Media hora después, el teniente general Stroop ordenó a sus soldados que entraran en el gueto. Esta vez, con los colchones que llevaban a rastras y en los que en su día durmieron habitantes del gueto, levantaron una barricada y empezaron a dispararnos. Amos y yo, que estábamos en el tejado con otros combatientes, devolvimos el fuego. Yo todavía no sabía por qué Amos quería estar a toda costa allí arriba, pero no se lo pregunté. Ya no hacía preguntas: ni a otros ni a mí misma. De repente disparar y que me dispararan ya no era algo en lo que pensara. Mi cuerpo rebosaba adrenalina.
Algunos prendimos cócteles molotov, que arrojamos a los soldados. Los colchones se incendiaron, los alemanes quedaron al descubierto y les disparamos.
Después los carros de combate abrieron fuego contra nuestras posiciones desde la zona polaca, pero erraron el blanco, tal y como sospechaba Amos. Y yo pensé: los superhombres no nos dan porque nos tienen miedo.
Amos se levantó, y fue disparando hacia los camaradas que tirábamos los cócteles. Al igual que el día anterior, abajo los soldados buscaban protección en los portales y disparaban y disparaban y disparaban. A diferencia de nosotros, no tenían que escatimar la munición.
Amos echó mano de un cóctel molotov, cogió impulso y lanzó la botella tan lejos como pudo. No a los soldados, ni a los carros de combate, sino hacia Stroop, que estaba encima de su mesa, y que dada la situación parecía de lo más ridícula. Así que por eso Amos había subido al tejado: quería ser el que matara al líder de nuestros enemigos.
El cóctel explotó a unos veinte metros del teniente general Stroop, que ni se inmutó.
Amos lanzó otro cóctel, con más energía aún: su afán de venganza le confería la fuerza de un atleta olímpico. Esta vez la distancia sólo fue de unos diez metros, y ahora sí impresionó al gigante de las SS, que vociferó algo a sus soldados. Sin duda que apuntaran mejor al tejado desde donde lanzaban los cócteles. Sin embargo, debido al ruido de las explosiones, dio la impresión de que nadie lo oyó.
Dejé de disparar, sólo miraba embobada a Amos, que tomó carrerilla con un tercer cóctel molotov que lanzó aún más lejos que los anteriores. La bomba explosionó muy cerca de Stroop. El oficial de las SS se estremeció asustado; se debatía consigo mismo: ¿se quedaba en su mesa? Quería demostrar valor y firmeza a sus hombres, desde luego, y si ahora salía corriendo, ¿cómo repercutiría la espantada en los suyos?
Pero a su lado se alzaban ya las llamas, y aunque no veía a Amos, que se preparaba para tirar el cuarto molotov, el teniente general se empezaba a abochornar demasiado, en el sentido más literal de la palabra. Deprisa, pero procurando no perder la compostura, se apartó de la mesa. Segundos después la mesa ardió.
Amos lanzó gritos de alegría, y yo con él. Aunque no le había dado a Stroop, esa mesa en llamas humillaba mucho más a los alemanes que un carro de combate incendiado.
En ese momento oí que Ben el Pelirrojo gritaba desde el balcón que había debajo:
—¡La casa está en llamas! ¡La casa está en llamas!
En la calle, los soldados lanzaban granadas incendiarias al portal, y las primeras llamas ya salían por las ventanas destrozadas de la planta baja.
—No podemos quedarnos aquí —opinó Amos.
Todos le dieron la razón. No tenía sentido morir quemados allí. Debíamos huir y buscar nuevas posiciones desde las que poder seguir combatiendo.
Dejamos el tejado a toda prisa y fuimos a la escalera. Naturalmente no podíamos salir por la puerta delantera, pues aunque, cosa poco probable, lográramos escapar indemnes de las llamas, que ya habían llegado al primer piso, en la calle nos abatirían los soldados. Sin embargo, el grupo armado que capitaneaba Rachel estaba preparado para la huida: a través de las aberturas practicadas en los desvanes llegaríamos al número 6 de la calle Gęsia, donde retomaríamos la lucha. Rachel ya había enviado una avanzadilla para que comprobara si había moros en la costa.
Los había.
La avanzadilla, Avi, antiguo miembro de la Policía judía que se unió a la Resistencia cuando partieron los primeros trenes hacia Treblinka —¿por qué no habría tenido esa decencia mi hermano?— volvió sudando, se tocaba desesperado la barba, de un rojo encendido.
—Los alemanes han ocupado el 6 de la calle Gęsia.
Nos miramos los unos a los otros con cara de espanto. Las llamas subían por la escalera, se iban apoderando de cada peldaño, y no podíamos ir a ninguna parte.
Rachel era la única que mantenía la calma:
—Tú… —dijo señalando a Avi— y tú —señaló a Ben el Pelirrojo—, buscad otros caminos.
Que en ese momento, con el fuego al acecho, escogiera a los dos únicos pelirrojos de entre nosotros no fue algo hecho a propósito. Salieron corriendo para buscar vías de escape en la casa mientras los demás nos reuníamos en un oscuro desván. Debido al calor del fuego estábamos sudando, y el humo hacía que nos costara respirar. Abrimos el ventanuco del desván, pero no sirvió de nada. Al contrario: entró el humo de fuera en la habitación. Rompimos a toser, y de puro miedo dije en voz baja:
—Al final moriremos gaseados y quemados.
Amos me agarró, pero en lugar de tranquilizarme me sacudió y me ordenó con brusquedad:
—¡No digas esas cosas!
Tenía razón: debía controlarme, no podía contagiar mi pánico a los demás. En ese instante volvió Avi.
—¿Y? —preguntó Rachel.
—Nada —repuso desalentado—. No hay escapatoria.
Resulta difícil controlarse cuando uno está a punto de morir quemado.
El humo era cada vez más denso. Nos lloraban los ojos. No obstante, Ben el Pelirrojo no había vuelto todavía, de manera que aún quedaba esperanza.
No podía evitar toser, y muchos otros tampoco. Hasta Amos, que se esforzaba por todos los medios en no mostrar debilidad, respiraba mal.
Ahora el fuego se abría paso desde arriba, por la viguería. Al parecer, los soldados también habían lanzado granadas incendiarias al tejado. Nos caía encima madera ardiendo. Sin embargo nadie gritaba, aunque sin duda era lo que todos querían hacer. Todo el mundo guardaba la compostura. Incluso cuando el suelo empezó a combarse.
—¡Enfrente! —exclamó Esther.
Por la ventana del desván vimos soldados de las SS en la casa de enfrente. Sin vacilar, Esther, Rachel y Avi, los que estaban más cerca de la ventana, comenzaron a disparar a los soldados, que en un primer momento dispararon a su vez, pero sin darnos, y luego se fueron corriendo. El intercambio de disparos nos distrajo unos segundos del hecho de estar atrapados por las llamas.
Ben el Pelirrojo irrumpió en la habitación:
—Creo que he encontrado una salida en el 37 de la calle Nalewki.
—¿Crees? —preguntó Rachel, tosiendo.
—No la recorrí entera, andamos cortos de tiempo.
—Creer es mejor que palmarla —respondió Rachel.
Salimos despacio del desván a la escalera, donde el humo casi no nos dejaba ver, y menos respirar, y desde allí pasamos a otro desván en cuya pared había una pequeña abertura que daba a la casa contigua. El agujero no constituía una vía de escape creada ex profeso, lisa y llanamente era un desperfecto de la construcción, tan pequeño que en un principio me pareció que no podríamos pasar por él. Pero un combatiente tras otro lo fue consiguiendo. Cuando me tocó a mí, me quedé atascada. No podía mover un hombro. Me invadió el pánico y grité:
—¡No quiero…! ¡No quiero…!
—¡Tranquila, no te pasará nada! —me chilló Amos, e intenté continuar. Por un momento pensé que se me rompería el hombro, pero después aparecí en la otra casa. No obstante, también allí había humo: también las SS le habían prendido fuego a ese edificio.
Avanzábamos más a tientas que viendo, aguantando la respiración para que el humo no nos abrasara los pulmones, y salimos por una brecha al desván de la casa de al lado, que aún no era pasto de las llamas. Pero ni siquiera allí estábamos a salvo, puesto que el fuego no tardaría en propagarse a ella.
Un tragaluz nos permitió alcanzar el tejado, desde donde llegamos gateando —no queríamos convertirnos en blanco para los soldados— a la casa vecina, y de ahí saltamos al tejado del edificio contiguo.
—Seguro que por aquí hay un búnker —afirmó Avi.
En el ŻOB habíamos descuidado la construcción de búnkeres alternativos. Mientras los civiles habilitaban refugios por todo el gueto, nosotros nos centrábamos en los preparativos del levantamiento: procurarnos armas, liquidar colaboracionistas, adiestrarnos en la lucha… No nos planteamos en serio organizar otros escondites. ¿Por qué íbamos a hacerlo? Jamás contamos con sobrevivir más de un día. Por mucho que algunos nos dejásemos llevar por el entusiasmo al hablar de Masada, ni siquiera los más soñadores eran capaces de imaginar que pudiésemos resistir ni la mitad que nuestros antepasados contra los romanos.
Cuánto me habría gustado luchar contra los romanos. Desde la perspectiva actual, en comparación con los nazis ellos parecían hasta moderados en su persecución de los cristianos.
Ninguno de nosotros quería saber a ciencia cierta si Avi estaba seguro de que allí había un búnker o si tan sólo era una suposición. Entramos en tropel en la casa y salimos al patio en busca de una entrada oculta, y fue Esther la que encontró una puerta disimulada en el sótano. Sin llamar ni pedir permiso, la abrimos de sopetón y entramos en un refugio sofocante donde se habían cobijado unos veinte civiles, muchos de ellos niños. Exhaustos, nos sentamos en el suelo. Hasta ese momento había estado lidiando con el humo que tenía en los pulmones, pero ahora empecé a toser, me atraganté y acabé vomitando. Pero me daba lo mismo: por el momento estábamos a salvo. No había muerto quemada.
—¡Largaos! —chilló con histerismo una mujer que tenía en brazos a un niño escuálido que apenas era más que un esqueleto andrajoso.
—¡Fuera de aquí! Nos ponéis en peligro a todos —espetó otra, de más edad, con las mejillas hundidas; otro muerto viviente.
Antes de que alguno de nosotros pudiera decir nada, nos llovieron gritos por todas partes: «¡No os queremos aquí!», «¡Moriremos todos por vuestra culpa!», «Si los alemanes os encuentran aquí, también nos matarán a nosotros».
Aquello era increíble: luchábamos por el gueto y esa gente temía tanto por su vida que nos odiaba por ello.
De un rincón donde se apretujaban varios niños un joven se adelantó y exclamó con determinación:
—¡Los combatientes se quedan!
Ese hombre era Daniel.