29

Los aviones tardaron dos semanas en venir de nuevo. Mi corazón dio saltos de alegría al oír los motores. Me acerqué a la ventana y vi que el cielo sobre Varsovia era de un rojo resplandeciente, pero no tenía la sensación de hallarme en peligro. ¿Por qué iban los rusos a bombardear el gueto? A fin de cuentas, nuestros enemigos eran los mismos.

Confiaba en que no pararan de lanzar bombas, cientos, miles, que los demonios ardieran… Y entonces cayó la primera bomba en el gueto. En un principio no me lo podía creer, no podía ser, pero ¡si eran nuestros aliados! Seguro que se trataba de un error, una equivocación.

Sobre el gueto cayeron más bombas.

Corrí con las demás y nos miramos aterrorizadas. ¿Dónde podíamos buscar protección? No debíamos salir del piso, nadie podía saber de nuestra existencia.

Desvalida, abracé a Hannah y también a mi madre, aunque no se enterara muy bien de qué iba aquello. Ruth se hizo un ovillo en el otro rincón del cuarto, debajo de la mesa, como si esta pudiera protegerla de las bombas. Naturalmente, proporcionaba tan poca protección como nuestro abrazo.

Tras unos largos minutos, los aviones se alejaron. Y con ellos la esperanza.

A nadie en el mundo le importaba la suerte de los judíos. Nos bombardeaban a nosotros en lugar de las vías de tren a Treblinka.

Unos días después se estrechó el cerco. El cerco era nuestro destino: no podíamos escapar a él.

El 6 de septiembre, en la octava semana de las deportaciones, Simon vino a vernos a las cinco de la mañana, pero en lugar de apartar la vitrina de nuestro escondite como solía hacer, lo notamos completamente descompuesto. Al principio no pudo decir ni una palabra, y tardó un rato en recuperar el control como para balbucir confusamente:

—Todos los judíos que sigan en el gueto deberán reunirse en la calle antes de las seis de la mañana; el que tenga tarjeta, trabajará; el que no tenga tarjeta, irá a los trenes…

—¿Qué tarjeta? —pregunté.

—¡Las tarjetas! —exclamó él, como si ya me lo hubiera explicado y yo fuese demasiado dura de mollera.

—¿Qué tarjetas son esas? —insistí, y Simon comprendió que no había entendido nada de lo que había dicho.

—Son unas tarjetas amarillas con un número. Las dan las fábricas y las organizaciones judías, y los jefes deciden quién sobrevive; los jefes de los hospitales, de la Policía, del Consejo Judío…

Los mismos judíos debían decidir quiénes de ellos merecían vivir.

A los nazis siempre se les ocurrían perversidades cada vez mayores.

Y siempre de manera que uno aún pudiera concebir alguna esperanza de lograr formar parte de los últimos 450 000 judíos, de lograr hacerse con uno de esos números que implicaban seguir con vida, aunque el compañero tuviera que ir a la muerte.

Sin ese último atisbo de esperanza ciertamente se habría producido un levantamiento, pero de ese modo todos los habitantes del gueto aprovechaban el tiempo que les quedaba para pelear, pedir, suplicar a sus superiores y así recibir una de las tarjetas.

Los demonios sabían cómo quebrar la resistencia antes incluso de que se produjera. Salvo en casos como el de Amos.

—A mí no me han dado tarjeta. —Simon rompió a llorar—. Tienen quinientas para dos mil quinientos policías…

Estaba plantada ante mi hermano sin saber qué hacer. Lo suyo habría sido darle un abrazo, aunque no le hubiese supuesto ningún consuelo, pero no quería hacerlo. El lacayo fiel de los demonios había enviado a judíos a los campos y ahora había sido condenado a muerte. No tendría que haberles creído nunca. Nadie tendría que haberles creído jamás.

—Te esconderás con nosotras —decidí.

Aunque no sabía cómo. En la despensa no había bastante sitio para todos, uno de nosotros tendría que esconderse en otra parte de la casa, y no sabía dónde.

—¡No! —exclamó mi hermano.

—¿No? —pregunté sorprendida.

—Han dictado nuevas órdenes: al que encuentren le pegarán un tiro en el acto.

Posiblemente fuese mejor que la cámara de gas. Aun así me estremecí al pensar que podía morir de esa forma.

—Me presentaré en la estación, los alemanes verán que soy un policía joven y fuerte, y seguro que me dejan vivir aunque no tenga tarjeta, porque puedo ser útil.

Seguía creyendo en la misericordia de los demonios.

Pobre idiota.

Simon se puso bien tieso, respiró hondo y salió de casa. Sin despedirse de nosotras. Nos dejó en la estacada, y no lo detuve, ni siquiera le dije nada a modo de despedida. Como a él ya no le importaba la suerte que pudiéramos correr, tampoco me paré a pensar yo en cómo le podría ir, sino tan sólo en qué sería de nosotras ahora. Es decir, que a mi manera yo también dejé solo a mi hermano.

Sin embargo, no tuve mucho tiempo para pensar en cómo nos las arreglaríamos para conseguir comida, porque enseguida oí los pasos. Botas.

Soldados que subían por la escalera, abriendo de golpe las puertas. Presa del pánico, metí a Hannah, a Ruth y a mi madre en la despensa.

—¿Y tú? —preguntó Hannah desde el oscuro agujero.

—Alguien tiene que correr la vitrina.

Mi hermana me miró con cara de horror.

—Me buscaré otro escondite.

—¿Dónde?

No tenía ni idea, así que contesté:

—Ya encontraré algo.

Cuando iba a mover la vitrina, Hannah me dijo:

—¿Mira?

—¿Qué?

Mi hermana se acercó a mí y me dio un beso en la mejilla. La quería tanto.

En el piso de abajo los soldados gritaron algo en ucraniano.

Tapé deprisa la despensa con la vitrina y le pedí a Ruth:

—No tosas. Por lo que más quieras, no tosas.

Salí corriendo de la cocina, preguntándome dónde podía esconderme, y decidí subir al desván. Quizá pudiera salir al tejado.

Justo cuando iba a atravesar la puerta oí que los hombres ya habían llegado a nuestro piso. Ya no había ninguna posibilidad de subir al desván. Ni tampoco de esconderme. Darían conmigo y me matarían.

A no ser que…

Corrí al cuarto de estar, cogí una maleta vacía que se había dejado la familia de Cracovia, metí al tuntún algo de ropa que había tirada por el suelo y la cerré. Oí que abrían violentamente la puerta de casa; los soldados de las SS daban sus órdenes a grito pelado, unas órdenes cuyas palabras no entendía ningún judío polaco, aunque sí captaba el significado.

Salí al pasillo con la maleta y llegué a la puerta justo cuando entraban los soldados, pistola en ristre. Eran tres, todos rubios, todos con la mandíbula cuadrada, todos en la veintena. Por un momento se sorprendieron de verme.

—Iba a bajar ahora mismo —mentí.

Los ucranianos no entendieron mis palabras. El hombre que tenía delante me apuntó con su pistola, y los otros lo imitaron. Como si una bala no bastara para una judía.

Señalé la maleta y repetí, con la frente empapada de sudor, despacio y con suma claridad:

—Iba a bajar ahora mismo.

Los ucranianos seguían apuntándome con sus armas, daba la impresión de que no los convencía. Me pegarían un tiro en el acto si no hacía algo. Pero no sabía qué podía hacer, el miedo me impedía pensar con claridad.

El que tenía delante dobló el dedo en torno al gatillo.

—¡Estación! —exclamé, despavorida—. ¡Estación!

¡Esa palabra tenían que entenderla por fuerza!

El soldado apartó el dedo del gatillo y bajó la pistola. Los otros dos siguieron su ejemplo: habían entendido. Sólo entonces me di cuenta de que me temblaba todo el cuerpo. Ahora únicamente esperaba que Ruth no tosiera. No se oyó nada. Gracias, Ruth.

Los soldados me indicaron que los siguiera, y salí de casa con ellos. Ahora iba camino de las cámaras de gas, pero Hannah, mi madre y Ruth se hallaban a salvo.