21

Ni siquiera me volví para ver quién lo había dicho, ni me acerqué a preguntar de qué orfanatos se trataba exactamente. Eché a correr sin más por las calles del gueto. Con las prisas me llevé por delante a algunas personas, hasta tiré a una anciana a la que no vi cuando doblé la siguiente esquina. En ese momento me dio completamente lo mismo que la anciana cayese al suelo y se pusiera a llorar. También me dio lo mismo que probablemente no fuese buena idea ir al orfanato de Korczak justo cuando lo estaban desalojando, ya que al fin y al cabo yo era tan joven que podían pensar que vivía allí y deportarme. Sencillamente quería ir con Daniel. Quería que se librara, que los benefactores de Korczak en el extranjero hubiesen reunido tanto dinero que con él se pudiera salvar de las garras de los nazis no solamente a él sino también a sus niños.

Llegué al orfanato sin aliento. No se veía a soldados por ninguna parte, lo que significaba que o bien llegaba demasiado tarde o…

¡No! ¡No podía significar eso!

Seguro que los niños no estaban todavía en la estación.

¡Daniel no estaba en la estación!

O al menos eso me decía cuando me dirigía hacia la puerta, cada vez más despacio. Tenía pavor de no encontrar a nadie cuando abriese, tan sólo muebles volcados, platos rotos, juguetes tirados por el suelo, tal vez un osito de peluche destripado al que hubiesen arrancado el relleno como a una criatura mortalmente herida.

No fui capaz de convencerme del todo de que Daniel no estaba en la estación, mi miedo era mayor que mis esperanzas.

Agarré el picaporte y abrí la puerta, que rechinaba. Cuando dejó de chirriar oí…

… Nada.

Reinaba el silencio. Un silencio sepulcral.

Sepulcral: nunca antes había sido consciente de lo espantosa que era esa palabra.

Contuve el aliento. Quizá, eso esperaba, se debiera a mi acelerada respiración. Pero seguía sin oír nada. Desesperada, solté el aire. Cuando iba a cerrar la puerta y sentarme en la calle a llorar, oí que un niño decía arriba:

—Se muere.

Subí la escalera corriendo. Al parecer habían quedado dos niños, y uno agonizaba. ¿Habría más, escondidos? ¿Con Daniel?

Abrí la puerta de la sala y allí estaban todos los críos del orfanato, de espaldas a mí, mirando embobados un teatro improvisado. Y con ellos sus cuidadores. Y Korczak. ¡Y Daniel! ¡Daniel! ¡Daniel!

Rompí a llorar.

Los niños que tenía más cerca me miraron desconcertados. Allí estaba también la pequeña con el vestidito de lunares rojos que un día me sacó la lengua y que ahora me la volvía a sacar. Tardé un poco en serenarme, y le saqué la lengua a mi vez.

En el escenario había una niña acostada en una camita que fingía morir de fiebre. El niño cuya voz había oído yo desde abajo iba vestido de rabino, con sus vestiduras negras, su manto blanco de oración y su barba falsa. Alrededor del rabino y de la moribunda había niños de todas las estaturas y edades, que hacían como que se despedían de la pequeña. El rabino habló:

—Ya no sufrirá más, no tendrá más pesares ni más dolor. Irá a un lugar mejor.

Para los allí reunidos esas palabras supusieron un consuelo. La moribunda cerró los ojos con expresión beatífica y pasó a mejor vida. Los presentes le fueron dando un cariñoso beso, en las mejillas o en los ojos o incluso en la boca: sin duda algún que otro muchacho aprovechó la oportunidad para plantarle por fin un beso en los labios a una chica.

Cuando el desfile de dolientes cesó, Korczak empezó a aplaudir, y el resto del público se sumó a él, Daniel con especial entusiasmo. Siempre que era posible felicitaba a los niños y, de ese modo, reforzaba su confianza.

Me sequé las lágrimas con la manga de la blusa y me abrí paso hacia mi novio entre el montón de críos que aplaudían. Al verme, se quedó muy sorprendido. A fin de cuentas, desde que diera comienzo la operación sólo nos habíamos visto en el pequeño reino, supuestamente protegido, de mi habitación. Fuera de ese lugar, la última vez que habíamos estado juntos había sido cuando todavía no se deportaba a judíos como si fuesen ganado. Hacía once días, una eternidad.

Daniel siguió aplaudiendo, y sólo paró tras la quinta o sexta reverencia de los actores. Korczak, que dejó de hacerlo una reverencia antes, me miró. Estaba muy avejentado, y sin embargo sus ojos brillaron alegremente cuando me sonrió y dijo:

—Me alegro de verte, Mira.

Lo cual, traducido, quería decir, naturalmente: «Me alegro de que sigas con vida, Mira».

—Y yo a usted —contesté—. Y yo a usted.

Una niña exclamó:

—¡Señor Korczak, señor Korczak, Elias me ha quitado mi burro de peluche!

La pequeña, a la que le faltaban dos dientecitos, uno arriba y uno abajo, estaba a punto de echarse a llorar.

Korczak sonrió:

—Es normal que un burro quiera un burro.

A pesar del enfado, la niña no pudo evitar reírse.

Korczak le cogió la manita con sus viejas manos y propuso:

—Y ahora vamos a ver a esos dos burros.

Y se alejó con ella.

Daniel y yo nos quedamos solos, mientras a nuestro alrededor algunos niños empezaban a disponer las sillas y las mesas para comer. No fue necesario que se lo pidiera expresamente ningún cuidador: esos niños sabían lo que tenían que hacer para que su comunidad funcionara.

—¿Qué haces aquí? —me preguntó. No sabía si mi presencia sería motivo de alegría o de preocupación.

No supe qué contestar: los niños revoloteaban a nuestro alrededor, y los asustaría si contaba que iban a desalojar los orfanatos. Además, ¿a quién se lo había oído decir? Quizá sólo fuese uno de los muchos rumores que circulaban por el gueto y yo había reaccionado de forma excesiva.

—Te lo cuento en el tejado —resolví.

Daniel echó un vistazo, indeciso. En realidad él tenía que ayudar a los pequeños a poner las mesas.

—No tardaré mucho —le prometí, y él asintió.

Mientras subíamos la escalera, me puse a pensar qué quería decirle exactamente. Si desalojaban el orfanato —aunque no fuese ese día, acabaría pasando—, Daniel no podía estar allí. Debía sobrevivir. Quedarse conmigo. Pero ¿abandonaría a los niños? Sea como fuere, Korczak no lo haría. Ya había rechazado salvarse, y Daniel idolatraba a ese hombre. ¿Cómo iba a quedarse mientras su padre adoptivo se subía con su familia adoptiva a los vagones de ganado? ¿Qué podía mover a Daniel a quedarse conmigo?

Nuestro amor. Nuestro amor debía ser mayor que el que le profesaba a Korczak. ¿O no?

—La obra de teatro que acabas de ver —contó Daniel cuando abrió el tragaluz del desván— se llama La despedida de Sarah.

Sus palabras me apartaron de mis pensamientos.

—La ha escrito Korczak. Quiere preparar a los niños para la muerte, para que no le tengan miedo y vean el final de su vida como algo liberador.

Era lo más triste que había oído en mi vida.

Daniel salió por la ventana y yo lo seguí. El tejado estaba ardiendo por el implacable sol de mediodía. Menos mal que llevábamos puestos los zapatos, porque en las calientes tejas se podrían haber frito huevos, de haberlos tenido. Sentarse era imposible, a lo sumo podríamos haberlo hecho en una de las tablas sueltas que había tiradas por allí, ya que días antes de que comenzaran las deportaciones Daniel se proponía construir un tejadillo.

—Dime, ¿por qué has venido? —preguntó bajo el abrasador sol.

—Vente con nosotras a la calle Miła —le pedí, y las palabras me sorprendieron hasta a mí. Pero no tanto como a Daniel, que me miró como si hubiera perdido el juicio.

—Van a desalojar los orfanatos —añadí desesperada, si bien ya sabía lo que me respondería: «Mi sitio está aquí. Con los niños. Con Korczak».

Y como yo ya conocía la respuesta, no contestó nada.

—Hace un rato alguien dijo que las SS venían a buscaros —conté.

Eso sí alarmó a Daniel. Aunque temía menos por él que por los niños, también temía por su vida. Lo contrario habría sido una locura.

—Vente conmigo —insistí.

—No puedo, y lo sabes.

Lo miré enfadada.

—Pero no lo entiendo —contesté, con cierta dureza. Sin embargo, considerando lo enfadada que estaba con él en ese momento al ver que no titubeaba ni lo más mínimo, mi contestación fue incluso complaciente—. ¿De qué les servirá que mueras con ellos?

—Mi sitio está a su lado.

—Esa no es una respuesta —le espeté—. Te he preguntado de qué les servirá que mueras con ellos.

—Son mis hermanos. Me necesitan. —Ahora también Daniel se enfureció. No tanto como yo, pero para como él era, mucho, mucho.

—¡Yo también te necesito!

Entonces su rabia se esfumó, pues vio lo desesperada que estaba. Se acercó a mí para abrazarme. Se suponía que era un gesto del tipo estoy-a-tu-lado, aunque acababa de dejarme bien claro que quería quedarse con los niños pasara lo que pasase y, por lo tanto, no conmigo.

—No… —Extendí el brazo para impedírselo.

Él se quedó quieto.

—A no ser que te vengas conmigo…

No se movió.

Se me saltaron las lágrimas, pero en lugar de darles rienda suelta, grité:

—¡Korczak es viejo! Que muera él, pero ¡tú no!

A todas luces, no le hizo ninguna gracia que opinase que daba lo mismo que su querido padre adoptivo muriera. Pero a mí me daba lo mismo.

—¡No tiene derecho a llevarte con él!

—¡No es él quien decide, sino yo!

—¡Precisamente!

Nos miramos el uno al otro. Los labios me temblaban con furia, ya que ahora intentaba por todos los medios no llorar.

—Cierto, eres tú quien elige, o sea que decídete… —le pedí en voz queda. Tendría que haber dicho: «Por la vida». Pero musité—: Hazlo por mí.

Daniel no respondió.

Era evidente que tenía sentimientos encontrados.

Pero no tanto como para no poder decidir. A Korczak lo conocía casi de toda la vida, a la mayoría de los niños los quería desde hacía años. A mí solamente desde hacía unos meses. Eran una familia de doscientos miembros. Yo sólo era su novia. ¿Cómo iba a competir su amor por mí, por grande que fuera, con tal afecto?

Antes de que Daniel pudiera decir que no se decidiría por mí, y antes de que por fin pudiera dar yo rienda suelta a las lágrimas, oímos los camiones.

Nos acercamos deprisa al borde del tejado: dos vehículos se detuvieron delante del orfanato. Policías judíos, soldados de las SS y bestias ucranianas se bajaron de un salto de la caja e irrumpieron en la casa.

—¡Debo volver con los niños! —dijo Daniel, sin vacilar ni un segundo.

Quería ir hacia el tragaluz, pero me interpuse en su camino:

—¡Puede que aquí arriba no miren! ¡Y entonces no se nos llevarán!

Daniel fue a hacerme a un lado, pero yo lo cogí por los brazos y le grité:

—¡Te matarán!

Eso, claro está, él ya lo sabía.

—Mi sitio está a su lado —afirmó, repitiendo la frase que yo tanto odiaba. Y se zafó de mí y abrió el tragaluz. Y yo…

Yo estaba furiosa.

No era dueña de mí misma: no podía permitir que Daniel bajara. ¡No podía morir!

Así que cogí una de las tablas del suelo y lo golpeé con ella.