24

Recorrí las calles del gueto como una sonámbula. Sin sentir nada: ni el calor, ni la sed, ni mi piel quemada por el sol. No prestaba atención a lo que había alrededor, ni siquiera me preocupé de que al doblar la siguiente esquina pudiera toparme con un control de las SS. Tenía un agujero en el corazón.

Uno presiente en qué momento ha perdido para siempre a alguien, y yo había perdido para siempre a Daniel.

Sólo cuando me vi en el portal de casa caí en que en un principio pretendía ir a ver a Simon. Y sólo me di cuenta porque mi hermano venía hacia nuestra casa por el otro lado de la calle. Con una cesta llena de pan, jamón y queso, una comida que no me abrió el apetito, aunque debería tener hambre por fuerza.

—Tenemos que hablar —apremió mi hermano cuando nos reunimos en la misma puerta del edificio.

No le respondí.

—Tenemos que hablar —repitió.

—Ya estás hablando —contesté débilmente, y me senté en la escalera. En la acera de enfrente, sobre las casas, se ponía el sol, un juego de colores encendidos en cuya contemplación me habría gustado perderme para siempre.

—Tenemos que buscaros un sitio donde podáis esconderos —instó Simon.

No dije nada, tan sólo contemplaba las llamaradas del cielo.

—¡Por el amor de Dios, Mira! —Simon me cogió por los hombros y acercó mi cara a la suya—. Nadie está a salvo ya. Irán a por todo el mundo.

El aliento le apestaba a tabaco. ¿Desde cuándo fumaba? Daba lo mismo.

—Registrarán todas las casas, una y otra y otra vez —me confió—. Como no son bastantes los que van voluntariamente a la estación, ni siquiera por la mermelada, nos han amenazado a nosotros, a los policías: deportarán a todo el que no descubra a cinco judíos por día.

Había conseguido captar mi atención:

—¿Entregas a judíos… a tus enemigos?

—¿Qué otra cosa puedo hacer? —respondió Simon, desesperado.

A Daniel le habría gustado morir con sus hermanos del orfanato, y el mío enviaba a otros a la muerte para seguir viviendo.

¿Qué clase de persona quiere uno ser?

—Pero sólo llevo a los trenes a desconocidos —intentó defenderse Simon.

¿Qué quería decir con eso? ¿Qué clase de disculpa por su comportamiento era esa?

—De lo desesperados que están, otros policías llevan a la estación a sus propios padres…

—¿Qué?

—Esos cerdos dicen que al fin y al cabo los padres ya han vivido su vida —contó mi hermano—. Yo aún tengo que vivir la mía.

Llamaba cerdos a sus compañeros, como si de ese modo él saliera mejor librado.

—Nunca enviaría a mi familia a la muerte —afirmó con desesperación—. Tienes que creerme.

¿De verdad? ¿Se podía abrigar semejante sospecha de un hermano?

—¿Me crees, Mira? ¿Me crees? —me preguntó, zarandeándome.

Estaba claro que solamente se calmaría si le mentía.

—Te creo.

Me dejó, e insistió:

—Tenemos que buscaros un escondite.

Simon quería ayudarnos para demostrarse a sí mismo que no era un cerdo como los demás. De modo que por eso había ido a vernos la primera vez después de tanto tiempo, para descargar su conciencia, demostrarse que era una buena persona que se había visto obligada a actuar mal.

Entramos en casa, y mientras subíamos la escalera aseguró:

—Os traeré comida todos los días. Puedo conseguir más que suficiente.

—¿Tanto dinero tienes? —inquirí, y me arrepentí nada más decirlo, puesto que podía imaginarme de dónde salía el dinero: de judíos desesperados que lo sobornaban para que les perdonase la vida.

—Me he casado —repuso él.

No acababa de entenderlo.

—Con Leah, la hija de un judío rico. Me dio dinero a cambio. Mucho.

Al ser la mujer de un policía no sería deportada. El amor había muerto definitivamente en el gueto.

Cuando llegamos a nuestro piso, Simon dejó en la mesa la cesta con la comida. Mi madre quiso abrazarlo para darle las gracias, pero él no la dejó. Probablemente quisiera evitar que le hiciera preguntas, de dónde había sacado todas esas exquisiteces, y entonces quizá tuviese que contarle que ahora tenía una nuera.

Tampoco quiso hablar con Hannah, mi hermana sin duda habría podido preguntarle qué hacía todo el día en su trabajo. Puesto que quería que lo viésemos como nuestro salvador, habría tenido que responder a esas preguntas con mentiras, y sabía que Hannah era demasiado lista para tragárselas.

De manera que, en vez de hablar, Simon fue a la cocina, o más exactamente a la pequeña despensa que había en ella, cuyas baldas vacías le recordaban a uno que no había sabido apreciar en lo que valían los tiempos en que aún estaban repletas.

—Este es el escondite perfecto para vosotras —aseveró Simon.

—Pero si ahí dentro no cabemos todas —objeté.

—Cabréis cuando quite los estantes. Así podréis meteros las tres.

—Como mucho con las piernas dobladas.

—Pero cabréis.

—Los alemanes abrirán la despensa —argüí.

—No si delante hay algo grande y la despensa no se ve.

Fue corriendo a la sala de estar. Lo seguí y lo vi delante de una vitrina gigantesca. Las puertas estaban sucias, una tenía una raja, y tras el cristal había un montón de platos no precisamente limpios que había dejado la familia de Cracovia.

—Seguro que basta para ocultar la despensa —opinó mi hermano—. Os metéis por la mañana, antes de que salga el sol, y yo taparé la entrada con la vitrina. Y cuando los alemanes paren, al anochecer, la quitaré y podréis salir.

—Y el aire ¿qué? ¿No nos ahogaremos ahí dentro?

—También quitaré la puerta, y así entre la vitrina y la despensa habrá un espacio por el que entrará bastante aire.

—¿Y si los alemanes ven la puerta y las baldas tiradas por aquí? —A mí aquello no me convencía mucho.

—Las haré pedazos para que no se sepa lo que eran y llevaré la madera al sótano.

—¿Y qué pasará si no vienes por la tarde?

—También podréis mover la vitrina desde dentro, o sea que podréis salir. A mí sólo me necesitáis para colocarla delante cuando estéis dentro.

Seguía sin estar muy conforme, y no tenía que ver con que no viera la necesidad de disponer de un escondrijo; ni tampoco con el hecho de que tuviésemos que pasar horas apretujadas y a oscuras día tras día. Había algo más que me inquietaba.

—Así que tenemos que poner nuestra vida en tus manos, ¿no?

—Por la tarde os traeré de comer y beber.

—Te he hecho una pregunta.

—¿Acaso tienes otra elección? —replicó él, ofendido.

No la tenía, pero no quería admitirlo, y contesté:

—Siempre hay otra elección.

—Los trenes —dijo Simon—. Esa es la otra elección.

Ahí sí que no pude argumentar nada. Y sin embargo no estaba dispuesta a ceder.

—¿Y si no cubres el cupo y revelas nuestro escondite para salvar el pellejo? —le pregunté.

Simon se puso hecho una furia.

—¿Me crees capaz de hacer algo así?

—De eso y de mucho más.

—¡Eso no pasará! —Ahora estaba fuera de sí.

—Me cuesta creerlo —le solté.

—Lo juro —dijo mi hermano con voz trémula, y me dio la impresión de que con esa promesa quería sobre todo convencerse a sí mismo.

No puse más reparos, no tenía sentido. Era cierto, no había otra elección. No obstante, para Simon significó que confiaba en él. Respiró hondo y se puso a desmantelar la despensa. Yo le eché una mano. Era la primera vez en mucho tiempo que hacíamos algo juntos. La última había sido cuando representamos una obra de teatro por el cuadragésimo cumpleaños de mi madre. Hannah la escribió a la temprana edad de diez años y la tituló: Nadie puede separar a los hermanos. Aunque sean idiotas.

Ojalá fuese así.

Mientras sacábamos los estantes de la despensa no cruzamos ni una palabra. Simon estaba demasiado decidido a ayudar, a hacer algo bueno. Y yo no pude sino acordarme nuevamente de Daniel.

Le había salvado la vida. A esa idea me aferraba yo. Para que me sirviera de sostén, ya que había perdido para siempre el apoyo que me brindaba. Sin él me habría rendido cuando se suicidó mi padre. Sin Daniel, ¿cuánto tardaría en darme por vencida? ¿En dejar que me llevaran al tren a cambio de un poco de mermelada? ¿Hasta cuándo aguantaría si no tenía a nadie que me diera fuerzas?

Tardamos unas horas en preparar la despensa, convertir en leña y llevar al sótano la puerta y las baldas y trasladar la vitrina a la cocina. Ya era medianoche cuando acabamos y Simon y yo volvimos a hablar.

—¿Dónde puedo dormir esta noche? —me preguntó.

Hasta para los policías judíos era demasiado peligroso andar de noche por el gueto.

—Coge mi colchón —le ofrecí.

De todos modos no quería quedarme en la habitación que había sido un refugio para Daniel y para mí esos últimos días. Me acosté con mi madre, que se volvió y me dio la espalda, dormida; cerré los ojos y me aferré de nuevo con fuerza a la idea de que Daniel estaba vivo, aunque lo hubiera perdido. Hay consuelos más flacos. Mucho más flacos.

Escasas horas después mi hermano nos despertó. Aún era de noche, claro. Nos metimos en la despensa con algo de comida y bebida y nos acurrucamos en el sucio suelo de madera. No había bastante sitio para tumbarnos, por lo cual debíamos estar sentadas con las piernas dobladas. Simon tapó la entrada con la vitrina y, para no quedarnos en una oscuridad absoluta, encendimos una velita. Naturalmente, a la menor señal de extraños en el piso la apagaríamos de inmediato.

—Vendré a sacaros por la tarde —oímos decir a Simon— y os traeré algo de comer.

—Eres una buena persona —repuso mi madre.

No pude evitar esbozar una sonrisa burlona.

Ni mi madre ni mi hermano dijeron nada más.

Mientras los pasos de Simon se alejaban, Hannah lanzó un suspiro y comentó:

—Así que ahora este es nuestro nuevo hogar. Huele mucho a cerrado.

La luz de la vela iluminaba su triste rostro, el resto de «nuestro nuevo hogar» estaba a oscuras.

—Echaré de menos la luz natural.

Me habría gustado consolar a Hannah, hacer que el tiempo que tuviera que pasar apretujada y a oscuras resultara más soportable, pero no fui capaz. No tenía fuerzas.

En cambio, fue mi hermana la que contribuyó a que no me volviera loca las semanas que siguieron. Mientras que el mundo de fuera, en el gueto, era cada vez más aterrador —Simon nos informaba cuando venía a vernos por la tarde de que ya nadie estaba a salvo, ni quienes trabajaban en las fábricas ni los miembros del Consejo Judío—, Hannah nos trasladaba al mundo de las 777 islas. En realidad sólo me trasladaba a mí: mi madre se replegó en su mundo interior, en sus recuerdos de mi padre. Cada día existíamos menos para ella, y al cabo de cinco días en aquella despensa oscura dejó de hablar definitivamente.

Había momentos en los que la envidiaba. Sin duda habría sido mejor vivir únicamente recordando a Daniel en lugar de ser consciente de que estaba en un escondrijo que podía ser descubierto por las SS en cualquier momento.

En el mundo de las 777 islas de Hannah se sucedían las aventuras más alocadas: junto con su querido pelirrojo Ben y el capitán Zanahoria, emprendió la búsqueda de los tres espejos mágicos con los que se podía vencer al malvado Señor de los espejos, que ya tenía sometidas 333 de las 777 islas. El Señor de los espejos dispensaba un trato terrible a sus adversarios: los desterraba a espejos deformantes, en los que tenían que seguir viviendo para siempre como imágenes deformes. También inocentes corrían esa misma suerte: ya se tratase de niños pequeños, farolillos de papel vivientes o ardillas cantarinas, el tirano no tenía consideración con nadie.

Hannah hablaba con tal viveza de la belleza de las 777 islas —el mar tan ancho, las puestas de sol tan largas, las flores tan coloridas— que yo deseaba poder vivir allí. ¿Por qué ese mundo no era el real y el nuestro el irreal? ¿Por qué el gueto no era la invención de un narrador que vivía en una de las islas y les hablaba de él a sus habitantes, al amor del fuego de campamento, para que escucharan una historia espeluznante, escalofriante, antes de dormirse? Luego el narrador podría imaginar un final feliz para nosotros y después de tanto sufrimiento podríamos vivir dichosos hasta el final de nuestros días.

O quizá sí que fuésemos una invención, y al fin y al cabo sencillamente nuestro narrador fuera un capullo.

Cuando los héroes de Hannah se enfrentaron en la Isla del Terror con el espantapájaros del miedo para arrebatarle el primer espejo mágico, el espantapájaros echó mano de su temible amuleto de paja, un amuleto que tenía la capacidad de mostrarle a cada criatura su mayor temor, y por regla general quien veía dicho temor era destruido por él.

El capitán Zanahoria vio que su querido barco —el Conejo— se hundía en las olas. El hombre lobo vio que se le caían los dientes. Hannah y Ben el Pelirrojo también se enfrentaron a su mayor miedo: Hannah vio que Ben el Pelirrojo moriría; y Ben el Pelirrojo, que Hannah moriría. En ese momento ambos comprendieron lo cerca que estaban el amor y el miedo.

Sin embargo, fueron las primeras criaturas capaces de resistir el poder del amuleto de paja, pues había algo con lo que no contaba el espantapájaros: el amor que se profesaban era mayor que cualquier miedo.