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Mordejai parecía sereno cuando nos reunimos en el número 29 de la calle Miła, y eso que por dentro seguro que estaba igual de tenso que todos nosotros. Al fin y al cabo, dentro de escasos minutos los alemanes entrarían en el gueto. Para su operación final las SS habían escogido conscientemente el comienzo de la festividad judía de Pésaj.

—El momento que estábamos esperando ha llegado —nos dijo Mordejai—. Cansaremos al enemigo, lo atacaremos constantemente, tras las puertas, tras las ventanas, desde las ruinas, día y noche.

A mi lado se encontraba Amos, con los ojos brillantes, y también Esther parecía firmemente decidida. Había reaccionado con frialdad al hecho de que Amos y yo fuésemos pareja. En el mundo había cosas mucho más importantes que el amor. Para ella. Para Amos. Y probablemente también para mí.

—Los alemanes tendrán que luchar sin parar durante meses —continuó Mordejai—. Si obtenemos las armas, la munición y los explosivos que necesitamos, el enemigo pagará con un mar de sangre.

No obtendríamos esas armas, eso era algo que yo tenía claro desde nuestra misión en el lado polaco, y Mordejai también lo sabía. Pero ¿qué otra cosa podía decir para infundirnos ánimos antes de la lucha? ¿La verdad? ¿Que dentro de pocas horas habríamos muerto todos?

Éramos unos mil cuatrocientos combatientes inexpertos, distribuidos por todo el gueto, que se enfrentarían a los alemanes y sus carros de combate, y ni siquiera teníamos una pistola por persona, tan sólo unos cientos de granadas de mano y cócteles molotov. Sí, habría un mar de sangre, pero la que correría no sería la sangre de soldados alemanes, sino la nuestra.

Habría sido más fácil ir directos a la muerte si no hubiera empezado la primavera. Esa mañana del 19 de abril de 1943, el sol brillaba también sobre el gueto y, de ese modo, hacía que nos resultara más difícil no sólo vivir, sino también morir.

Tras la arenga de Mordejai, los combatientes de nuestro grupo tomaron sus posiciones en ventanas, en balcones, en el tejado. Otros grupos se habían atrincherado en seis casas vecinas, de manera que aproximadamente un centenar de combatientes podía cubrir el cruce con la calle Zamenhof desde todos los ángulos posibles. Por esa esquina tendrían que pasar los alemanes nada más cruzar la puerta del gueto.

Como casi todos, yo iba armada con una pistola y una granada de mano. Ben el Pelirrojo era el único que tenía un fusil. Hacía dos semanas, por la noche, junto con un compañero, había caído sobre un soldado cerca del muro y se lo había quitado. Desde entonces lo guardaba como si fuera un tesoro.

Me coloqué junto a Amos en una ventana del cuarto piso. En un principio dudaba de si no sería mejor buscarme otro sitio. ¿De verdad quería luchar y morir con la persona a la que quería? ¿No sería preferible no ver cómo le alcanzaban las balas?

A Amos no lo asaltaban esas preocupaciones, estaba totalmente centrado en la inminente hora de la venganza. Aunque hubiera querido despedirme de él antes de que llegaran los alemanes, no me habría hecho caso. Así que al menos quería despedirme de mi hermanita.

—Pronto llegaremos a la Isla de los Espejos —observó alegremente Hannah en la cubierta del Conejo, que ahora surcaba unas aguas muy revueltas.

Últimamente tampoco había tenido pesadillas con el Señor de los espejos, posiblemente porque ya no debía remorderme la conciencia por haber sobrevivido, pues ese día llegaría mi final.

—Y después expulsaremos a ese malvado del mundo —añadió Hannah con nerviosismo, mientras me enseñaba los tres espejos mágicos, que relucían como diamantes.

—Pero no sin antes darle una buena patada en el trasero —se jactó el capitán Zanahoria.

Sonreí. Por lo menos uno de los dos mundos sería liberado.

—¡Ya vienen! —oí gritar a Esther—. ¡Vienen los alemanes!

Su grito llegó hasta el mundo de las 777 islas.

Quería decirle muchas más cosas a mi hermana, pero ya no había tiempo, así que la abracé y susurré:

—Te quiero.

Ella protestó:

—Me estás aplastando.

Sin embargo, le dije una vez más:

—Te quiero.

Con eso estaba todo dicho. Reuní toda mi fuerza de voluntad y la abandoné. Para siempre.