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Al principio estábamos todos demasiado alterados para conciliar el sueño en nuestros puestos de combate en los pisos. Cada cual contaba sus hazañas o las de otros: «¿Viste cómo Sarah le lanzó la granada al oficial?», «Todos los trabajadores de la fábrica de cepillos se han escondido, no han respondido al requerimiento de ser reasentados», «Uno de los combatientes le disparó en una mano al dueño de la fábrica de cepillos».

No obstante, poco a poco la agitación fue cesando y la gente se quedó pensativa.

«¿Cuánto resistiremos?», «¿Qué harán mañana los alemanes?», «Ojalá me mate una bala y no muera quemado».

Amos y yo estábamos acostados juntos. Cogidos de la mano. No hablábamos, tan sólo nos mirábamos a la luz de la luna. Dando gracias por el tiempo que nos había sido regalado. No, regalado no. Nos lo habíamos ganado a pulso, luchando.

Amos sonrió.

—Ahora ya puedo morir en paz.

No supe qué responderle. En ese instante me sentía feliz y por fin libre, pero no quería morir.

Aunque estaba tan inquieta que pensé que ya no podría volver a dormir nunca más, al final me pudo el cansancio. Dormí profundamente, sin sueños, lo cual fue toda una suerte.

Cuando desperté, casi ya de día, Amos dormitaba a mi lado, tan apaciblemente como no lo había visto nunca. El dolor que aquejaba su alma parecía haberse calmado; sus amigos habían sido vengados.

Vino Mordejai y despertó a Amos, que abrió los ojos y no tardó ni un segundo en despabilarse y ponerse en pie. Mientras me levantaba, Mordejai pidió a Esther y a Ben el Pelirrojo que se acercaran y explicó:

—Vosotros cuatro iréis con los nuestros al 33 de la calle Nalewki, a reforzar su grupo. Creemos que allí se librarán combates más violentos que aquí, en la calle Miła.

Cuando, poco después, nos vimos los cuatro en la calle, el aire era más frío que el día de nuestro gran triunfo, pero el cielo seguía luciendo luminoso y despejado. El sol brillaba en el gueto, y reprimí deprisa la pregunta de si ese sería el último día que vería salir el sol. Sólo quería quedarme mirando el precioso juego de colores. Ben el Pelirrojo se rio y dijo:

—De día son aún más bonitas.

Señaló el edificio de la plaza Muranowski, donde ondeaban las dos banderas.

Continuaba siendo increíble. En ese momento, el gueto ya no me parecía una cárcel, sino mi hogar.