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Cuando oscureció, recorrimos las calles y vimos los cadáveres de nuestros enemigos acribillados a balazos y en parte mutilados. Olía a humo y a carne carbonizada. No sólo allí, sino también en otras partes del gueto donde grupos armados habían combatido a las SS. Y olía a alcohol. ¡Los judíos estaban de celebración! Los combatientes, pero también muchos civiles, que salían de sus refugios al amparo de la noche.

Esther se subió encima del carro de combate achicharrado: era su trofeo. Mordejai y otros recogían las armas de los soldados muertos.

Y yo alimenté la esperanza de que el día siguiente no sería mi último día en la Tierra, de que podríamos aguantar uno, dos días más, incluso una semana, una lucha que nunca sería decisiva para nosotros desde el punto de vista militar, pero que moralmente ya habíamos ganado ese día.

Amos vino a mi lado y dijo con voz entrecortada:

—Mira…

—¿Qué pasa? —pregunté desconcertada.

—Ven —dijo, haciendo un esfuerzo para no llorar.

Señaló un tejado de la plaza Muranowski, y comprendí que Amos no estaba triste, sino profundamente conmovido. Allí arriba se habían izado dos banderas: la rojiblanca polaca y la blanquiazul de la Resistencia.

Se me saltaron las lágrimas. No pude evitar acordarme de la bandera que enarbolaban los niños de Korczak cuando se dirigían a los vagones de ganado.

Sin embargo, las lágrimas por los niños muertos se entremezclaron con otras de alegría. Alemanes, polacos, ucranianos, letones, todos nuestros enemigos y también nuestros escasos amigos al otro lado del muro veían esas banderas.

Nunca me había sentido tan orgullosa como en ese momento en el que esas banderas ondeaban con la suave brisa primaveral y cientos de judíos se regocijaban. Siempre había pensado que la historia de Masada hablaba de que los judíos habían sufrido una muerte digna.

Me equivocaba: hablaba de vivir en libertad. Habíamos echado a los soldados; el gueto era nuestro. Quizá sólo por una noche. Pero éramos libres. ¡Y lo seríamos durante el resto de nuestra vida!