49

Amos y yo volvimos a nuestro piso al atardecer. Cuando cerramos la puerta, me tomó la mano y dijo en señal de reconocimiento:

—Has conseguido más que yo.

Yo me sentía cohibida, por el halago y porque Amos volvía a cogerme la mano. Y no en una situación en la que fingiésemos ser un matrimonio polaco enamorado y pudiésemos escudarnos en el hecho de que ese gesto formaba parte de una gran representación que llevábamos a cabo a modo de tapadera, sino en un momento en que éramos sólo nosotros mismos. Mira y Amos.

—Eres una mujer valiente —dijo con franqueza.

Eso me hizo sentir más cohibida aún.

—No…, no sé si esto le haría gracia a Esther —comenté, mirando nuestras manos.

—No, probablemente no —aseguró él con total seriedad, sin su habitual sonrisa pícara.

Y me soltó. Y yo me enfadé conmigo misma por haber mencionado a Esther.

Mientras preparábamos algo de cena comentamos lo sucedido: la reunión con los polacos; no la visita al cine, que había sido una excursión mágica, fugaz, a otro mundo, un mundo normal que probablemente no volviésemos a pisar. Después de cenar fregamos los platos y nos preparamos para irnos a la cama.

—Si quieres, esta noche dormiré en el suelo —se ofreció Amos cuando entró en el dormitorio y vio que yo ya me había metido debajo del edredón.

—No importa —le contesté, procurando darle a entender con mi tono de voz que el hecho de que nos hubiésemos cogido de la mano no cambiaba nada entre nosotros, así que podíamos compartir la cama como el día anterior.

Amos no sabía qué hacer, pero al final se decidió, se quitó la ropa hasta quedarse en camisa y calzoncillos, apagó la luz y se acostó en su lado de la cama.

Durante un rato permanecimos tumbados en silencio, sin mirarnos, y yo dirigí la vista hacia la ventana. En el sombrío invierno, la mayor parte del tiempo las nubes cubrían la luna en el gueto. Sin embargo, ese día el astro brillaba en todo su esplendor, rodeado de estrellas resplandecientes. Al parecer también los nocturnos cuerpos celestes preferían iluminar al resto del mundo antes que a los judíos.

Me volví hacia Amos, que todavía no se había dormido, y le pregunté:

—¿Por qué no te quitas la camisa para dormir?

Se quedó atónito. Contaba con esa pregunta tan poco como yo, que ni me había parado a pensar antes de abrir la boca.

—No… No tienes por qué contestarme —me apresuré a añadir.

—No importa, no importa. Al fin y al cabo estamos casados. —Atormentado, intentó sonreír, pero la sonrisa se tornó una mueca de dolor.

Amos se incorporó y se quitó la camisa. Menos mal que la luz no estaba encendida, porque lo que vi a la luz de la luna ya era bastante terrible: tenía la espalda llena de cicatrices. Tenían que haberle desgarrado toda la carne.

—¿Los alemanes? —pregunté al tiempo que también yo me incorporaba.

—Los alemanes —me confirmó, y volvió a ponerse la camisa.

No sabía si seguir preguntando, pero no hizo falta, porque Amos empezó a contar:

—Me detuvieron hace dos años, por el contrabando, y querían saber quiénes eran mis cómplices.

A la tenue luz de la luna creí ver que a Amos se le saltaban las lágrimas.

—Traicioné… Traicioné a mis amigos —balbució, y ahora vi con claridad que las lágrimas le corrían por las mejillas.

No eran sólo compañeros, eran amigos. ¿Cómo proporcionar consuelo en un caso así?

—Les pegaron un tiro, a los cuatro.

Intentó respirar hondo, pero la culpa le quitaba el aire. Se limpió las lágrimas con la manga de la camisa, y después trató de leer en mi cara si ahora yo lo despreciaba tanto como se despreciaba él. Muy por detrás de su fachada juguetona, ahora me daba cuenta, acechaba un odio inmenso hacia sí mismo.

Y eso que viendo las cicatrices que tenía en la espalda nadie en su sano juicio podría juzgarlo. ¿Quién tenía tanta fuerza de voluntad para soportar esos latigazos? Probablemente Mordejai Anielewicz. Quizá algún que otro combatiente especialmente valeroso, pero en general nadie podría resistir semejante tortura. Yo, desde luego, no, que me eché a llorar cuando aquel cerdo gordo me dio una bofetada en la garita.

—No… no se lo había contado a nadie —confesó Amos en voz muy baja, sorprendido consigo mismo.

—¿Ni siquiera a Esther? —pregunté extrañada.

—Ni siquiera a Esther.

Tenía demasiado miedo de que lo despreciara por ello.

—Entonces, ¿por qué…? ¿Por qué a mí? —quise saber.

—Bueno —respondió, y esta vez consiguió que su sonrisa atormentada se pareciera un poco a una sonrisa de verdad—, quizá porque eres mi mujer…

A modo de confirmación le enseñé la mano con la alianza, y él supo que no lo juzgaba.

Sin embargo, Amos no quería hablar más. Ya había contado más cosas que nunca, y para él había supuesto un esfuerzo mental sobrehumano. Volvió a meterse debajo del edredón y yo lo imité.

Tras pasar un rato en silencio, probé con cautela:

—¿Amos?

—¿Sí?

—Son los alemanes los que tienen en su conciencia a tus amigos, tú no eres culpable de nada.

—Estaría bien que fuese así —replicó en voz queda—. Muy muy bien.

No me creía. Le cogí la mano, y él se dejó hacer. Permanecimos así, haciendo manitas como un viejo matrimonio. O como dos niños pequeños. Dos almas heridas que se prestaban apoyo. Y de esa forma nos quedamos dormidos.

Esa noche no tuve pesadillas. No me visitó el Señor de los espejos.