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Aquel 18 de enero de 1943, cuando llegaron los alemanes para acabar con nosotros de una vez por todas, la temperatura era de veinte grados bajo cero y en las calles había nieve. Amos, Esther y yo estábamos a primera hora de la mañana en la fría cocina, junto a la prensa, que habíamos conseguido arreglar después de días de hacer virguerías, imprimiendo una octavilla en la que exhortábamos al pueblo judío a resistir hasta morir. O, mejor dicho, Esther y Amos imprimían y yo me frotaba las manos para intentar calentarlas. Entonces irrumpió en la habitación Mordejai Anielewicz. Nos quedamos pasmados: el líder del ŻOB nunca acudía sin avisar, y además nos llamó la atención de inmediato que esa mañana su delgado rostro estuviera tan pálido. Por regla general, ese hombre no se alteraba por nada. Con sus casi veinticinco años, era uno de los miembros de más edad de la Resistencia, organizaba a los combatientes, nos espoleaba, nos animaba, y de ese modo hacía que nos creyésemos mucho mejores de lo que en realidad éramos. Mordejai conseguía con sus arengas que de verdad creyésemos que podíamos conseguir algo con nuestras viejas armas y devolverle al pueblo judío la dignidad que había perdido.

A Mordejai no le hacía falta un uniforme para liderarnos. Llevaba unos bombachos andrajosos y una chaqueta gris, pero tenía mucha más energía que todos los demás. Hasta más que Esther, a la que yo admiraba por lo mucho que trabajaba y porque solamente en sueños lidiara con su dolor.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó Esther.

Yo no me habría atrevido a dirigirme a él. Aun cuando nos tratara como si fuésemos sus iguales, no me podía medir con ese hombre.

Esther, en cambio, no sólo era una de las pocas mujeres que dirigían un grupo armado, sino que además conocía a Mordejai de antes de la guerra. Por aquel entonces, los dos eran miembros de Hashomer Hatzair e iban con el grupo a campamentos de verano a orillas de lagos e incluso al mar con el objeto de prepararse para vivir en Palestina.

¿Habrían sido pareja? ¿En una época en la que todavía no existía una Resistencia que fuera para ellos más importante que cualquier otra cosa, incluido el amor?

—Han puesto en marcha una nueva operación —contó Mordejai sin ambages—, los alemanes ya han bloqueado algunas calles.

Aquello fue un golpe para todos nosotros. Sabíamos que las SS buscaban a judíos que se hubieran escondido en la zona polaca de la ciudad y pensamos que se centrarían en eso y que en el gueto aún tendríamos algo de tiempo para organizarnos.

—Por lo visto el que cuente con un permiso de trabajo sobrevivirá, pero nadie se lo traga. Todos se esconden.

Ya nadie estaba tan loco como para creer a los alemanes y sus promesas.

—Los alemanes registran las casas. A todo el que encuentran lo mandan a la estación. Al que se defiende o va demasiado despacio, le pegan un tiro.

—¿Qué quieres hacer ahora? —inquirió Esther, que comprendió antes que yo que Mordejai no había venido únicamente a informarnos de la situación. Nosotros éramos el grupo armado de vanguardia. Mordejai Anielewicz tenía algo en mente y quería ponerlo en práctica lo antes posible.

—Coged vuestras armas.

—¿Cómo? —se me escapó sin querer por la sorpresa.

Esther me miró con severidad y yo enmudecí en el acto.

—Nos mezclaremos entre la gente a la que llevan a la estación, y a una señal mía sacaremos las armas y empezaremos a disparar.

Amos asintió con resolución.

Esther dijo:

—Iré a buscar al resto.

Y yo… Me quedé paralizada.

Masada había llegado para mí.

Ese día moriría.

Mataría.

Y tenía mucho miedo.

Sin embargo, intenté disimularlo lo mejor posible cuando nuestro grupo se reunió en torno a la prensa y Mordejai preguntó:

—¿Quién viene conmigo?

Todos levantaron la mano. Incluida yo. Nos habíamos estado preparando para eso, para luchar contra los alemanes. Poder tomar parte era una cuestión de honor. Yo sólo confiaba en que nadie se diera cuenta de que, al levantarla, la mano me temblaba.

—Hay un problema —comunicó Esther maquinalmente, como si hablase de un defecto de la prensa. ¿Por qué su determinación era mucho mayor que la mía? Al fin y al cabo, ninguna de las dos tenía nada que perder.

—¿Qué problema? —preguntó impaciente Amos, adelantándose a Mordejai.

Amos ardía en deseos de pasar a la acción, con independencia de cuál fuera exactamente el plan de nuestro líder. Eso si es que había un plan.

—Sólo tenemos cinco pistolas y una granada de mano. Las otras granadas que nos dio el grupo de Breul no sirven para nada —respondió Esther.

—Yo voy de todos modos —se apresuró a decir Amos, aunque no tenía ningún sentido que acudiera gente desarmada.

—Yo también —se sumó Mordejai, que no era un líder que enviara a morir a otros: él encabezaría la heroica marcha suicida.

Mijal alzó la mano, al igual que Miriam.

—No… —le pidió él, pero Miriam replicó:

—Donde va mi marido, voy yo.

Sólo quedaba una pistola, de manera que solamente podría ir uno más de nuestro grupo. La opción lógica era Esther, nuestra cabecilla. Lo daba tan por sentado que ni siquiera manifestó que sería la quinta, sino que acto seguido preguntó:

—Bueno, y ¿cuál es el plan?

Por un instante me sentí aliviada de no tener que entrar en acción, fuera esta como fuese. Seguiría viva: unas horas, unos días.

Pero al momento me avergoncé de haber sentido eso. De cara a los demás, pero, sobre todo, de cara a los muertos. ¿Por qué me aferraba así a mi vida de fantasma? ¿Para fantasear por la noche antes de quedarme dormida con criaturas de espejos, liebres parlantes y Hannah?

Sin embargo, ahora se me presentaba la oportunidad de hacer algo significativo en la vida real, de darle un sentido a la vida y la muerte de Hannah y a mi vida y mi muerte. Pero era demasiado cobarde para ofrecerme voluntaria tan deprisa como Amos, Mijal y Miriam. Y ahora ellos irían a la lucha junto con Mordejai y Esther.

Pero entonces Mordejai dijo:

—Tú te quedas aquí, Esther.

—Pero… —fue a protestar ella.

—Este grupo seguirá existiendo y necesita a su líder —la interrumpió él con tal autoridad que Esther no pudo protestar. Era evidente que presuponía que todos los que fueran con él morirían. Antes de que Mordejai preguntara de nuevo quién se apuntaba, levanté la mano: no quería sentir más vergüenza.