—Cuando termines de consolarlo, me gustaría hablar un momento contigo —me dijo Esther, y pronunció la palabra consolarlo con frialdad, casi con desdén.
Para Esther, la pena era una pérdida de tiempo, una distracción de lo esencial. Con todo, desde que era una heroína me trataba con cierto respeto y además, al menos eso intuía yo, con envidia por el hecho de que hubiese ido a la lucha en su lugar y porque, a diferencia de mí, ella aún no hubiese matado a ningún alemán. Y yo que, volviendo la vista atrás, me habría cambiado con gusto por ella si hubiese sido posible… Si, como el héroe de la novela de H. G. Wells, hubiera tenido una máquina del tiempo, habría ido con Esther al pasado y habría dejado que fuera ella la que matara al alemán. De ese modo ella sería la heroína, y a mí, cuatro semanas después de la hazaña, no seguirían atormentándome las pesadillas. O —mucho mejor— me habría remontado más en el pasado con la máquina del tiempo y habría salvado a Hannah, a mi madre y a mi padre, y me habría ocupado de que Simon no ingresara en la Policía judía. O, lo mejor de lo mejor: habría retrocedido muchísimo más y habría matado a Hitler cuando aún era un niño pequeño. Ese era alguien a quien me habría gustado mucho mucho matar. Y seguro que por ese asesinato no tendría malos sueños.
Le dije a Ben el Pelirrojo (probablemente para mis adentros siempre lo llamara el Pelirrojo):
—Ya hablaremos luego.
Y eso que no sabía muy bien de qué iba a hablar con él la próxima vez. ¿De la muerte de Hannah? ¿Le contaría que estaba tendida en medio de su propia sangre? Seguro que entonces volvería a llorar, y yo con él. Aunque… quizá estuviera hasta bien poder compartir mi dolor con alguien. Quizá de esa forma hallara consuelo. Al menos un poco.
Mientras subía con Esther por la escalera desde el sótano al piso me dijo:
—No creo que chicos como él puedan sernos de ayuda.
—Eso mismo pensabas de mí —repliqué.
No lo negó.
—Y además costé cien mil eslotis —añadí con descaro.
—Que eran para Zacharia —precisó ella, y a sus ojos asomó algo parecido al odio.
Tendría que haber cerrado el pico: Esther todavía no me había perdonado que Amos me sacara a mí de la estación y no a su camarada. ¿Qué le respondía ahora? Sí, yo también creo que sería mejor que hubiera sido yo, y no Zacharia, la que hubiese ido a parar al horno.
No dije nada por el estilo; preferí seguir defendiendo a Ben el Pelirrojo:
—Luchará mejor que muchos otros. Ben podría haber optado por la vía fácil y haberse quedado con su padre, que trabaja para el Consejo Judío. Eso demuestra lo firme que es su voluntad.
Esther no comentó nada, como si le pareciera inútil seguir hablando conmigo del muchacho. Y eso que había sido ella la que había empezado, probablemente, me olía yo, porque se había dado cuenta de que algo me unía a Ben y pretendía hacerme daño poniendo en duda su capacidad.
Abrió la puerta del piso y me planteé preguntarle qué quería de mí, pero lo dejé estar. No tardaría en averiguarlo. Si no hablábamos, al menos no discutiríamos.
Cuando entramos en la cocina vimos, sentados a una mesa que estaba junto a la prensa, a Amos, cuya herida en el brazo ya había cicatrizado, y a Mordejai. El líder del ŻOB se levantó y me dio un abrazo, como si fuese una fiel compañera. Y, bien mirado, para él lo era: juntos habíamos asestado el primer golpe a los alemanes. Sin embargo, me resultaba raro que me considerara su igual, porque, aunque él lo sintiera así, yo sabía que la cosa era muy distinta. En el tiroteo, Mordejai había actuado con mucha más valentía y decisión que yo. Lo recordé yendo directo a los soldados y disparándoles. Un hombre cuyos actos eran resueltos, valientes; y sus palabras, inspiradoras. Yo jamás sería alguien como él.
Hacía unas semanas ni siquiera me habría atrevido a mirar a Mordejai, y menos aún a hablar con él, y ahora tenía que esforzarme por corresponder a su abrazo para no parecer maleducada. Cuando me soltó, fue directo al grano:
—Necesitamos más armas.
—No creo que sea posible tener menos —bromeó Amos.
Mordejai esbozó una leve sonrisa, Esther ni se inmutó y yo cambiaba el peso de un pie a otro con nerviosismo: ¿adónde quería llegar nuestro líder?
—Necesitamos gente que consiga armas en la zona polaca, que viva allí permanentemente y trate con la Resistencia polaca.
Así que esa era la razón por la que me encontraba ahí: debía salir del gueto, ir al otro lado del muro.
—Para eso necesito a gente muy buena —continuó Mordejai, y miró primero a Amos, luego me miró a mí y al cabo sonrió—: pero por desgracia sólo os tengo a vosotros dos.
Humor judío. Estupendo.
—Vosotros dos —prosiguió, de nuevo con seriedad— tenéis experiencia en el otro lado, y ambos podéis pasar por polacos.
Yo tenía mis dudas al respecto: hacía casi un año que no pisaba la zona polaca de la ciudad. Cierto que no parecía tan judía como por ejemplo Esther, pero tampoco tenía el pelo rubio, como Amos, sino tan sólo los ojos verdes.
Y tampoco echaba de menos ir a la otra parte de Varsovia. El hogar era el hogar, aunque ese hogar fuera el gueto. Desde que empezara la operación, ya ni siquiera soñaba con las luces de la ciudad de Nueva York. Ese era un sueño que pertenecía a otra vida, a una vida con Daniel.
Daniel. Si Ben el Pelirrojo había podido sobrevivir quizá también…
—Mira y yo podemos fingir que somos un matrimonio polaco —propuso Amos, interrumpiendo mis pensamientos—. En ese sentido tenemos algo de experiencia, ¿no es verdad? —se rio y me miró.
¿A qué viene esta mierda?, se me pasó por la cabeza, y, a juzgar por su mirada, Esther se hacía esa misma pregunta.
—En ese caso demostrad lo buena pareja que podéis ser.
—La mejor —añadió, para más inri, Amos.
—De eso nada —se me escapó. Toda esa palabrería me molestaba más de lo que debería.
Mordejai se rio al ver las distintas reacciones, y Esther hizo lo que siempre hacía cuando había emociones por medio: pasó al orden del día.
—Me ocuparé de que los dos crucen al otro lado —dijo con frialdad.
—Bien —repuso satisfecho Mordejai, y se despidió de todos nosotros dándonos un abrazo cordial.
Cuando se fue, nos quedamos los tres en la cocina: Esther. Amos. Yo. En silencio. Hasta que Esther dijo en voz baja:
—Debería haberme mandado a mí.
¡Por fin lo había soltado! Esa mujer fuerte se sentía desplazada por mí, una cría.
—Mira tiene los ojos verdes, tú no —adujo con suavidad Amos, y fue a abrazarla. Pero Esther se lo impidió y respondió, para lo que era ella, con mucha vehemencia:
—Me sorprende que sepas de qué color tengo los ojos.
Acto seguido se avergonzó del arrebato y salió de la cocina.
Ahora quedábamos dos. Amos. Y yo. A solas.
—Esther me quiere —afirmó, y con ello dijo dos cosas: por un lado, que me consideraba demasiado tonta para ver lo evidente; por otro, que él no la quería a ella, puesto que de ser así habría dicho: nos queremos.
A decir verdad, Amos era exactamente igual que Miriam, que estaba con alguien a quien no quería, incluso se había casado con él porque eso era mejor que estar sola hasta la muerte.
Pero mientras que en el caso de Miriam podía entenderlo, en el de Amos me repugnaba, ya que a diferencia de ella, o al menos yo estaba convencida, él no era capaz de amar de verdad. Se aprovechaba de Esther, frente a la que ya no me sentía nada inferior. Al contrario: me daba pena.
Iba a marcharme, pero justo antes de dejar la cocina me di la vuelta y dije:
—Si Esther te quiere, la compadezco.
Al salir, oí que decía, divertido:
—¡Oye, eso duele!