Lo reconocí de inmediato aun a la débil luz de las velas, aunque tenía la cabeza prácticamente rapada y estaba mucho más delgado que antes.
—¿Has estado en Treblinka? —pregunté espantada y tosiendo, en parte debido al humo, que me seguía abrasando los pulmones, pero también porque la tos me recordó a Ruth, que logró salir del campo porque su amante pagó por ello. Pero seguro que por Daniel nadie había dado dinero, y según todo lo que habíamos oído, ya nadie estaba en condiciones de escapar de un campo de concentración. Nuestros espías, que se habían acercado hacía unos meses a Treblinka, contaban que los prisioneros se lanzaban contra las alambradas electrificadas para poner fin a su angustiosa vida.
—Tuve piojos —contestó Daniel.
Me alivió oír eso, y por fin conseguí dejar de toser.
Amos me miró: no conocía a Daniel y yo no le había hablado de él, igual que yo tampoco le dije nada a Daniel de Amos. Sin embargo, no se metió en la conversación y miró de nuevo a los histéricos civiles, que después de que Daniel hiciera valer su autoridad se acurrucaron en los rincones y nos dirigieron miradas rebosantes de odio, como si fuésemos nosotros los que queríamos matarlos.
—Militas —constató Daniel al ver la pistola que sostenía en la mano.
—Sí —respondí, sin saber qué le parecería.
Él no iba armado, estaba claro que no formaba parte de los insurgentes.
—Y matas. —Parecía decepcionado conmigo.
¿Cómo se atrevía? ¿Por qué me juzgaba? Yo también podía juzgarlo a él por no ayudarnos.
Daniel se dio cuenta de que me enfadaba y la expresión de su cara se suavizó.
—Me alegro mucho de que sigas con vida, Mira.
Tenía razón, era absurdo enfadarse. Ese era un momento dichoso.
—Lo mismo digo, lo mismo digo… —contesté, y nos abrazamos, un gesto que me resultó muy íntimo.
Sólo nos separamos cuando Amos se nos acercó y dijo:
—No sé cuánto tiempo podremos quedarnos aquí, tarde o temprano los soldados incendiarán la casa y moriremos asfixiados en este búnker.
—¡Si nos mandan a los hornos será culpa vuestra! —chilló la mujer esquelética mientras su hijo nos miraba con tanta apatía como si su espíritu se hubiese convertido en cenizas hacía tiempo.
Antes de que Amos o yo pudiéramos echarle una reprimenda, Daniel fue con ella, le cogió al niño y le habló con mucha calma:
—No moriremos aquí.
La mujer lo creyó, y al crío se le cerraron los ojos en sus brazos. Entonces lo entendí.
En ese búnker, Daniel era un pequeño Korczak.