Tardé un poco en darme cuenta de lo que había hecho: Daniel estaba inconsciente delante de mí, sobre las calientes tejas. Le sangraba la cabeza.
Dios mío, ¿y si lo había matado?
Me arrodillé a su lado para comprobar si seguía vivo. Aún respiraba. Y de repente me alegré de haberle hecho aquello. Ahora ya no podría ir con los niños. Sobreviviría. Eso si los alemanes no nos encontraban allí arriba.
Cerré a toda prisa el tragaluz para que no se fijaran en él si subían la escalera en busca de niños que se hubieran escondido.
A continuación me tendí a su lado. Aunque las tejas me abrasaban la piel, me acerqué al borde del tejado para ver lo que pasaba en la calle. Esperaba que sacaran con brutalidad a los niños y a Korczak, pero no pasó nada de eso. Los alemanes y sus secuaces salieron solos a la calle. Sin Korczak. Sin los niños.
¿Acaso le perdonaban la vida al orfanato? ¿Había golpeado a Daniel para nada?
Sin embargo, los responsables de llevar a cabo el desahucio no hicieron ningún ademán de irse. Ni un solo hombre subió a los camiones, todos esperaban ante la casa. Los soldados se encendieron cigarrillos y se pusieron a charlar, los policías judíos se limpiaban el sudor de la frente. Ni siquiera en ese instante pude evitar mirar para ver si mi hermano se encontraba con ellos, y me alivió comprobar que no estaba allí abajo.
Miré a Daniel: seguía inconsciente. Posiblemente estuviera así un buen rato. Ojalá no tuviera una conmoción cerebral. Yo, que no había pegado a nadie en toda mi vida, había herido precisamente a Daniel.
De momento no podía hacer nada por él, así que seguí tumbada en el tejado, para que no me viesen, observando lo que pasaba abajo. Los policías judíos parecían rendidos y desesperados, mientras que los soldados de las SS más bien daban la impresión de estar aburridos. Uno de ellos contó un chiste, y tres o cuatro se rieron. A juzgar por cómo lo hacían, seguro que era un chiste verde.
¿A qué demonios estaban esperando? ¿Por qué no se iban? Aquello era raro. Y cuando los alemanes se portaban de forma rara nunca era por nada bueno.
Al cabo de un cuarto de hora, más o menos, la puerta del orfanato se abrió de nuevo. Salió Korczak, luciendo un uniforme del Ejército polaco, al que en su día había pertenecido. Llevaba a un niño pequeño de cada mano: de la izquierda, a un chico que con la otra manita abrazaba con fuerza un sucio osito de peluche; de la derecha, a una niñita rubia con trencitas que llevaba una muñeca a la que le faltaba una pierna y con la que iba hablando. Seguro que consolaba a su muñeca para que no tuviera miedo de lo que se avecinaba.
Detrás de Korczak salió a la calle uno de los chicos mayores. Tendría unos trece años y sostenía en alto con ambas manos una gran bandera, la del rey Matías, el personaje infantil que Korczak se había inventado. La bandera era verde, y en un lado ostentaba una estrella de David azul sobre fondo blanco. Mientras que los brazaletes que nos veíamos obligados a llevar, y en los cuales estaba esa misma estrella, eran señal de humillación, esa bandera simbolizaba el orgullo.
En cualquier otra situación los soldados se la habrían quitado al muchacho de inmediato, pero en esa ocasión se la dejaron. La dignidad que irradiaba Korczak les infundía respeto incluso a ellos.
Poco a poco fueron saliendo de la casa los doscientos niños, que llevaban puesta su mejor ropa. Algunos iban hasta con una mochilita a la espalda, como si fueran de excursión.
Estaba claro que antes Korczak había tratado con las SS para que los niños tuviesen algo de tiempo para prepararse y para que no los echaran a la calle a voces unos soldados y les entrase más miedo todavía.
Los huérfanos se dispusieron en filas de cuatro, se cogieron de las manitas y se pusieron en marcha con sus cuidadores. A la cabeza Korczak, con el chico que iba agarrado a su sucio osito de peluche, con el que ahora se tapaba media cara, y la niña, que seguía hablando con su muñeca y de vez en cuando le daba un besito.
Las SS y la Policía judía se moderaron. Normalmente chillaban a la gente para poder llegar deprisa a la estación, y la golpeaban con la porra cuando en su opinión no iba lo bastante rápido. O simplemente cuando estaban de mal humor.
Pero a esas personitas no hacía falta meterles prisa. Guiadas por Korczak caminaban ordenadamente por la calle del gueto bajo el calor de mediodía.
La bandera del pequeño rey Matías ondeaba levemente al viento.
Me recordó la historia del pequeño rey, que orgulloso y con la cabeza alta avanzaba hacia su ejecución.
¿Se estarían acordando también los niños de esa historia?
Sea como fuere, iban con la cabeza bien alta.
Y cantando una canción:
Cuando la tormenta nos zarandea,
nos mantenemos erguidos.
Algunos de los policías judíos se echaron a llorar.
Y yo también lloré mientras los niños cantaban.