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No estaba con ellas, no estaba con ellas, no estaba con ellas. Debería haber muerto con ellas. Tendría que haber sido así.

Me acerqué a la ventana. Estaba oscuro, en el gueto ya no se encendían las farolas. ¿Para quién? El cristal de la ventana estaba un poco rajado en un sitio. Me imaginé haciéndolo añicos, escogiendo un trozo lo más grande posible y abriéndome con él las venas de las muñecas, y yendo después con los cadáveres de la despensa, acomodándome entre ellos, cogiendo en brazos el cuerpo sin vida de Hannah y desangrándome lentamente a su lado.

Estar con ella me parecía lo adecuado.

Me puse a buscar algo con lo que romper el cristal de la ventana. Quizá la vieja cazuela que estaba en la vitrina volcada, o mejor aún el picaporte flojo de la puerta de la cocina. Sólo tendría que sacarlo de su lugar. Claro está que también podía romper el cristal con los codos. Si pretendía cortarme las venas, daba lo mismo que antes me cortara los codos.

Tomé impulso y golpeé el cristal con los codos, pero no se rompió. Le di otra vez, más fuerte, pero nada, seguía intacto. Lo único que había conseguido era que los codos me dolieran del golpe. Fui a la vitrina, saqué la cazuela, volví a la ventana y estrellé el recipiente con todas mis fuerzas contra el cristal, que ahora sí se rompió, pero los pedazos fueron a parar a la calle. No sé cómo no se me ocurrió antes. Al estrellarse contra el suelo hicieron algo de ruido, no demasiado, pero en las calles desiertas el tintineo resonó estruendosamente.

Si los alemanes lo habían oído, acudirían, verían los cristales, verían la ventana rota, irrumpirían en el piso y me pegarían un tiro.

Pues que lo hicieran.

Eso sería más rápido que desangrarme. Me sentaría con Hannah en la despensa y me dejaría matar, y de ese modo moriría, que es lo que tendría que haber pasado ya.

Pero los alemanes no acudieron.

Partí un trozo de cristal más grande y al hacerlo me rajé la palma de la mano. Por un segundo no pensé en que Hannah había muerto ni en que quería matarme, sino que me llevé la mano a la boca por acto reflejo y la chupé. La sangre sabía fatal, pero con el gesto me di cuenta de que tenía sed.

Miré por la ventana, ahora medio rota, y noté una brisa leve, fresca. Esa noche hacía más frío que en las últimas semanas, el otoño se avecinaba; el invierno del alma había llegado hacía tiempo.

Abrí la ventana del todo para respirar más aire, como si ese aire pudiera aplacar mi sed. Al hacerlo cayeron más cristales a la calle. Pero los alemanes tampoco vinieron esta vez.

Miré abajo, a los cristales, pero en la oscuridad no podía verlos. ¿Y si saltaba sin más? Como hizo mi padre. Ahora por fin lo entendí. Y pude perdonarlo.

Pero si me tiraba por la ventana como él, no estaría con Hannah.

La mano me seguía sangrando, y yo seguía sorbiendo la sangre. Tenía mucha sed. No había bebido nada desde hacía un día. Con cada segundo que pasaba estaba más confusa: quería quitarme la vida, pero también quería beber algo. Mi cerebro quería morir, mi corazón había muerto hacía tiempo, pero mi cuerpo extenuado quería sobrevivir.

En la despensa aún debía de haber una jarra con agua, podía beber de ella, si los alemanes no la habían roto. Me alejé de la ventana, me dirigí a la despensa y miré los tres cadáveres. Ahora parecían irreales. Como si esos cuerpos cosidos a balazos no tuvieran ya nada en común con Hannah, Ruth y mi madre. El alma los había abandonado, y ahora allí sólo había carne muerta y sangre coagulada.

Tras los cadáveres, en el suelo, estaba la jarra de agua. Di un paso en el oscuro cuarto para cogerla, y al hacerlo le pisé el brazo a mi madre. Me detuve un instante, quité el pie y observé el cuerpo. Un buen rato.

No le había dicho nunca que la quería.

Mis ojos vagaron hasta lo que había quedado de Hannah, un cuerpo destrozado, sin alma. Su muerte era tan absurda. Y con ella también toda su vida.

Como mi vida.

Mi muerte.

Me agaché y cogí la jarra. En la oscuridad no podía ver si habría sangre en el agua, podría haber entrado algo. Me llevé la jarra a la boca y dejé que me corriera un poco de agua por los labios secos. Sabía rara, pero no a sangre. Levanté la jarra de nuevo y bebí más agua. No muy deprisa, para no atragantarme. Bebí un sorbo más. Y otro, y otro, hasta vaciar la jarra.

Después lo tuve absolutamente claro.

Ya no había ninguna sed que me distrajera. Aún quería morir, eso seguro. Más incluso que antes. Pero no me abriría las venas. Ni me tiraría por la ventana. Tenía que morir de otra forma. De una forma muy distinta. Y no en ese momento. No ese día. Un suicidio no tendría sentido. Mi muerte debía tener sentido. Sólo así lo tendría también la muerte de Hannah. Y su vida.

Y lo que quedara de la mía.