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Las siguientes semanas en nuestra despensa asfixiante y oscura fueron más soportables que antes. Aunque con cada día que pasaba me dolían más las rodillas y las piernas en general, volvía a tener esperanzas: a fin de cuentas, los Aliados debían de tener conocimiento de los crímenes perpetrados por los alemanes contra los judíos. Ellos acudirían en nuestra ayuda, tenían que hacerlo: bombardear las vías de tren que conducían a Treblinka para que no se pudiera mandar a nadie más a las cámaras de gas.

Cuando Simon venía por la tarde, yo le preguntaba enseguida si había alguna novedad de la Resistencia. Para espanto de mi hermano, esta era cada vez más activa. Para entonces, el ŻOB hasta les prendía fuego a casas vacías para que las posesiones de judíos asesinados no cayeran en manos de los alemanes. Me alegré tanto que Simon me soltó enfadado: «Ten cuidado, no vayan a incendiar vuestra casa».

Ni siquiera esa perspectiva podía quitarme la alegría. Me imaginaba adhiriéndome al grupo de Amos. Planearía atentados con ellos. No sólo contra policías judíos, sino también contra las SS. Me acercaría a Frankenstein con una pistola y le diría: en nombre del pueblo judío te ejecuto por el asesinato de un sinfín de niños. Por un largo y dulce momento disfrutaría viendo el miedo en los ojos de Frankenstein. Luego apretaría el gatillo y le metería a ese cerdo una bala en la cabeza. Que los alemanes tuvieran miedo. Tanto como nosotros. Que temblaran más con nosotros, los judíos, que con los aviones de los Aliados.

Me imaginaba entrando en la célula de Hashomer Hatzair y compartiendo con los demás miembros de la Resistencia un campamento de colchones. Llegaría a ser de los más valientes. Sin temer a la muerte ni a la tortura, planificaría y cometería nuevos atentados. Junto con Amos reduciría a cenizas el cuartel general de la Policía judía, tiraría cócteles molotov a los camiones alemanes y ejecutaría a oficiales de alto rango. Amos vería la clase de persona que era, dejaría a su novia por mí y nos besaríamos con más pasión incluso que aquella vez en el mercado. Con mucha mucha más pasión.

Naturalmente, todas esas chifladuras eran equiparables a las historias de Hannah del capitán Zanahoria, que cuando luchó con su espada contra el bailarín de ballet loco le gritó: «Me ha tocado bailar con la más fea».

Al grupo de la Resistencia no podría llevarme a mi madre, a Ruth y a Hannah, y tenía miedo de morir y más todavía de los sótanos de la cárcel de Pawiak, donde los alemanes infligían sus torturas. Jamás en la vida habría tenido la fuerza necesaria para resistir la tortura. A los nazis no les haría falta darme muchos golpes con la vara en la planta de los pies para que desvelara todos los secretos de la Resistencia y traicionase a mis camaradas. Al fin y al cabo, había bastado un golpe en la herida del brazo para que casi me desmayara.

Y tampoco sería capaz de matar a nadie. Fuera cual fuese la causa. Prenderles fuego a casas podría, por supuesto, pero para disparar a alguien no tenía la sangre fría necesaria. O tal vez no tuviera nada que ver con la sangre fría. Para eso hacía falta un odio encendido. Un odio que apagara cualquier sentimiento de compasión por la víctima.