62

Esa noche supimos cuáles habían sido las pérdidas que tenían que lamentar otros grupos, pero nos insuflamos valor mutuamente durante la cena: ya habíamos sobrevivido dos días, habíamos hecho frente a los alemanes dos días y lo lograríamos también un tercero.

Por la mañana temprano tomamos posiciones en el cuarto piso, mientras los civiles permanecían en el búnker, pero no nos vimos involucrados en ninguna refriega, en el gueto sólo se oía fuego de artillería aislado.

—Los alemanes ya no se atreven a entrar —opinó alegremente Esther a mediodía.

—No nos caerá esa breva —dijo Amos.

Ni que decir tiene que no se equivocaba.

Media hora después oímos que llegaban camiones. Uno de ellos paró calle abajo. Se bajaron soldados de las SS. Desde donde nos encontrábamos no podíamos dispararles, estaban demasiado lejos. Los soldados colocaron barriles ante las puertas.

—Contienen gasolina —informó Amos.

Los hombres se subieron a los camiones, lanzaron teas encendidas y se fueron. Los barriles se prendieron y explotaron. En cuestión de segundos se incendiaron las primeras casas.

—No, por favor… —suplicó Esther.

Los demás guardamos silencio, horrorizados.

A los balcones y ventanas de las casas en llamas salieron civiles. No tenían más remedio que tirarse. Delante de los edificios se plantaron soldados de las SS, que se divertían disparando a los que saltaban. Cada vez que acertaban a alguien en plena caída lo celebraban; a voz en grito cuando uno de ellos le dio a una madre que llevaba a un niño en brazos.

Una anciana cayó de un balcón a un montón de basura ardiendo. La mujer no pudo bajarse, se había herido con el golpe. La antorcha humana chillaba y chillaba y suplicaba a los soldados:

—Pegadme un tiro, por favor, por favor, por favor, pegadme un tiro.

Pero no le concedieron ese favor. Prefirieron seguir disparando a judíos que saltaban. Para ellos era igual de divertido que ir a la feria.

Todos mirábamos petrificados. La primera que fue capaz de decir algo fue Rachel:

—Tenemos que acercarnos.

Pero antes de que pudiéramos ponernos en marcha para matar a esos malnacidos y que nos mataran, vimos que los soldados iban de casa en casa arrojando granadas incendiarias a los portales.

—¡Debemos sacar a los civiles del búnker! —objeté, deteniendo a Rachel—. También le prenderán fuego a este edificio. —Y cuando dije «civiles» pensaba sobre todo en Daniel, y un poco en su hermanita.

—Tienes razón —convino Rachel; su deseo de venganza no era mayor que el de ayudar a la gente.

Corrimos al sótano, y justo cuando abríamos la puerta del refugio oímos una explosión: los alemanes habían lanzado una granada incendiaria a nuestro edificio.

—¡Deprisa, deprisa! —instó Rachel a los civiles—. ¡Tenemos que salir de aquí!

Entonces una granada bajó rodando por la escalera que conducía al sótano.

—¡A cubierto! —exclamó Amos.

Salimos todos corriendo, la mayoría hacia el búnker. Salvo Esther… Esther intentó guarecerse en un cuarto contiguo y el artefacto fue directo a ella y explotó.

—¡Esther! —gritó Amos para hacerse oír entre el ruido, y salió del búnker y atravesó las llamas para ir en su busca. Pero allí sólo había un cuerpo hecho pedazos.

Amos lanzó un grito animal.

—¡La escalera! ¡La maldita escalera! —advirtió Avi.

Con la granada, los soldados habían destrozado la escalera del sótano. Sobre nosotros ardía la casa, y ya no podíamos salir, estábamos atrapados en un agujero excavado en la tierra como conejos en una madriguera en llamas.

—¡Vamos a morir quemados! ¡Vamos a morir quemados! —vociferó, histérico, Avi.

—¡Necesitamos una escalera de mano o un tablón! —pidió Rachel, que una vez más fue la primera en pensar con lucidez.

Todos nosotros nos pusimos a buscar. Todos menos Amos, que seguía con la vista clavada en las llamas donde se consumía el cuerpo de Esther.

—¡Amos! —lo llamé.

No reaccionó.

—Amos, necesitamos algo para salir de aquí.

Despacio, muy despacio, consiguió dejar de mirar las llamas.

Entretanto en el refugio, la gente, presa del pánico, empezó a dar gritos. Daniel intentó calmarlos:

—Vamos a salir de aquí, vamos a salir de aquí…

Lo repetía una y otra vez, pero no servía de nada: la gente estaba aterrada.

—¡Aquí! —dijo Ben el Pelirrojo mientras señalaba una madera grande que había en un rincón. La colocamos allí donde no hacía ni dos minutos estaba la escalera, de canto y en un ángulo muy cerrado. No se podría subir por ella con facilidad, habría que hacerlo a pulso.

Daniel se acercó a mí.

—Los ancianos y los enfermos no podrán.

Nosotros, los combatientes, dejamos que subieran primero los civiles, ayudándolos en la medida de lo posible. Incluido Amos, aunque miraba una y otra vez hacia las llamas que devoraban el cuerpo de Esther, un espectáculo que yo evité.

Al final, en el búnker quedaba alrededor de una docena de personas: enfermos, heridos, débiles; entre ellas la mujer esquelética con el niño.

—No podemos dejarlos aquí —dijo Daniel.

—No hay más remedio —objetó Rachel.

Muchos pidieron:

—¡No nos dejéis aquí! ¡No nos dejéis aquí!

Algunos lloraban. Sin embargo, la mayoría no decía nada. Habían permanecido mucho tiempo escondidos, habían sobrevivido. Y todo para acabar siendo pasto de las llamas.

Los combatientes fuimos subiendo por la madera uno tras otro, incluido Daniel, que decidió seguir viviendo con su hermana en lugar de quedarse con los inválidos.

No hubo ni un instante de tregua para poder llorarlos. Ni para llorar a Esther. Cuando salimos al patio el cielo era de un rojo encendido. A nuestro alrededor, las enormes llamas daban buena cuenta de las casas.

—Seguro que el infierno es así —comentó Ben el Pelirrojo.

Emprendimos la marcha a través de ese infierno, veinte combatientes y unos cuarenta civiles. Corríamos por las calles incendiadas, de las que los alemanes se habían retirado para no arder también en el infierno. Los edificios se desplomaban, los adoquines se derretían bajo nuestros pies. Tenía miedo de quedarme pegada a ellos. El rugido de las llamas era ensordecedor. De un momento a otro, me temía, ese ruido infernal haría que me estallara la cabeza. Nos llovían trozos de madera ardiendo. A un civil lo mató un madero; a otro, unas tejas que se desprendieron.

Daniel agarraba con fuerza a su Rebecca, que a su vez apretaba la canica en el puño: sabía que si se le caía al suelo, su tesoro se desharía.

Lo que era importante para la gente cuando la muerte rondaba…

Nos abrimos paso hasta la zona del gueto que no estaba ardiendo y a la que, mientras el viento fuera favorable, no alcanzaría el fuego. A última hora de la tarde llegamos a un patio donde se apiñaban unos cien civiles, todos con lo poco que habían conseguido salvar de sus casas quemadas, que para ellos tenía la misma importancia que la canica para Rebecca.

Esta vez nadie nos increpó, al contrario, nos suplicaron: «¡Ayudadnos!», «¡Sacadnos del gueto!», «¡Salvad a mi hijo!».

Nos acosaban por todas partes, pero nosotros tampoco sabíamos qué hacer.

—No podemos llevarnos a toda esta gente —opinó Avi.

—Lo que no podemos es abandonarlos a su suerte —se compadeció Rachel.

Y yo pensé que los dos tenían razón.

—Debemos buscar otro escondite. —Rachel expresó lo evidente—. Un búnker que sea lo bastante grande.

—Y rezar para que los alemanes no vuelvan esta noche —añadió Avi.

—Yo no rezo —espetamos a la vez Amos y yo.

Los combatientes nos dividimos en patrullas de reconocimiento. Amos y yo nos marchamos. El cielo nocturno se cernía inquietante sobre el gueto. Miré sin querer hacia la plaza Muranowski: las banderas seguían tremolando al viento, pero para mí sólo era un pobre consuelo. Ese día habíamos visto morir a personas. ¡Habíamos visto morir a Esther!

Amos no dijo ni una palabra mientras recorríamos las calles.

—Esther… —empecé.

—Tuvo una muerte digna —fue su lacónica respuesta para zanjar la conversación.

Digna. Morir despedazado por una granada no era muy heroico, a mi juicio. Por mucho que mi cabeza intentara convencerme de lo contrario, su muerte me parecía igual de ignominiosa que la de cualquier otro judío del gueto.

Amos y yo peinamos en silencio edificio tras edificio en busca de un búnker. Sólo nos detuvimos en una ocasión, cuando encontramos agua en un piso abandonado. Bebimos hasta aplacar nuestra sed. Aproximadamente una hora después encontramos un refugio bajo los escombros de una casa medio derruida.

—Aquí no podremos meternos todos —apunté mientras imaginaba la calamitosa situación: la gente apelotonada, sudorosa, desesperada, asustada.

—Bastará para nuestro grupo —repuso Amos.

—No podemos abandonar a su suerte a los civiles —espeté furiosa.

—Que decida Rachel —propuso, y asentí.

No obstante, no sabía si Rachel abandonaría a los civiles, y con ellos a Daniel y Rebecca. ¿Me quedaría en esa ratonera con él? No, una única combatiente no podría ayudar de ninguna manera a los civiles. Seguiría a Rachel y al resto y dejaría a Daniel en la estacada.

Alrededor de medianoche regresamos al patio, donde, para sorpresa nuestra, reinaba el ajetreo que precede a una partida. Antes de que nos diera tiempo a preguntar qué había pasado, Daniel me contó:

—Los vuestros nos han encontrado un búnker.

—¿Para todos? —pregunté con incredulidad.

—Eso han dicho.

—Es… es un milagro —dije.

—Eso mismo dije yo —sonrió Daniel—. No moriremos.

Creía que podría librarse. Contra viento y marea. Posiblemente estuviera loco. Tenía que ser eso, ya que de otra forma no se podía explicar su optimismo. Eso era, Daniel estaba aún más loco que yo. Pero su locura era mejor que la mía.