica: en lugar de entrar en el gueto con destacamentos grandes, recorrían las calles en pequeñas unidades.

Decidimos optar por la guerra de guerrillas y atacar patrullas de las SS que llevaban a judíos a la estación. Unas veces conseguíamos reducir a los soldados y concederles a los judíos unas horas más de vida, pero otras éramos derrotados y perdíamos compañeros. A Avi le destrozó una pierna la metralla; nos costó lo nuestro ponerlo a salvo.

Me acostumbré a los combates diarios, al peligro, también a matar, e incluso a que de cada operación volvieran menos. Sin embargo, no era capaz de acostumbrarme a seguir viva día tras día. Si al inicio del levantamiento eso me estimulaba, ahora, sobre todo, me producía cansancio.

Nuestros líderes confiaban en que lográsemos despertar a los polacos para que se unieran a nosotros, y redactaron un manifiesto que llamaba a la lucha conjunta y que pasaron clandestinamente al otro lado. Pero no le hicieron el menor caso. Algunos polacos que vivían cerca del muro hasta contemplaban desde sus casas el espectáculo llamado «la caza del judío», como si fuese una versión moderna del circo romano. Seguro que esos curiosos no habrían puesto reparos a que las SS hubieran metido en el gueto leones hambrientos.

En lugar de eso, las SS empleaban sabuesos. Cuando no iban prendiendo fuego casa tras casa, las unidades alemanas buscaban búnkeres con los perros. En esa búsqueda también contaban con la ayuda de colaboracionistas: incluso a esas alturas aún había personas que creían que podrían salvarse delatando a otras. Los soldados hasta enviaban a niños a buscar escondites. Como recompensa les daban algo de comer.

En los atestados búnkeres la gente no decía ni pío durante el día. Nadie se atrevía a hablar o toser por miedo de revelar su refugio.

Tras un tiroteo en el que nos vimos envueltos cerca de la calle Leszno, y en el que no pudimos matar ni a un solo alemán pero sí perdimos valiosa munición, Ben el Pelirrojo, Amos y yo volvimos al 18 de la calle Miła.

—Mirad —susurró Ben cuando, al llegar a la escalera que bajaba al sótano, vimos a un chico con gorra que andaba curioseando por allí.

—Está buscando un escondite —musité yo mientras lo observábamos desde la escalera.

—La cuestión es si lo busca para él o para las SS —puntualizó Amos—. Hay una patrulla a una manzana.

—Ha encontrado el búnker —constató Ben el Pelirrojo.

El chico estaba justo delante de la entrada, disimulada con ladrillos. Pero no entró. Dudaba.

—Nos delatará —aseguró, convencido, Amos.

Le iba a decir que esperara un poco antes de emitir un juicio: si el niño se iba, podríamos estar seguros de que lo habían enviado las SS. Pero Amos no esperó.

—¡Chico! —lo llamó.

El muchacho se asustó. No como alguien que sólo busca un refugio y es sorprendido por un amigo, sino más bien como alguien que pretende revelar un escondite y es descubierto por un enemigo.

Bajamos la escalera y nos plantamos delante de él.

Levantó las manos despacio.

—¿Qué… qué hacemos con él? —preguntó Ben el Pelirrojo.

—Pegarle un tiro —resolvió Amos.

El chico palideció.

—No lo dirás en serio —objeté.

—No hay otra solución —respondió Amos al tiempo que sacaba la pistola.

—Pues claro que hay otra solución.

—Nos traicionará.

—No lo sabes.

El chico tenía demasiado miedo para defenderse, tan sólo suplicó:

—Por favor…

Y el hecho de que no se defendiera dejaba claras sus intenciones.

Amos lo apuntó con la pistola.

Y él no dijo ni una palabra más.

—¡Estás loco! —le grité a Amos—. ¡No puedes matar a un niño!

No contestó, la mano le temblaba, pero le puso al chaval el cañón en la frente.

—Si hacemos esto, no seremos mejores que los alemanes.

La mano le temblaba cada vez más, y tenía la frente bañada en sudor.

—Si no lo hago, todos los del búnker morirán.

—No lo sabemos.

—¿Puedes correr el riesgo, Mira?

No podía.

Pero era tal el deseo de hacerlo que repliqué:

—Debemos correrlo.

Amos no dijo nada.

El niño empezó a lloriquear, y del miedo se orinó en los pantalones.

—¿Qué clase de persona quieres ser? —le pregunté, desesperada, a Amos—. ¿Una que mata a un niño?

Amos se debatía consigo mismo. Se le saltaron las lágrimas, y la mano le temblaba ya como la de un anciano enfermo.

—Amos… —le supliqué—. Si queremos seguir siendo personas…

Rompió a llorar, y finalmente bajó la pistola.

Aliviado, el chico empezó a sollozar ruidosamente.

A mí también se me saltaron las lágrimas.

Quería abrazarlos a los dos: a Amos y al niño.

Entonces se oyó un disparo.

El niño cayó al suelo ante nosotros.

Amos y yo miramos horrorizados a Ben el Pelirrojo, que empuñaba su fusil y que adujo tartamudeando:

N-nos… ha-habría… t-t-traicionado a t-t-todos.

Y los tres nos echamos a llorar.