Esther lo había preparado todo minuciosamente, lo que de todas formas no significaba que no fuera peligroso salir del gueto. Amos y yo debíamos abandonarlo con una brigada de judíos que trabajaban en la zona polaca de Varsovia, en el aeropuerto de Okęcie, donde por regla general también vivían, en barracones adyacentes. Sin embargo, cada dos semanas les estaba permitido volver un día al gueto, ocasión que aprovechaban para pasar de contrabando comida y sacar objetos de valor. Uno de los capataces de esa brigada, Henryk Tuchner, un hombre joven, con profundas ojeras, extenuado debido al duro trabajo que realizaba en el aeropuerto, pertenecía al ŻOB. Había consignado nuestro nombre en la lista de trabajadores que podían pasar a la zona polaca, y a primera hora de la mañana nos proporcionó nuestros respectivos certificados de trabajo falsos. Cuando íbamos con él por las calles desiertas, nos topamos con un gato medio muerto de hambre. Un gato negro.
—Da buena suerte —dijo Amos, mirándome con una sonrisilla.
—Idiota —le solté.
—Lo sé. —Su sonrisa se ensanchó más.
Continuamos andando en silencio hasta sumarnos a unos treinta hombres que nos esperaban en una esquina y que no se sintieron precisamente entusiasmados al vernos, ya que nuestra presencia era muy peligrosa para ellos. Los soldados alemanes hacían la vista gorda con sus trapicheos de poca monta si recibían una parte, pero a unos combatientes del gueto les pegarían un tiro en el acto. Y si volaban balas, era muy posible que algún trabajador inocente recibiera alguna.
Sin embargo, esos hombres no se atreverían a delatarnos, le tenían demasiado miedo al ŻOB. Me preocupaba mucho más ser descubierta en caso de que se efectuara un cacheo, pues Mordejai me había dado un despacho importante, un informe para la Resistencia polaca en el que se detallaban las armas y la ayuda que solicitaban los dirigentes del ŻOB a nuestros compañeros polacos. Llevaba el informe en el calcetín, bajo el pie. Cuando me lo metí ahí por la mañana, Amos no pudo evitar esbozar una sonrisa burlona:
—Cuando lo lean nuestros camaradas polacos les olerá a queso.
Fue un comentario tan tonto que ni siquiera lo llamé idiota.
Dado que la brigada solía ir a la zona polaca de la ciudad y que nuestros papeles falsos causaron buena impresión, el peligro de ser descubiertos no era muy grande. No obstante, estaba nerviosa. ¿Quién no lo habría estado en una situación como esa?
Amos, a todas luces.
Que incluso tuvo una sonrisa amable para los trabajadores, ninguno de los cuales tenía muchas ganas de ir a nuestro lado hasta la puerta de Żelazna. Cuando llegamos, tuvimos que detenernos ante cuatro soldados de las SS. Un alemán gordo, cuya cara quizá consideraran bonachona las gentes de su país, iba leyendo en voz alta el nombre de los trabajadores de la lista en la que nos había apuntado el camarada Tuchner:
—Jurek Polesz, Shimon Rabin, Amos Rosenwinkel, Mira Weiss…
Levantábamos la mano al oír nuestro nombre, pero mientras que los demás cruzaron la puerta, el gordo me indicó que me acercara a él. Naturalmente no pregunté por qué. Habría sido estúpido dirigirse a un alemán sin que él lo pidiera. Estúpido y peligroso. En ese caso una bofetada habría sido lo mínimo que habría recibido, un golpe con la fusta lo más probable, tal vez hasta una bala.
El gordo señaló la garita y me ordenó:
—¡Entra!
Miré a Amos, que no pudo hacer nada salvo infundirme valor con una mirada. Eché a andar hacia la garita, a juicio del gordo no lo bastante deprisa, ya que me empujó. No tanto como para que perdiera el equilibrio, solamente para que me diera más prisa.
Aceleré el paso y entré en el austero cuarto, donde había una mesa, una silla y un armario, y en el que ese día de marzo con temperaturas que rozaban los cero grados no hacía mucho más calor que fuera. Apenas entramos, el gordo cerró la puerta, cogió la fusta y ordenó en alemán:
—Desnúdate.
De puro miedo no reaccioné inmediatamente y el hombre levantó la fusta, amenazó con golpearme con ella y repitió:
—Desnúdate.
Me quité el chaquetón.
Y los pantalones.
Me quedé en ropa interior y calcetines delante de él, con la esperanza de que no me pidiera que me quitara más cosas, puesto que tal y como estaba ya se veía que no llevaba nada para pasar de contrabando. No sólo era ya bastante humillante estar muerta de frío y medio desnuda delante de ese cerdo, no, lo principal era que no descubriese la carta para la Resistencia polaca que llevaba en el calcetín izquierdo.
De haber sido una buena combatiente, únicamente habría temido por esa carta, dado que era de suma importancia para nuestra causa. Si caía en manos de los alemanes, estos se enterarían de lo mal armados que estábamos, y probablemente perdiésemos el poco respeto que les habíamos impuesto. Pero a mí lo que me aterraba era ir a parar a una cárcel alemana, donde las SS me torturarían para sacarme más información. Ahora temblaba de frío y de miedo.
El soldado me miró desde todos los ángulos. ¿Por qué no podía volver a vestirme? Ya veía que no llevaba nada de valor. Aunque hubiera escondido algo en la ropa interior, se vería.
—¡Que te desnudes, te he dicho! —resopló.
¿Recelaba o el muy cerdo sólo quería ver a una chica desnuda? ¿O quería algo más de mí? Me quité la camiseta y me quedé con las bragas y los calcetines, tiritando, tapándome los desnudos pechos con los brazos.
—¡Todo! —ladró, y levantó la fusta dispuesto a golpearme.
Antes de que pudiera hacerlo, me quité a toda prisa las bragas y me tapé el cuerpo con los brazos y las manos para que me viera lo menos posible los pechos y el vello púbico, pero, claro está, era imposible no mostrar demasiado. Me miró el cuerpo desnudo y sonrió.
El cerdo quería más.
Como las SS en el campo de Ruth. Como la bestia de las SS a la que llamaban la Muñeca y con la que Ruth tuvo que acostarse o hacer cosas mucho peores.
De repente había algo de lo que tenía más miedo aún que de ser torturada en una cárcel.
El barrigudo me miró desde todos los ángulos, como si fuese un trozo de carne. Una carne que debía entregarse a él. Aunque intentaba enseñar lo mínimo, no pude evitar que me mirara el trasero desnudo. Nunca me había sentido tan desvalida, tan humillada, ni había tenido tanto miedo de ser más humillada aún.
Me dio un beso húmedo en la mejilla.
Ahora temblaba no sólo de frío y de miedo, temblaba porque luchaba para no llorar de desesperación.
—No te has quitado los calcetines —apuntó, y como no entendía del todo su alemán, me señaló los pies.
Eché un vistazo rápidamente a mi alrededor. ¿Había algo con lo que pudiera defenderme de ese cerdo gordinflón? ¿El cenicero de la mesa? Quizá pudiera llegar a cogerlo y darle con él. Pero aunque lograra estamparle el cenicero a ese cerdo, sus tres compañeros me pegarían un tiro. Eso si se apiadaban de mí.
¿Por qué Amos no acudía en mi ayuda?
—Tengo frío —aduje, tratando de explicar en polaco por qué me había dejado puestos los calcetines. Y para que me entendiera, tirité un poco más.
El soldado se rio. Para él era una judía ridícula con calcetines.
—Ya te calentaré yo.
Y esbozó una sonrisa tan repugnante que me dieron ganas de vomitar.
—Quítate los calcetines.
Vacilé.
—¡Los calcetines!
A toda prisa, para no quedarme mucho tiempo expuesta, me quité el calcetín derecho, donde no llevaba la carta, y volví a erguirme.
—¿Me tomas el pelo? —espetó—. ¡Los dos calcetines!
Por un instante me paré a pensar si no sería mejor que me diera una buena paliza. Al fin y al cabo, no sabía nada de la carta, y si me veía sangrando en el suelo fangoso de la garita, probablemente no se molestara en quitarle el calcetín a una sucia judía antes de abusar de ella.
Quizá, quizá hasta se le quitaran las ganas si no era más que un trozo de carne sanguinolenta y embarrada.
—¡El otro calcetín! —chilló—. ¡Te quiero completamente desnuda!
Para una heroína de verdad, la Resistencia habría sido más importante que la propia suerte. Incluso en ese momento. Pero yo no era una heroína, tan sólo un ser atemorizado, tembloroso, que estaba allí plantado con un único calcetín y que se echó a llorar y suplicó:
—Por favor —pedí—, por favor… No…
No pude decir más, el soldado me dio un bofetón con tanta fuerza que casi me caí al suelo; el dolor me retumbó en la cabeza. Moví los brazos para no perder el equilibrio y lo conseguí a duras penas. Salvo por el calcetín, me vi completamente expuesta ante aquel hombre, que ahora lo tenía todo a la vista: los pechos, el vello púbico…
Lloraba, y ni siquiera me atrevía a volver a suplicar por miedo de que me golpeara de nuevo.
El soldado de las SS se desabrochó el cinturón.
Las calientes lágrimas me caían sobre el cuerpo tembloroso.
Se bajó la cremallera.
Lloraba amargamente. Lloraba y lloraba. Desamparada. Desconsolada.
El hombre iba a bajarse los pantalones cuando ordenó de nuevo:
—¡Desnuda del todo!
No podía contrariarlo. El miedo quebró mi voluntad. Me agaché y empecé a quitarme despacio el calcetín izquierdo.
—Ya iba siendo hora de que entendieras, perra —dijo el soldado.
No lo miré, sólo oí que los pantalones y el pesado cinturón caían al suelo. Me estaba quitando el calcetín, de un momento a otro aparecería la carta, él la descubriría, me violaría y me metería en la cárcel… Y entonces la puerta se abrió.
—¿Qué demonios está pasando aquí, Schaper? —preguntó una voz grave a mis espaldas.
Aunque no entendía mucho el alemán, sí me quedó claro que al hombre al que pertenecía esa voz no le hacía ninguna gracia lo que estaba pasando.
—Nada, nada… —balbució el gordo.
—Por eso está usted sin pantalones, Schaper.
Me quedé muy quieta, no me atrevía a volverme ni a respirar, y menos a abrigar esperanzas. Oí que el de las SS se ponía los pantalones, el tintineo del cinturón. Ahora sí que no pude evitar concebir esperanzas. Dejé de llorar y volví a subirme despacio el calcetín.
—Vaya fuera —ordenó la voz grave al gordo.
El cerdo de las SS pasó por delante de mí a toda prisa. Vi con el rabillo del ojo que mientras salía de la garita se iba abrochando el cinturón. Y oí las risotadas de sus compañeros cuando salió.
La puerta se cerró de nuevo y me erguí, pero todavía no me atrevía a mirar al hombre que me había salvado. Porque no sabía si de verdad me había salvado, quizá me quisiera sólo para él.
—Puedes volverte —dijo en mal polaco; por lo visto era uno de los escasos invasores que se habían molestado en aprender un poco nuestro idioma.
No quería darme la vuelta, pero tenía tanto miedo de que me pegaran de nuevo que lo hice, tapándome el cuerpo con los brazos y las manos como buenamente pude.
Delante vi a un hombre de unos cuarenta y tantos años, con uniforme de oficial y el pelo rubio y corto bajo la gorra con la calavera de las SS. Tenía cara de cansado, lo cual me tranquilizó. Un hombre tan cansado no abusaría de mí. O al menos eso esperaba yo.
—La misma edad que mi hija —observó, más para sus adentros que para mí, y al hacerlo pareció más cansado incluso.
No dije nada, tiritaba, ahora otra vez más de frío y no sólo de miedo.
—Vístete —dijo el oficial.
No era una orden, ni tampoco una petición. Sencillamente no quería verme desnuda.
Me vestí lo más deprisa que pude, aliviada no solamente cuando la ropa interior volvió a cubrirme el cuerpo, sino casi más cuando me puse el zapato dentro de cuyo calcetín escondía la carta. El despacho para la Resistencia polaca no había sido descubierto.
El oficial no dijo nada más, se limitó a coger una botella de vodka o de aguardiente —no fui capaz de descifrar la etiqueta alemana de la botella— del destartalado armario, la abrió, y ni siquiera se tomó la molestia de buscar un vaso sino que bebió a morro.
Si alguna vez me hubiera preguntado cómo podían soportar los asesinatos que se perpetraban en este sitio los pocos alemanes que veían a los judíos más o menos como personas, al ver eso habría obtenido la respuesta: sólo estando borrachos.
Pero nunca me había hecho esa pregunta. Y además me daba absolutamente igual que a algunos de los asesinos les remordiera la conciencia y se vieran obligados a ahogar esos remordimientos en alcohol.
El oficial bebió otro buen trago y me dijo:
—Vete.
Fui a toda prisa hacia la puerta de la garita que había estado a punto de ser mi infierno personal, y justo cuando iba a abrir, el hombre me ordenó:
—¡Alto!
Me asusté. En parte me esperaba que me pegase un tiro. Aunque no encajaba con el comportamiento anterior, el hombre era alemán y se emborrachaba, y no había nada más impredecible en el mundo que un alemán borracho.
Me volví con cautela. El oficial estaba sentado a la cochambrosa mesa. Encima estaba la botella, y al lado había dejado la gorra con la calavera. Me miró con los cansados ojos y dijo en voz baja:
—Perdona.
¿Por qué? ¿Por lo que me había hecho el soldado de las SS? ¿Por lo que probablemente les hubiera hecho antes a muchas otras chicas aquel cerdo gordo en aquella garita? ¿Por todas las personas a las que el propio oficial había matado? ¿O pensaba más en su hija, con la que no podía estar, y se disculpaba indirectamente con ella por cargar a sus descendientes con una culpa que supondría un pesado lastre para generaciones venideras?
Sea como fuere, no podía esperar de mí un descargo de conciencia. Aunque me hubiera salvado. Ni siquiera aunque me hubiese salvado cien veces. Habían matado a Hannah. Guardé silencio. Él también. Hasta que comprendió que no tendría mi perdón, y repitió, esta vez en voz más queda:
—Vete.
Me volví nuevamente, abrí, salí al aire libre y pasé por delante de los soldados de las SS y del cerdo gordo, que me miró furioso y cuya mirada yo rehuí deprisa. Le seguía teniendo miedo, y me avergonzaba de ello. Más aún me avergonzaba de que me hubiese obligado a suplicar. Y esa vergüenza me enfureció tanto que de buena gana lo habría matado. O me habría matado.
Me uní a la brigada de obreros, que había tenido que esperarme. Amos se sintió visiblemente aliviado al verme. ¿Porque había temido por mí o por la carta?
Los de las SS nos ordenaron que nos fuésemos. Mientras cruzábamos la puerta, Amos me preguntó en voz baja:
—¿Qué te ha pasado?
Me habían pasado muchas cosas. Cosas que sin duda me perseguirían siempre. Y sin embargo no me había pasado nada de todo lo malo que podría haberme pasado. Había tenido suerte. Y, me di cuenta en ese momento, también había hecho algo para atraer esa suerte. Si no hubiese tardado tanto en desvestirme, si no me hubiese quedado tanto tiempo con el calcetín puesto y no me hubiera ganado el bofetón, el soldado habría abusado de mí antes de que entrase el oficial. Y entonces, en el caso de que el cerdo gordo no la hubiera visto ya, habría descubierto la carta en el suelo y en la cárcel me habrían torturado hasta matarme. Pero al demorar lo que supuestamente era inevitable, sin abrigar ninguna esperanza de salir bien librada de la situación, había evitado lo peor. Seguía con vida, había salido incluso indemne, y aún tenía la carta en el calcetín. De pronto esa carta volvió a cobrar significado para mí. La Resistencia era más importante ahora que antes: esos hombres que me habían quitado todo cuanto quería, y que habían estado a punto de quitarme también la dignidad, debían morir.
—¿Mira? —Como no le había respondido, Amos estaba preocupado.
—Nada —contesté—, no me ha pasado nada.
—Me alegro —dijo, y sonrió, profundamente aliviado. No me preguntó por la carta. Sólo estaba preocupado por mí. No por la Resistencia. Sólo por mí.