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Esa noche no nos acostamos, ni las siguientes tampoco. En cierto modo, un modo mágico, teníamos la sensación de que nuestro amor estaba protegido por el cielo y disponía de todo el tiempo del mundo, aunque todo hablaba en contra de ello. Yo nunca había sido tan feliz como esos días en los que fuimos el enlace con los polacos a través de Iwański. Incluso mis pesadillas me dieron un respiro —¿o acaso habían desaparecido para siempre?—, y me atreví incluso a viajar de nuevo a las 777 islas.

El Conejo navegaba bajo el sol, las olas mecían con suavidad el barco pirata, y a bordo se celebraba una fiesta con música y baile: en ese mundo a la gente le encantaban las fiestas. Cierto, los marineros cantaban tan mal que los delfines que pasaban por allí escapaban. Pero se divertían.

Estaba bailando con Hannah al son del acordeón del hombre lobo cuando mi hermana me preguntó:

—¿Dónde has estado todo este tiempo?

—He estado… en casa —repuse, eludiendo la pregunta.

—¿Cómo van las cosas en el gueto? —inquirió Hannah con nerviosismo—. ¿Ha habido algún cambio?

¿Qué le respondía? ¿Que mi madre había muerto? ¿Que ella había muerto?

Tenía derecho a saber todo eso, pero sencillamente no fui capaz de contarle la verdad, razón por la cual repliqué:

—Es complicado. Te lo contaré en otro momento, pero no ahora.

—¿Cuándo? —preguntó, suspicaz.

—Cuando hayamos vencido al Señor de los espejos —fue la excusa que le di.

—Para eso ya no falta mucho —aseguró, satisfecha, Hannah—. Le hemos birlado el tercer espejo mágico al Hombre de arena y vamos rumbo a la Isla de los Espejos.

Tragué saliva, pero evité pensar en el monstruo y en lo culpable que me sentía por no haber muerto con ella, y decidí seguir bailando con mi hermana por la cubierta. Lo disfruté sobremanera. La vida era tan apacible. En las 777 islas y en nuestro pisito.

Hasta que nos enteramos de que los alemanes destinaban más unidades a Varsovia.