En la puerta, los soldados de las SS se embolsaron cien mil eslotis. Eso era lo que valía una vida, mi vida. Que Amos había salvado por segunda vez.
Cuando salimos de aquel sitio, se mordió con más fuerza el sangrante labio inferior.
—Lo siento por Zacharia —afirmé.
Pero Amos no hizo ningún comentario. Posiblemente porque yo no era sincera, a fin de cuentas, si él hubiese encontrado a su amigo, ahora yo iría camino del campo. Además, estaba lo bastante mal como para sentirlo de verdad: había abandonado al niño. Por primera vez en mi vida cargaba con una culpa real. Y jamás me libraría de ella.
Recorrimos las calles en silencio hasta que Amos quiso saber:
—Entonces, ¿te unirás a nosotros ahora?
Era menos una pregunta que una afirmación.
Aunque en la oscura despensa fantaseara con demostrarle al mundo —con Hashomer Hatzair y muy en particular con Amos— que los judíos no éramos animales indefensos a los que se llevaba al matadero, la realidad era muy distinta: en la estación éramos todos animales indefensos a los que llevarían al matadero. Incluida yo. No era una combatiente. Ni tampoco quería serlo, tenía a Hannah y a mi madre.
Como no respondía, Amos se enfadó:
—¡Hemos pagado mucho dinero por ti!
—¿Y por esa razón también has comprado mi vida? —le solté.
Se dio cuenta de que había ido demasiado lejos y volvió a guardar silencio. Sólo al cabo de un rato comentó más calmado:
—Nuestra misión sagrada es vengarnos de los alemanes.
Al decirlo, sus ojos rebosaban resolución y odio.
Pero yo no sentía ni esa resolución ni ese odio. No podía matar a nadie. Ni siquiera a alemanes.
—Mi misión sagrada es ocuparme de mi familia —aseguré.
Amos miró a otro lado. Ese hombre me había salvado la vida dos veces y así era como yo se lo pagaba.
—Lo… lo siento —me disculpé, mi voz apenas audible.
Por toda respuesta me dejó plantada en mitad de la calle.