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El búnker de la calle Miła pertenecía a Szmul Aszer y su banda de Jompe. El mafioso estaba mucho más delgado que hacía un año y ahora tenía una cicatriz en la cara; seguro que de cuando estuvo en la cárcel, de la que logró salir pagando. Con el dinero restante él y los suyos construyeron ese búnker enorme, donde había un pozo de agua potable, electricidad, una cocina perfecta, sofás elegantes e incluso vitrinas. Un refinado salón bajo tierra.

Delinquir compensaba. No sólo a los industriales alemanes.

Aszer se acercó a mí, me reconoció en el acto y quiso saber:

—¿Por casualidad has vuelto a ver a Ruth?

¿Le contaba que tosía ceniza, que en Treblinka la violaba la Muñeca y que cantaba medio enloquecida Lulei, lulei, hijo mío?

—Te quería —repuse.

A Aszer le bastó. Cerró un instante los ojos. Él también la quería a ella.

Cuando los abrió de nuevo, se dirigió con resolución hacia nuestros líderes, entre los que para entonces también se encontraba ya Mordejai, y dio la bienvenida a combatientes y civiles.

—Lucharemos y moriremos con vosotros —prometió el mafioso—. Al fin y al cabo somos todos judíos.

Eso era algo con lo que sin duda no contaban los alemanes cuando decidieron llevar a cabo el exterminio: convirtieron en judíos orgullosos, combativos, a personas a las que durante toda su vida les había dado lo mismo ser judías.

A nuestro grupo, junto con algunos civiles, le fue asignado un cuarto llamado Auschwitz. Aszer había dado a los espacios el nombre de campos de concentración: Treblinka, Sobibor, Mauthausen…

Hasta entonces, Auschwitz era de un hombre llamado Izak, que vivía allí con su familia. A Izak, un tipo bajito que me recordaba a una comadreja, no le hizo ninguna gracia que su jefe nos abriera el búnker: quería morir con cierto bienestar. Pero ¿qué otra cosa podía hacer?

Les dejamos a él y a su mujer la cama, tuvimos esa deferencia. Amos y yo nos tumbamos al lado de una pared. Él no tardó en dormirse, y no paró de moverse en sueños. No era de extrañar, teniendo en cuenta que ese día había muerto Esther.

Frente a nosotros se acomodaron Daniel y la pequeña Rebecca, y verlos me hizo sentir envidia. No de Rebecca, por poder acostarse junto a Daniel, sino de Daniel, por poder estar con su hermanita.

En el mundo de las 777 islas el Conejo atracó en la Isla de los Espejos. En contra de lo que cabía esperar, esa isla no era de espejos, sino de piedras. O mejor dicho: era una gran montaña que se alzaba hasta las nubes.

—Seguro que el palacio de los espejos está ahí arriba, por encima de las nubes —aventuró Hannah—. Tendremos que ir hasta allí.

—Pues qué bien —resopló el hombre lobo—. ¿Acaso soy un gato montés?

—Si fueses un gato montés serías más guapo —apuntó, lanzando un suspiro, el capitán.

—Habló la liebre, que con esa cara le pone a uno los pelos de punta… —soltó el hombre lobo.

Yo también vacilé. Me daba miedo el Señor de los espejos. Y más todavía que Hannah pudiera morir si se enfrentaba a él.

—Si hemos llegado hasta aquí, podremos con el resto —nos animó mi hermana.

Y tras echarse a la espalda una mochilita en la que estaban los tres espejos mágicos, se puso en camino.

Me alegraba de volver a verla. Había hecho el intento de despedirme de ella, pero, en contra de lo que cabía esperar, seguía con vida y, por tanto, ella también.

Concebí esperanzas. ¿Qué acababa de decir Hannah? «Si hemos llegado hasta aquí, podremos con el resto». Quizá, quizá, eso también fuera extensible a la vida fuera de las 777 islas.

La locura de Daniel era sumamente contagiosa.