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Al cabo de media hora los soldados que aún podían caminar salieron del gueto, dejando atrás a sus compañeros muertos y el carro de combate incendiado. Daba lo mismo que hubiesen recibido la orden de hacerlo o que hubieran emprendido la fuga aterrorizados. Los soldados huían de nosotros, los judíos. Increíble. ¡Huían de nosotros, los judíos!

Y ocurrió algo aún más increíble: después del caos inicial y de que todos los grupos que se hallaban en el cruce informaran de las bajas sufridas en nuestro bando, constatamos que no había ni una sola. Todos los combatientes habían sobrevivido.

Casi no podíamos creernos la victoria, la suerte de haber sobrevivido. Todo el mundo se abrazó, se felicitó, rio, lloró, dio gritos de júbilo. Algunos combatientes incluso se pusieron a bailar espontáneamente un vals al compás de una música alegre que no tocaba nadie, que únicamente ellos tarareaban.

Cómo me habría gustado bailar también el vals, si hubiese sabido hacerlo.

Mordejai me estrechó contra su pecho, al igual que camaradas a los que apenas conocía, pues se habían unido a nosotros cuando me encontraba con Amos en la zona polaca de la ciudad. Hasta Esther me abrazó.

—¿Has visto cómo ardía el carro? —preguntó radiante.

En vista del triunfo, todo lo sucedido hasta ese momento carecía de importancia.

El rostro más resplandeciente de todos era el de Ben el Pelirrojo. Con el fusil en la mano vino conmigo a la ventana destrozada y sonrió:

—Ocho.

Los había estado contando.

—He dado a ocho.

Lo dijo sin tartamudear. Seguramente siempre se había sentido culpable por el hecho de que su padre colaborara con los alemanes, y ahora que la deuda quedaba saldada, se sentía liberado.

—Por Hannah —añadió con gravedad, y de pronto pareció un hombre hecho y derecho.

Yo no estaba segura de si también debía decir «por Hannah». Aunque había entrado en la Resistencia para que su muerte tuviera sentido, mi hermana quedaría sepultada en el olvido eternamente si Ben y yo moríamos. Y estaba claro que caeríamos, mañana o pasado mañana, aun cuando ese día celebráramos nuestro triunfo. No, lo que hacíamos no lo hacíamos por Hannah. Amos tenía razón: lo hacíamos por las generaciones futuras. Seguiríamos vivos en su memoria.

Le acaricié la mejilla a Ben el Pelirrojo. Aunque pareciera un hombre y temporalmente —o incluso hasta su temprana muerte— no tartamudeara, yo veía en él al muchacho al que mi hermana besaba.

Amos se acercó a mí y se rio:

—¡Estamos vivos!

—Estamos vivos —repetí, confirmando el milagro.

Y nos besamos como si no hubiéramos luchado por las generaciones futuras sino única y exclusivamente por ese beso.