Estuve en la bañera hasta que me quedé arrugada como una pasa y me quité toda la suciedad lo mejor que pude. Posiblemente el gordo de las SS me persiguiera en sueños, pero en el agua caliente de la bañera conseguí al cabo de un rato no pensar en él. Ni tampoco en el gueto ni en nuestra misión ni en ninguna otra cosa. Me olvidé de todo lo que me rodeaba. No hay nada mejor que no pensar en nada.
A cada poco dejaba salir algo de agua y añadía caliente. Me habría gustado no salir de allí nunca, hacer de la bañera mi nuevo hogar, pero entonces un olor estupendo se coló por debajo de la puerta del cuarto de baño. Olía a tocino frito. Y a algo más, ¿no serían…?
¡Sí, eran patatas salteadas con judías!
Olores de otros tiempos.
Aunque mi exhausto espíritu habría preferido seguir en la bañera, mi estómago no opinaba lo mismo, y farfulló que no había que tomarse tan en serio al espíritu. De manera que salí de mi nuevo hogar y le prometí a mi espíritu que volvería pronto. Me sequé la arrugada piel y me fastidió tener que ponerme otra vez la sucia y apestosa ropa, cuando por primera vez desde hacía mucho, mucho tiempo, yo olía bien. Las cosas por las que se podía enfadar uno en cuanto le iba un poquito mejor.
Salí del cuarto de baño vestida, pero descalza —los calcetines me recordaban demasiado lo sucedido en la garita—, fui a la cocina guiándome por el olor y una vez allí no di crédito a lo que veía: Amos había preparado todo un festín a base de tocino, judías, patatas salteadas, pan y huevos fritos. Por un momento temí que hubiera utilizado todas las provisiones que «tío querido» nos había dejado en el piso, pero Amos, que me leyó el pensamiento, me tranquilizó:
—No tengas miedo, pasita, aún quedan muchas cosas.
Sonreí, me senté a la mesa y observé:
—Eres un buen marido.
—Y este es sólo el principio de nuestro matrimonio —respondió riendo.
Comí no sólo hasta que dejé de tener hambre, comí hasta que me dolió el estómago. Y luego un poco más.
Amos eructó. Yo eructé con más fuerza.
Él se negó a aceptarlo y eructó como un león, pero yo era una maestra en el arte del eructo.
Cuando terminamos de eructar, Amos afirmó risueño, pero también con cierta melancolía:
—A veces la vida también es bella.
Algo que yo prácticamente había olvidado.
—En realidad no debería serlo sólo a veces —contesté, y miré por la ventana el sol de mediodía, al que a todas luces le gustaba brillar sobre la zona polaca de la ciudad.
—Vamos a fregar, anda —propuso Amos, absolutamente decidido a no admitir pensamientos tristes.
Asentí, fui al fregadero, lo llené de agua y pregunté:
—¿Qué hacemos hasta que veamos a los polacos?
—Bueno, yo tengo claro cómo podría pasar el tiempo un matrimonio —repuso con una sonrisa pícara. ¿Es que quería…?
De ser así, ¡engañaría a su Esther conmigo!
Bueno, al fin y al cabo no la amaba. Pero si yo accedía a ello, cosa que por supuesto no pensaba hacer, él le haría daño a Esther. Y yo también, claro. No es que me cayera especialmente bien, pero una cosa no quitaba la otra.
Además, en cierto modo engañaría a Daniel, y yo todavía era virgen, y desde luego no quería que mi primera vez fuera con alguien como Amos…
—¿A qué viene esa cara de espanto? —me preguntó con absoluta inocencia, interrumpiendo mis pensamientos.
—¿En qué… en qué estabas pensando? —inquirí, y tenía tanto miedo a la respuesta que acto seguido me arrepentí de no haber mantenido la boca cerrada.
—Jugaremos al rummy.
—¿Qué?
—Es un juego de cartas.
—Ya… Ya lo sé.
—Entonces, ¿para qué preguntas?
—¿Cómo es que… cómo es que se te ha ocurrido lo del rummy? —quise saber, aliviada de que no tuviera otra cosa en mente.
Por la puerta abierta de la cocina, Amos señaló el pasillo, donde, en un taquillón, junto a un jarrón con flores medio secas, había una baraja. Al verla no pude evitar lanzar una carcajada.
Jugamos a las cartas hasta bien entrada la noche. Me enfadaba cada vez que Amos hacía trampas y me alegraba cuando no se daba cuenta de que, al barajar, la tramposa era yo. Fue la tarde más relajada desde hacía mucho tiempo. Para entonces casi tenía la sensación de que llevaba una vida completamente normal: con una casa para mí sola, buena comida, cartas e incluso un marido.
Después de que le ganara por séptima vez, Amos se estiró y dijo que iba a darse un baño para quitarse el olor a tocino.
—Puede que así huela tan bien como tú, Mira —comentó con tanta galantería que tuve que sonreír de nuevo.
Se metió en el cuarto de baño y yo me aproveché descaradamente de la situación. En el piso sólo había una cama. ¡Una cama de verdad! Y quería esa cama para mí.
Fui al pequeño dormitorio, que con la cama y el armario de madera de roble prácticamente estaba abarrotado, pasé los dedos por el edredón de plumas, me quité toda la ropa salvo la interior y deseé que en el armario hubiese un camisón o, mejor aún, un pijama: en las películas de Hollywood las heroínas siempre se ponían un pijama enorme que era del hombre del que estaban enamoradas en secreto y les quedaba estupendamente.
Pero por desgracia en el armario sólo había un traje para Amos y una blusa y una falda larga para mí, dejados por «tío querido» para que pudiésemos pasearnos por Varsovia un poco mejor vestidos cuando llegara el momento de reunirnos con los combatientes de la Resistencia polaca y negociar lo de las armas con ellos. Nuestro enlace no había pensado en camisones o pijamas.
Así que me metí en la cama en ropa interior y me tapé bien. Estar en una cama hacía que la ilusión de llevar una vida normal fuese, por un instante dichoso, perfecta.
Sin embargo, ese instante no duró mucho, ya que Amos entró, tan sólo en calzoncillos y camisa, y preguntó con guasa:
—Entonces dormimos los dos en la cama, ¿no?
—¿Por qué lo dices?
—Porque tú ya estás metida en ella.
—Tú duermes en el suelo —le informé.
—¿Por qué? —preguntó.
—Porque eres un caballero —repuse.
—De caballero nada, soy tu marido.
—Que jamás permitiría que su esposa durmiera en el suelo —razoné risueña.
—Que se mete en la cama con ella —corrigió, risueño a su vez. Se acercó, y antes de que pudiera decirle: «ni se te ocurra», se metió en la cama. En camisa y calzoncillos.
Me asustó que ahora estuviésemos juntos debajo de un edredón, pero también me sorprendió un poco que Amos se dejara esa camisa que olía a fritanga. ¿Por qué no se la quitaba y se quedaba únicamente en calzoncillos? ¿Por decencia? ¿Decente, él?
Me desplacé hacia un lado para que entre nosotros hubiera el mayor espacio posible, pero estaba con él debajo de un edredón. Medio desnuda. Y, dejando aparte la camisa grasienta, olía muy bien. A jabón. Y a Amos. De eso no me había dado cuenta hasta ese momento: sabía cómo olía.
¿Cómo sería tocarlo? ¿Tan bueno como el beso? De pronto, después de casi un año, volvía a tener muy presente nuestro beso en el mercado. ¿Lo recordaría también él? En ese instante oí los ronquidos.
Yo, sin embargo, no podía pegar ojo. En primer lugar porque estaba enfadada conmigo misma —¿por qué pensaba en cómo olía Amos?—, en segundo lugar, porque volvían a asaltarme los malos recuerdos de por la mañana. Por mucho que me esforzase en ahuyentarlos. Para distraerme, incluso intenté concentrarme en el olor de Amos, pero no lo conseguí.
Tuve miedo de quedarme dormida y soñar con el cerdo gordo. Mientras permaneciera despierta podía tranquilizarme con la certeza de que al final no me había pasado nada, pero dormida seguro que el soldado volvía a visitarme, y entonces estaría indefensa. No quería quedarme a solas con mi miedo, pero tampoco quería despertar a Amos, mostrar debilidad ante él. Combatientes de verdad como él o Esther no temían al enemigo. Y si Amos me abrazaba para consolarme, seguro que me echaría a llorar. Por el cerdo gordo. Por las pesadillas, que me atormentaban desde hacía semanas. Y por Hannah. Y una vez que empezase a llorar estaría perdida para siempre, lo presentía. No volvería a ser como antes, ya no encontraría las fuerzas necesarias para cumplir mi cometido para la Resistencia.
Hice cuanto pude para no quedarme dormida, pero fue en vano. No soñé con el gordo de las SS. Quizá hubiera sido mejor que me hubiese visitado él, porque quien apareció fue el Señor de los espejos.
Antes siempre me imaginaba a ese malvado como a un hombre gracioso que era de espejos igual que el espantapájaros de El mago de Oz era de paja. Pero en mi sueño se trataba de un monstruo enorme, deforme, jorobado, hecho de miles de espejos deformantes de cantos afilados.
En cada uno de esos espejos veía algo horrible: que mi hermano me pegaba, que una muñeca me violaba, que me gaseaban, que ardía en los hornos aún viva y… y… además el Señor de los espejos gritó:
—¡Pagarás! ¡Pagarás!
—¿Por qué? ¿Por qué? —chillé desesperada mientras el monstruo se hacía gigante y no paraban de surgir espejos. En ellos veía que los alambres de espino del muro cobraban vida y me estrangulaban, que mi propio padre me tiraba por la ventana y que Ruth tosía montones de ceniza bajo los que yo era enterrada en vida.
—¡Sabes muy bien por qué has de pagar! —exclamó el Señor de los espejos.
En sus ojos se reflejaron los ojos de Hannah, de mi padre, de mi madre, de Ruth, de Daniel y del soldado alemán. Los ojos comenzaron a sangrar, y esos ojos —no fueron las bocas, no, fueron los ojos sangrantes— vociferaron:
—¡Tú estás viva y nosotros no!
Me desperté gritando. A mi lado, Amos se incorporó y me preguntó asustado:
—¿Qué pasa, Mira, qué pasa?
Y no pude evitarlo, rompí a llorar, aunque ello significara que me desintegraría en esas lágrimas y me perdería para siempre. Ahora sabía por qué tenía que pagar: por seguir viviendo.
Pero antes de que llegara a pronunciar la frase «debería haber muerto con ellos», Amos dijo algo tan sorprendente que dejé de llorar de sopetón:
—¿Sabes qué, Mira? Mañana vamos al cine.