26

A partir de ese momento, Ruth pasó a compartir la despensa con nosotras. Tuvimos que apretarnos aún más, y a la media hora nos dolían tanto las piernas de estar dobladas que por la noche, cuando salíamos, al principio no podíamos levantarnos.

Ruth no paraba de toser y yo no se lo podía impedir, aunque se lo pidiera de buenas maneras, la advirtiera encarecidamente o le gritara que si no dejaba de hacerlo podía costarnos la vida a todas. Con ella perdía los nervios, cierto, y no sólo porque tenía miedo, sino porque la tos me recordaba una y otra vez cómo sería el final: latigazos, perros y, por último, la cámara de gas.

«Lulei, lulei…».

La única de nosotras que no iba perdiendo la razón poco a poco o ya la había perdido era Hannah, que continuaba con sus relatos de las 777 islas. Naturalmente, no diez horas seguidas, pero seguía contando, unas veces durante media hora, otras sólo cinco minutos. Y cuando narraba, cesaban incluso las toses. Ruth escuchaba embelesada cómo Hannah y Ben el Pelirrojo le birlaron al Brujo del tiempo el segundo de los tres espejos mágicos. También a él los héroes lo vencieron gracias al poder de su amor. Por mucha lluvia, granizo o rayos que les lanzara el brujo, el amor era más fuerte que cualquier tormenta.

Seguro que mientras escuchaba eso, Ruth pensaba en su Szmul. Yo, en cualquier caso, pensaba en Daniel. Por culpa de lo que le había hecho, su amor por mí se había apagado para siempre. ¿Dónde estaría ahora? ¿Seguiría con vida?

¡Debía seguir con vida!

En su viaje, Hannah y Ben llegaron a la Isla de las Bufandas, en la que todos sus habitantes tenían que llevar esa prenda de ropa, o en caso contrario los ahorcaban. En ese relato Ruth no pudo evitar esbozar una sonrisilla, ya que Ben el Pelirrojo, al ver la cara que ponía Hannah al darse cuenta de que no tenía bufanda, soltó: «¡Está que bufa, anda!». Yo también me reí, por primera vez desde hacía mucho, a carcajada limpia. Y en ese momento alegre me dio lo mismo que algún soldado de las SS pudiera oírme.