27

Tal y como había prometido, Simon venía a vernos todas las tardes. Y yo siempre tenía miedo de que hubiera llegado el día en que no hubiese cubierto el cupo de judíos y nos delatara.

¿Cómo lo haría? Posiblemente no nos sacara él mismo de casa, sino que tan sólo les diera el soplo a los soldados de dónde podían encontrarnos. De ese modo no tendría que mirarnos a los ojos cuando vinieran por nosotras y nosotras no estaríamos seguras del todo de que había sido él el que nos había traicionado.

Pero Simon siempre encontraba a otros judíos a los que poder enviar a Treblinka. Y en lugar de nosotras eran otros los que iban a la cámara de gas.

«Lulei, lulei…».

¿Cuánto más duraría esta locura? Ya habían asesinado a cientos de miles. ¿Acaso tenía que morir hasta el último judío?

Con cada día que pasaba tenía menos esperanzas de que fuéramos a escapar de la quema. Incluso yo empecé a toser del nerviosismo, como si ya tuviese ceniza de los muertos en los pulmones.

No obstante, lo que me contó Simon cuando llevábamos dos semanas y media escondidas me levantó el ánimo por primera vez desde hacía mucho tiempo: a Szeryński, comandante de la Policía judía, lo había herido de gravedad… un judío.

Eso exactamente, un judío.

Los judíos se habían rebelado contra la opresión.

Por primera vez.

No había ningún otro policía que se mereciera tanto morir como Józef Szeryński. Ese cerdo era un judío que mucho antes de que estallara la guerra se había hecho católico y no quería saber nada de los suyos. Como es natural, eso no les importó lo más mínimo a los nazis, que lo metieron también en el gueto: para ellos un judío era un judío, aunque él se considerara católico. Sin embargo, se quedaron tan impresionados con el talento organizativo de Szeryński, y más aún con el odio personal que le inspirábamos —se debiera a lo que se debiese—, que lo nombraron jefe de la Policía judía. Cumplía con empeño todas las órdenes que recibía. En particular durante la operación de reasentamiento. Días tras día se cercioraba en la estación de que subiesen bastantes judíos a los trenes. Permanecía sentado en una calesa, se daba golpecitos en los zapatos con el látigo, aburrido, y observaba el trajín como si exterminar a su propio pueblo fuese una molesta tarea burocrática.

¡Ahora su calesa estaría vacía!

—Fue un policía judío el que le pegó un tiro a Szeryński —contó Simon desconcertado.

Yo no tenía muy claro a qué se debía ese desconcierto: ¿se sentía orgulloso de que uno de los suyos le hubiese disparado a su superior y no quería admitirlo? Aunque posiblemente sólo estuviera más nervioso de lo que ya estaba, puesto que ahora, para colmo, a ser policía judío había que añadirle el temor a los demás policías.

—El autor del atentado llamó esta mañana a su puerta —contó mi hermano—. Primero, cuando abrió el ama de llaves, el tipo le dijo que tenía una carta para Szeryński.

Simon había dicho «el tipo», lo cual probablemente quisiera decir que no se sentía orgulloso de que el autor fuera uno de los suyos.

—Cuando apareció Szeryński, el tipo sacó una pistola. Se le encasquilló. Probó otra vez y le dio a Szeryński en la mejilla. El tipo posiblemente pensara que había muerto, porque se subió a una moto y se fue. Pero de todas formas lo más probable es que lograra su objetivo, porque Szeryński agoniza.

Era estupendo oír eso.

Estaba agitada. Inquieta. De un modo distinto que no conocía hasta ese momento, incluso feliz.

Quizá no estuviera bien alegrarse de que alguien hubiera intentado matar a una persona, pero así y todo me alegraba de todo corazón. Después de tanto tiempo de sufrimientos alguien devolvía el golpe.

—¿Se sabe quién fue el que atentó contra él? —inquirí—. ¿Lo han cogido?

—Ni una cosa ni la otra.

Me alegré más aún.

Y noté que a Simon no le hizo ni pizca de gracia.

—Es uno de los policías que se pasaron a la clandestinidad cuando empezó la operación…

… Demostrando con ello que tenía más decencia que mi hermano.

—¿Y se sabe a qué grupo pertenece? —quise saber, y esperé con todas mis fuerzas que se tratara de Hashomer Hatzair (el grupo de Amos), ya que así, en cierto modo, yo tendría algo que ver con esa gran hazaña: había conocido personalmente a un judío que se había defendido. A uno de ellos hasta lo había besado una vez.

—Al ŻOB —censuró mi hermano.

—¿ŻOB?

—Organización Judía de Lucha.

Lo dijo casi escupiendo las palabras, y de pronto lo entendí: Simon había hecho un pacto con los demonios para salvar la vida. Pensaba que no había por qué tener miedo mientras les prestara un buen servicio y sembrara suficiente terror. Pero ahora no sólo los demonios eran cada vez más impredecibles y enviaban a las cámaras de gas a todos aquellos lacayos que no trabajaran lo bastante bien; ahora también corría peligro por parte de las víctimas. Un judío le había pegado un tiro a un comandante. ¿Cuán seguro estaba entonces un policía corriente como Simon?

—El ŻOB aglutina a las organizaciones judías Dror, Akiba y Hashomer Hatzair —explicó mi hermano.

Hashomer Hatzair: ¡Amos formaba parte de él!

—Esos cerdos serán la perdición de todos nosotros —añadió, furibundo y asustado.

—¿Qué? —No podía creerme que pensara así.

—Con que maten a un solo alemán, nos aniquilarán a todos.

—Lo harán de todos modos.

—Pero no a todos.

—¿Es que no sabes lo que hacen en Treblinka?

—¡Pues claro que lo sé! —La voz le temblaba de ira—. Pero, si no los provocamos, los alemanes no nos matarán a todos. La operación no durará eternamente, y podemos sobrevivir a ella. Podemos formar parte de los últimos cincuenta mil judíos de Varsovia que trabajarán para ellos aquí hasta que termine la guerra.

No sólo lo esperaba, lo creía. No creía en Dios, ni en él mismo: creía en la misericordia de los demonios. ¿Qué sentido tenía pelearme con él? Decidí no decir nada y alegrarme en silencio de que Amos luchara por el honor de todos nosotros. No, alegrarme se quedaba corto. Me llenaba de orgullo.

Esa misma noche, los primeros aviones rusos sobrevolaron Varsovia y lanzaron bombas sobre la ciudad. ¡Menudo día!