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Cuando volví al búnker con nuestro grupo no me sentía bien, pero sí más valiosa que antes. Había realizado mi primer trabajo.

Naturalmente, no les conté a Esther, Amos y el resto nada de lo que me había pasado; no quería que supieran lo imprudente que había sido. Sólo les dije que había entregado las armas al otro grupo de combatientes y que ellos, según lo convenido, me habían dado a cambio las granadas de mano, que deposité en un rincón seguro de nuestro refugio, construido en el sótano de la casa por los combatientes semanas antes de que empezara la operación de reasentamiento, y de cuya existencia yo no debía saber nada cuando Zacharia me hirió en el brazo.

Ahora ese refugio, que olía a tierra y sudor, era mi hogar y el de mis diez compañeros de lucha. Y eso que hablar de lucha no era muy riguroso, pues hasta el momento nadie de nuestro grupo había luchado, de las ejecuciones de traidores judíos se ocupaban otras unidades del ŻOB.

En el búnker se hablaba poco. Todos habíamos perdido a seres queridos. ¿Qué sentido tenía hablar de eso entre nosotros? Cada cual llevaba lo que le había tocado en suerte como podía. Solamente a veces, por la noche, alguien lloraba dormido. En una ocasión incluso Esther. Ni siquiera Esther, la fuerte, podía reprimir por completo el dolor.

Una noche me despertaron sus gimoteos, y a la luz de la única vela que iluminaba el búnker la vi retorcerse en sueños. Pero no era cosa mía abrazarla, consolarla para que cambiase la pesadilla del sueño por la pesadilla del mundo real. De eso se ocupaba Amos, que siempre se tumbaba a su lado por la noche, aunque nunca dormían abrazados. Que yo supiera, tampoco se acostaban, ni siquiera los había visto besarse una sola vez apasionadamente. Quizá lo hicieran fuera del búnker, en alguna parte de la casa, pero yo en realidad no lo creía. Amos y Esther más bien parecían dos personas casadas con su misión. No estaban profundamente enamorados.

Aunque me enteraba de todo, la verdad es que me daba lo mismo. El ardiente beso con Amos en el mercado polaco lo había vivido otra chica hacía ya mucho tiempo.

En nuestro refugio vivía otra pareja, Mijal y Miriam. La dulce Miriam tenía dieciocho años, y el atlético Mijal, con veinticuatro, era el mayor de todos nosotros. Una pareja no podría ser más distinta: Mijal era albañil y —dicho con delicadeza— no precisamente un intelectual. Por el contrario, Miriam, con sus rizos rebeldes, no sólo era lista y culta, sino la única persona que yo conocía a la que uno podría imaginar de profesora en una universidad: de filosofía, historia, medicina, de todo, en suma.

Mijal idolatraba a Miriam, que era la que daba sentido a su vida. No pensaba tanto en vengarse de los carniceros como en hacerle bien a ella, animarla, poder aliviar el dolor que sentía por la muerte de sus padres.

Por su parte, a Miriam…, bueno, le gustaba Mijal, sí, ¿a quién no le gustaba ese hombre bondadoso y sencillo? Le gustaba más de lo que nos gustaba al resto, pero ¿quererlo? Quererlo no podía. No era de extrañar, puesto que fuera, en el mundo, debía de haber hombres más afines a esa mujer lista. Miriam también lo sabía, y sin embargo estaba con él.

Y una noche Mijal le pidió la mano.

Se arrodilló en el búnker delante de todos nosotros y le ofreció un sencillo anillo de oro. Que no había robado de una casa abandonada antes de que el Departamento de Recuperación de Bienes lo requisara para el Reich, no, el anillo había pertenecido a su abuela.

—¿Quieres… casarme… casarte, digo… conmigo? —le preguntó Mijal a Miriam en voz baja. Estaba tan nervioso que se atascó.

Miriam respondió sin vacilar un solo segundo:

—¡Sí!

Mijal la cogió entre sus fuertes brazos y la estrechó contra él. Los demás nos pusimos a dar gritos de alegría, como si acabásemos de echar a los alemanes de Polonia, o incluso del planeta. Hacía mucho que ninguno de nosotros sentía tanta alegría. Seguimos gritando hasta que Miriam le dijo a su Mijal que la estaba aplastando y él la soltó.

Fue un momento de dicha en el búnker como jamás habría creído posible. Y sin embargo parecía falso, ya que, por mucho que Mijal quisiera a Miriam, en mi opinión ella no estaba hecha para él.

Cuando dos días después fuimos juntas a registrar pisos en busca de objetos de valor con los que emisarios del ŻOB pudieran comprar armas en el mercado negro polaco, no pude evitar preguntarle por aquello que no entendía:

—¿Por qué dijiste que sí?

Ella sonrió, se apartó de la cara uno de sus rizos rebeldes y respondió sin afán ni necesidad de disimular nada:

—No tengo a nadie más. Mis padres han muerto, y yo no viviré mucho. Así que me puedo pasar el resto de mi corta vida sola o casarme con un hombre al que no quiero, pero que me quiere. Mijal es lo único bueno que puedo tener, y eso es mejor que nada.

Ahora lo entendía. Aunque yo no habría sido capaz de actuar como ella. Claro que tampoco habría podido querer como Mijal. ¿Había sido capaz de hacerlo alguna vez? ¿Acaso Mijal no quería a Miriam mucho más de lo que yo había querido a Daniel?

Sólo había un lugar en el que aún podía dar y recibir amor: el mundo de las 777 islas.

Cuando por la noche estaba tumbaba en el búnker, con los ojos cerrados, pero no podía dormir, recordaba lo sucedido en el banco: si ese día no me hubieran venido a la memoria Hannah y sus relatos, jamás se me habría ocurrido contarles a los policías que los miembros de la Resistencia habían rodeado el banco. De manera que, aunque estaba muerta, Hannah me había salvado la vida.

Antes, cada vez que pensaba en ella sólo veía su cuerpo acribillado, pero ahora volvía a ver a mi hermanita sentada en la despensa a la tenue luz de la vela y recordaba lo último que nos había contado de las 777 islas:

El Señor de los espejos acababa de enviar a su ayudante, el temible Hombre de arena, a matar a la elegida. Hannah y la tripulación del Conejo no sospechaban nada del inminente peligro y dormían apaciblemente en la playa de la Isla de las Bufandas, que gobernaba el rey Bufanda I. Mientras Ben el Pelirrojo, Hannah y el capitán Zanahoria roncaban a cual más, el hombre lobo montaba guardia. Entonces cayó una niebla muy muy fina que se transformó en una figura compacta: era el pálido Hombre de arena.

El hombre lobo se quedó asombrado, pero, antes de que pudiera desenvainar el sable, el Hombre de arena le echó arena en los ojos. El hombre lobo aún farfulló:

—Acabaré contigo… —Pero no lo hizo, sino que se quedó dormido de pie y cayó al suelo.

En ese instante me di cuenta de que Hannah no había llegado a contar tanto. Mi fantasía se había ocupado de seguir el hilo de lo que había empezado ella. Así que de pronto era yo la que mantenía con vida el mundo de las 777 islas.

Apenas lo hube entendido, me asaltó una idea emocionante: con la ayuda de mi imaginación podía trasladarme a ese mundo y de ese modo volver a ver a mi hermana.

Naturalmente, no podía aparecer como de la nada en la Isla de las Bufandas, así no habría salido ninguna historia buena, razón por la cual me inventé que en una de las casas abandonadas del gueto me encontraba otra guía de las 777 islas y que el vendedor de libros cojo al que Hannah y Ben robaron la suya quería quitármela. El cojo iba acompañado de dos soldados de las SS, que también iban tras el libro. Los alemanes querían conquistar no sólo nuestro mundo, sino el de las 777 islas. Posiblemente también todos los demás: el de Alicia en el país de las maravillas, el de Winnie the Pooh, el de lord Peter Wimsey y también el de luces de la ciudad, los demonios no se detenían ante nada.

Antes de que los de las SS pudieran desenfundar las pistolas, me saqué yo una del bolsillo del abrigo y apunté con ella a esos cerdos, que retrocedieron. Quería matarlos. A toda costa. Pero no conseguí apretar el gatillo. Ni siquiera en mi imaginación.

Arma en ristre ordené a los de las SS que salieran del piso. Y al cojo también, que echaba sapos y culebras por la boca:

—El mundo de las setecientas setenta y siete islas será tu fin. El Señor de los espejos hará que pierdas el juicio.

Me reí de él:

—De todas formas moriré pronto, así que no les tengo ningún miedo a las imágenes de los espejos.

Abrí la guía por la página en la que se hablaba de la Isla de las Bufandas. En un abrir y cerrar de ojos, el libro me absorbió, me llevó de nuestro mundo directamente a la isla y sentí la arena bajo los pies descalzos. El hombre lobo dormitaba aovillado junto al fuego del campamento, y justo cuando el Hombre de arena se disponía a matar a la roncadora Hannah con su daga púrpura, saqué la pistola y disparé al aire. Preso del pánico, al Hombre de arena se le cayó la daga.

Hannah, Ben el Pelirrojo y el capitán Zanahoria despertaron con el disparo. Sólo el hombre lobo, que tenía arena mágica en los ojos, continuó durmiendo. El Hombre de arena clavó la vista en mi pistola, su cara palideció aún más y me preguntó con voz grave, melancólica:

—¿Qué fuegos de artificio mágicos son esos?

—Unos con los que te convertiré en un colador si no te largas.

No tardó ni un segundo en volverse una niebla que se alejó por el mar.

—¿Mira? —preguntó Hannah, frotándose los ojos—. Mira, ¿de verdad eres tú?

—Pues claro —repliqué entre risas.

Mi hermanita querida corrió hacia mí y me abrazó y me abrazó y me abrazó. Y yo la abracé. Me sentía tan feliz. Le había podido salvar la vida a Hannah. Al menos allí.