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Nos pusimos la ropa buena que «tío querido» nos había dejado colgada en el armario y salimos de esa guisa a pleno día por las calles de Varsovia, yo con mi elegante falda y Amos con traje y sombrero. Cuando llegamos al cine Schauburg, hicimos cola en la taquilla junto con algunos polacos y muchos soldados alemanes que sacaban a pasear a sus novias polacas y a los que jamás se les habría ocurrido que entre ellos pudiese haber dos judíos. En consecuencia, ni nos miraron, salvo algún que otro soldado que echó un vistazo a mi trasero para comprobar si no podría ser una amante más atractiva que la que llevaba del brazo. Pero, naturalmente, para esos soldados yo estaba demasiado flaca.

Sólo Amos me trataba como si fuese una reina. Desde luego no porque estuviera enamorado, aunque siempre exageraba cuando hablaba de mí como su querida esposa, sino porque quería animarme. Y porque no era la clase de persona que se queda en una casa de brazos cruzados o esperando a «tío querido» sin volverse loca.

Bien mirado, Amos estaba loco desde hacía tiempo: llevarme al cine era claramente una locura por su parte. Y algo maravilloso para mí.

Nos sentamos en un extremo, por si teníamos que salir corriendo —aunque uno estuviera loco, no podía excluir por completo el peligro—, y cuando la luz se apagó mi corazón empezó a latir más deprisa. En la pantalla no veríamos ninguna de mis queridas películas de Hollywood, pues también les estaban prohibidas a alemanes y polacos, pero pusieron una película divertida titulada: Quax, el piloto rompetechos, con Heinz Rühmann. Como es natural, estaba en alemán, no obstante, medio entendí de qué iba.

En la película cantaban, y el héroe era muy distinto de la imagen con la que a los alemanes les gustaba identificarse. Al principio era un mentirosillo cobarde, encantador. Sin duda, si se pensaba más en la película, uno se daba cuenta de que con la historia se pretendía que los espectadores se entusiasmaran con la aviación militar. Pero yo no quería pensar. Quería reírme. Y Amos también. A toda costa.

Hacia la mitad de la película me agarró la mano y ya no me la soltó. A partir de ese momento dejó de importarme lo que pasaba en la pantalla, y me dio absolutamente lo mismo lo que pudiera decir Esther o lo que pudiera significar para Daniel, que de todas formas ya no estaba vivo. Con las manos cogidas en ese cine supe la clase de persona que prefería ser: alguien completamente normal con una vida completamente normal.

Después de la sesión volvimos al piso, aún cogidos de la mano. Amos bromeó:

—Forma parte de nuestro papel de matrimonio.

Me pareció —¿o serían sólo imaginaciones mías?— que en ese instante él ansiaba una vida normal igual que yo.

Disfruté tanto del paseo que dejé que fuese mi marido el que mirara con el rabillo del ojo para ver si nos amenazaba algún peligro, ya fueran alemanes o szmalcowniks. Íbamos así, cogidos de la mano, hasta que nuestro «tío querido» salió alegremente a nuestro encuentro y exclamó:

—Hombre, aquí estáis.

Evidentemente, su alegría era fingida, ya que habíamos pasado por alto su indicación expresa de no movernos del piso.

—Precisamente iba a buscaros para llevaros a ver a Olga. Ha preparado un montón de comida, ya sabéis cómo es —contó riendo, y le olimos el aliento a alcohol.

—Esta Olga nunca cambiará —se sumó a las risas Amos.

«Tío querido» nos guio hasta un coche, subimos y nos sentamos detrás. Arrancó y salimos disparados. La brusquedad con la que lo hizo reveló lo furioso que estaba con nosotros.

Que se enfadara lo que quisiera, había merecido la pena. Ya nadie podría quitarme ese recuerdo.

—¿Adónde vamos? —quiso saber Amos.

—A nuestra cita —respondió con brusquedad «tío querido».

—Al final ha sido más rápido de lo que esperábamos —comenté, sorprendida.

—Vuestra carta apestosa los ha alarmado.

Esa era una buena señal, o al menos eso esperaba yo.

—¿Dónde se celebrará el encuentro? —inquirió Amos.

—Eso es secreto. Cuando salgamos de la ciudad os vendaré los ojos.

—No os fiais de nosotros —constató Amos, y se le notó claramente lo mucho que lo hería en su amor propio.

—Naturalmente que no —soltó el hombre—. Judíos de mierda, os da por salir a pasear por la ciudad, donde os pueden pillar en cualquier momento, y os importa un pito que de ese modo me pongáis en peligro a mí también.

—¿A quiénes llamas judíos de mierda, borracho? —espetó Amos.

—A ti te llamo judío de mierda, judío de mierda —contestó «tío querido».

Amos fue a agarrarlo. Le daba absolutamente lo mismo que «tío querido» pudiera causar un accidente. A mí no tanto. Lo eché para atrás cogiéndolo por los hombros y dije en voz baja:

—No.

Amos me miró un instante, enfadado, luego se calmó un poco y se retrepó en el asiento.

—La chica es más lista que tú —se burló «tío querido»—. Aunque no es difícil.

Fui a cogerle la mano a Amos para demostrarle que estábamos juntos en aquello, no sólo como matrimonio de pega sino también como verdaderos camaradas, pero nada más tocarlo él apartó la mano, se la metió en el bolsillo del pantalón y se puso a mirar por la ventanilla.

Cuando salimos de la ciudad, «tío querido» nos tiró unas vendas al asiento trasero y nos ordenó:

—Ponéoslas.

—Con mucho, con muchísimo gusto —replicó con amargura Amos—, así no tendremos que verte.

Al cabo de una media hora el coche se detuvo y «tío querido» se rio:

—Hágase la luz.

Al quitarnos la venda, vimos que nos encontrábamos en el bosque. Nos bajamos del coche y mis pulmones se inundaron de aire fresco. Hacía años que no estaba en un bosque: el olor a flores, árboles y musgo me subyugó.

Pero me contuve. No estaba allí para disfrutar de la naturaleza como una polaca que iba de excursión con su marido. Ese no era el momento para abandonarse a la ilusión de una vida normal. Ahora lo importante era la causa, nuestra causa.

Nos dirigimos a una cabaña de caza que daba impresión de estar deshabitada, directamente ruinosa. Dos polacos de mediana edad nos esperaban en la puerta: uno tenía un bigote gris; el otro, una frente ancha y la cara pulcramente afeitada.

—Los judíos envían a niños —comentó con desdén el del bigote.

Y el otro respondió:

—El valor no es cuestión de edad.

Ambos hombres llevaban sendas cazadoras de cuero oscuras, y el más amable de los dos informó:

—Soy el capitán Iwański, del Ejército Nacional, y él es mi superior, el coronel Rowecki. —A continuación se volvió hacia «tío querido» y le dijo—: Puedes esperar fuera a nuestros invitados.

«Tío querido» asintió obedientemente y se retiró. Sin duda se alegraba de poder remojar el gaznate a la sombra de los árboles.

—Pasad, por favor —nos pidió el amable capitán.

Entramos tras él en la cabaña y nos sentamos a la mesa. El capitán sirvió unos vasos de aguardiente y dijo:

—Antes de hablar, brindemos.

Levantamos todos el vaso; el coronel bigotudo, sombrío, más bien de mala gana.

—¡Por una Polonia libre! —brindó el capitán.

—¡Por una Polonia libre! —repetimos nosotros, y entrechocamos los vasos y bebimos.

Como no estaba acostumbrada al aguardiente, me dio un escalofrío. Amos, en cambio, no hizo mueca alguna de asco, y los dos oficiales polacos se lo bebieron como si fuera agua.

—Vayamos al grano —apremió el coronel, al que según parecía el encuentro le importunaba, le desagradaba incluso—. Os daremos veinte pistolas.

—¿Veinte pistolas? —preguntó Amos sin dar crédito.

Se trataba de una cantidad tan ridícula que era como si el coronel hubiese dicho: os daremos veinte chupetes.

—Veinte pistolas —confirmó.

—Después ya veremos —añadió con cordialidad Iwański.

—No es suficiente —objetó Amos.

La mirada de Iwański decía: lo sé; pero su superior aclaró:

—Necesitamos las armas para nuestros compatriotas.

—Nosotros también somos polacos —argüí yo.

Iwański lo corroboró:

—Claro que lo sois.

A juzgar por su mirada, el coronel no opinaba igual. Ese oficial tenía los mismos enemigos que nosotros, y como nosotros arriesgaba su vida en la clandestinidad para combatir a los alemanes, y sin embargo no terminaba de vernos como verdaderos polacos.

En ese instante comprendí que no era polaca. Aun cuando quisiera serlo. Los polacos nunca considerarían a los judíos parte de su pueblo.

—Pues entonces ayudadnos —pidió encarecidamente Amos a Iwański.

Antes de que este pudiera responder, el coronel bigotudo argumentó:

—Ya os estamos dando más de lo que es sensato.

—¿Sensato? —Amos se enfureció.

—Necesitamos las armas para librar nuestra propia lucha.

—¡Vuestra lucha es también la nuestra! —protestó Amos.

—Todavía no ha llegado el momento de un levantamiento —razonó con frialdad el coronel—. Debemos esperar a que los rusos entren en Polonia. No podemos permitirnos que unos judíos cualquiera nos metan ahora en un levantamiento y Varsovia arda cuando no tenemos ninguna posibilidad de vencer a los alemanes.

—¿Unos judíos cualquiera? —Amos se levantó y se inclinó sobre la mesa.

El coronel, indiferente a la justificada ira de Amos, espetó con aspereza:

—Apoyaros equivale a suicidarnos.

Iwański, que se dio cuenta de que Amos estaba a punto de estallar, trató de apaciguar la situación:

—Esta no es sólo nuestra postura, sino también la de Londres, la del Gobierno polaco en el exilio.

—¡Los alemanes están matando a los judíos! —exclamó Amos.

—Lo sabemos —repuso Iwański.

Amos pugnaba por encontrar las palabras adecuadas, y como yo estaba segura de que no las encontraría, o al menos no daría con las apropiadas para que la tensión no fuera a más, metí baza:

—No podemos permitirnos el lujo de esperar.

Ambos oficiales me miraron asombrados: por lo visto les extrañó que supiera hablar.

—Nuestro pueblo se está muriendo —declaré con vehemencia. Por primera vez en mi vida llamaba a los judíos «nuestro pueblo», puesto que era evidente que no formábamos parte de los polacos—. Tenemos que luchar. ¡Ahora! O seremos aniquilados sin luchar siquiera.

A tenor de sus miradas, eso era algo que los dos oficiales tenían más que claro. Cohibido, Iwański se sirvió aguardiente; el coronel estaba furioso por que una chica judía le hablara así.

—Coged las veinte pistolas o no las cojáis, haced lo que os dé la gana.

—¡Si no nos ayudáis, vuestras manos estarán manchadas con nuestra sangre! —le espeté.

Iwański bebió.

El coronel contestó, cortante como una navaja:

—Creo, jovencita, que ha llegado el momento de que os vayáis.

Amos, colérico, dijo:

—Creo que es el momento de otra cosa…

Yo sabía que no serviría de nada que Amos llegara a las manos con el coronel, y tampoco tendría ningún sentido seguir hablando, así que me levanté, aparté a Amos de la mesa y afirmé:

—Me temo que está todo dicho.

Salimos de la cabaña y Amos, furioso, le dio un puñetazo a un árbol, al que le importó tan poco ese golpe como al mundo la suerte de los judíos. La Resistencia polaca no nos ayudaba, y los Aliados no bombardeaban las vías que llevaban a los campos de concentración.

Desalentada, me apoyé en otro árbol. Entonces vi que Iwański salía y venía hacia nosotros.

—Y ahora, ¿qué es lo que quiere? —le gritó Amos.

—Decirle que la joven tiene razón. Vuestra sangre manchará nuestras manos si no os ayudamos.

—Pues su coronel ha dejado bien claro que… —empezó Amos, pero Iwański lo interrumpió:

—Así y todo, unos camaradas y yo os ayudaremos.

De manera que los judíos no estábamos completamente solos.