Daniel despertó a media tarde. Yo tenía miedo. De él. Había hecho bien. Bien, sí. Pero ¿opinaría Daniel lo mismo?
Se incorporó y se llevó la mano a la cabeza. Seguro que todavía le dolía un montón, pero disimuló el dolor y se observó los dedos, que tenían algo de sangre.
Sólo al cabo de un rato me miró. Sus ojos decían que no podía entender lo que le había hecho, pero no me pidió ninguna explicación; se levantó como pudo a toda prisa, demasiado deprisa estando como estaba. Se tambaleó y fui a agarrarlo, pero me apartó el brazo de malas maneras. Sorprendida, me hice a un lado.
Con esfuerzo, Daniel se dirigió hacia el tragaluz y fue a abrirlo para ir con los niños. Al parecer no sabía cuántas horas habían pasado, no se había dado cuenta de que ahora el sol estaba mucho más bajo.
—Se han ido —susurré.
Así y todo abrió el tragaluz. No me había oído. Aunque lo más probable es que no quisiera oírme.
—Se han ido —repetí un poco más alto. Y como seguía sin reaccionar añadí—: Ya… Ya están en los trenes.
Daniel se volvió despacio hacia mí. Primero su cara reflejó incredulidad; después pugnaba por no llorar de rabia.
—No tenías ningún derecho.
—No… —balbucí. Quería decirle que no me había dejado otra elección.
—No tenías ningún derecho.
—Ahora estarías muerto… —contesté en voz queda.
—Mi sitio estaba a su lado.
—No lo habría soportado… —musité.
Su mirada rebosaba odio. Para él, yo era la culpable de que Korczak y los niños se hubiesen ido. No las SS. Yo era la responsable de que él tuviera que seguir viviendo sin su familia, en lugar de ir con ellos a un mundo, con suerte, mejor —tal y como dijera Korczak en la obra de teatro.
—Te quiero —le dije.
Por primera vez.
Nadie nunca me había odiado tanto como en ese instante.