Siempre que podía, que por desgracia no era a menudo, Daniel venía a visitarnos, y siempre que nos despedíamos besándonos con ganas, Hannah decía cosas como: «Aquí no, que hay niños delante», «Vuestras babas son asquerosas» o «¿Podéis parar de una vez de morderos la cabeza?».
Cuando nos veía hacer esas cosas echaba de menos más si cabe a su Ben. El muchacho no había vuelto a dejarse caer por casa. ¿Se lo habrían llevado? ¿O acaso pensaba que Hannah había desaparecido hacía tiempo en los trenes, ya que nuestro edificio había sido uno de los primeros en ser desalojado, y lloraba amargamente día tras día? Pero entonces, ¿por qué no había venido a comprobarlo? ¿Porque no podía soportarlo? ¿O es que había dejado de querer a Hannah? ¿Qué sabía yo de lo que sentían los quinceañeros?
Aunque mi hermana cada día era más infeliz y sufría tanto que a veces incluso se olvidaba de comer, no salía de casa para ir en busca de Ben el Pelirrojo.
—No pienso salir a la calle —explicó—. No soy como los niños de los cuentos, que se meten en un bosque oscuro o en una casa encantada aunque todo el mundo les dice que no lo hagan.
En el gueto ya no era sólo la Policía judía la que llevaba a la gente a la estación. Ahora esa tarea corría a cargo de las SS y sus tropas auxiliares de Letonia, Ucrania o Bielorrusia. Hombres que, tras ser conquistada su patria, se habían unido con gusto a las fuerzas de ocupación alemanas. A cambio de una soldada y un uniforme y de tener poder sobre los judíos.
Esos hombres por fin podían dar rienda suelta a su antisemitismo. Casi no entendían ni una palabra de alemán ni tampoco de polaco, y desde luego nada de yiddish, razón por la cual para ellos todos los certificados oficiales carecían de valor. No entendían las desesperadas objeciones de: «Pero este certificado dice que mis hijos y yo estamos excluidos del reasentamiento», «Trabajo para el Consejo Judío» o «Hagan el favor de preguntar». Y aunque las hubieran entendido, no les habría importado lo más mínimo, al igual que a los alemanes no les importaba que sus cómplices pasaran por alto los certificados que ellos expedían. A esas alturas los papeles no eran más que una farsa.
A decir verdad, uno sólo estaba seguro si podía vivir en los barracones de las fábricas. Industriales alemanes como Többens y Schulz aceptaban sobornos de pobres diablos que entregaban lo último que les quedaba para poder trabajar como esclavos. Por un diamante de nueve quilates —si Többens accedía indulgentemente a ello— se podía alojar incluso la familia entera en las barracas del seguro recinto de la fábrica. Si se trataba de dinero, cobraba cien mil eslotis por persona. Yo no había visto nunca tanto dinero junto, y desde luego nunca lo había tenido. Tampoco había visto nunca al repugnante Többens, pero me imaginaba plantándome delante de ese negrero y, en lugar de darle todo cuanto poseía, escupiéndole a la cara. Aunque en realidad probablemente me hubiese arrojado a sus pies y le hubiera suplicado que me cogiera de esclava en su fábrica para salvarnos.
Quien no conseguía trabajar de esclavo intentaba esconderse o sencillamente confiaba a la desesperada en no formar parte de los miles de judíos que eran deportados a diario. Sólo era cuestión de tiempo que les tocara el turno a los orfanatos, aunque yo esperaba que el de Korczak se librase, dado que todo el mundo conocía al anciano. Sin embargo, sabía, claro está, que esa esperanza era de lo más absurda. Nuestra suerte le importaba una mierda a todo el mundo. ¿Por qué iba a importar una sola persona más que los demás? ¿Sólo por ser prominente, venerable y sabia?
A fin de cuentas, los bielorrusos y los letones ni siquiera conocerían al anciano. Y aunque así fuera, difícilmente les importarían sus avances en la reforma educativa.
—Desde que murió Czerniaków, Korczak ya no se relaciona con el Consejo Judío —contó preocupado Daniel en uno de nuestros apacibles momentos en los que estábamos tumbados en el colchón, haciéndonos arrumacos.
Nada más comenzar las deportaciones, el presidente del Consejo Judío se quitó la vida tomando cianuro, ya que, según se comentaba, no quería contribuir a que los nazis mandaran a niños a la muerte. Lo que quería decir que el viejo Jurek tenía razón: Czerniaków creía de verdad que podría conseguir algo para los judíos, y cuando se dio cuenta de que era inútil —de que toda su vida era inútil— se suicidó.
—En cambio, a Korczak no paran de lloverle ofertas para sacarlo a escondidas del gueto —siguió contando Daniel—. Los judíos del extranjero se muestran muy insistentes, han reunido un montón de dinero para él, pero Korczak dice que iría con sus huérfanos a la muerte si fuera necesario y…
—Chis… —Le puse un dedo en los labios.
No quería oír hablar de la muerte. Sólo quería quedarme para siempre en ese colchón. En esa habitación. Apartada del mundo. En brazos de Daniel.
Pero eso, por supuesto, no era posible. Al menos si quería que mi familia no muriera de hambre.
Había calculado mal, la comida que había en la casa no era suficiente, puesto que, como es natural, no fuimos las únicas que saqueamos los pisos vacíos. Por un lado estaban aquellos que, como nosotras, se habían salvado; pero, por otro, también los vagabundos, que revolvieron todos los armarios en busca de algo que llevarse a la boca. En dos ocasiones incluso tuve que echar a algunos de nuestra casa.
Entretanto, Simon no había vuelto más, por lo visto tenía la sensación de haber hecho ya bastante por nosotras. O estaba demasiado ocupado matando a palos a judíos. Probablemente ambas cosas. Sea como fuere, debía ir a ver a mi hermano y obligarlo a que nos llevara comida.
El decimoprimer día de la operación volví a salir a la calle. Tenía las heridas prácticamente curadas y el pie ya no estaba hinchado. Pese a todo, primero me quedé parada un instante en la escalera del portal: me sorprendió lo caliente que estaba. El sol de agosto era abrasador, y de haber habido en el gueto algo de verde sin duda se habría secado.
Sin embargo, el gueto parecía distinto no sólo debido al calor. Si antes de que empezaran las deportaciones lo envolvía un halo sofocante de desesperación y abatimiento, ahora el velo era de miedo. La gente iba como loca por las calles, con cara de prisa, buscando trabajo, buscando un sitio donde quedarse, huyendo del reasentamiento.
A escasos veinte metros de nuestra casa vi a un anciano con el pelo de un rubio artificial que me sonaba de algo. No tardé mucho en caer en la cuenta de quién era.
—¿Jurek? —lo llamé.
El hombre se detuvo. En efecto, era Jurek. Pero ya no tenía el pelo gris, sino teñido, e iba afeitado y peinado. Parecía unos diez años más joven, aunque eso no lo convirtiera en un muchacho.
Él también me reconoció, pero continuó andando.
Corrí hacia él, me planté delante y, en lugar de saludarlo, le pregunté directamente:
—¿Te has… te has teñido el pelo?
—Tuve que cerrar la tienda y necesito un trabajo, necesito un trabajo como sea, como sea. —Sonaba afligido—. Los alemanes sólo quieren a los judíos productivos. A los viejos no les dan trabajo…
Su mirada era inquieta. Ya no quedaba nada del anciano que esperaba tranquilamente la muerte porque había tenido una vida buena y plena.
Cuando la muerte se acercaba de verdad, comprendí entonces, nadie estaba tranquilo.
—Por eso te has teñido el pelo.
No daba crédito. Y mi sorpresa fue aún mayor cuando me percaté de que hasta se había puesto un poco de colorete para parecer más joven.
—No soy el único. Echa un vistazo a tu alrededor —dijo. En efecto: algunas ancianas también llevaban el pelo teñido, como Jurek—. Mira a esos dos… —Señaló a dos niños que iban con sus padres. Los niños no eran mucho mayores que Hannah, pero llevaban traje y corbata, lo cual les hacía aparentar más edad: así eran lo bastante mayores para conseguir un puesto salvador en una de las fábricas.
Resultaba inquietante: como un espeluznante baile de máscaras. Una mascarada para eludir la muerte.
Y la cosa se volvió más inquietante si cabe cuando a nosotros se unió una anciana con la cabeza gacha que, a diferencia de Jurek, no hacía ningún esfuerzo por aparentar menos años de los que tenía. En la mano sostenía un amuleto, que agitó ante nuestros ojos, y en particular ante los míos.
—Talismanes baratos. Talismanes baratos… —ofrecía con un perturbador sonsonete que en otras circunstancias incluso hubiese resultado cómico.
Yo estaba demasiado pasmada para reaccionar, pero Jurek la espantó moviendo con brío los brazos.
—¡Largo de aquí, bruja!
La mujer se rio y le plantó el amuleto en la cara.
—También os puedo maldecir gratis.
Jurek le soltó:
—Ya estamos malditos.
—En eso tienes toda la razón —rio la anciana, y se alejó cojeando.
Jurek, al que le temblaban las manos —cuyas abultadas venas de viejo no habría podido disimular por mucho que las maquillara—, aseveró:
—Dios no ayuda a nadie, por eso las personas vuelven a creer en la magia.
Seguí con la mirada a la anciana, que ofrecía sus talismanes a los transeúntes con la esperanza de ganarse unos eslotis.
—Y tú, ¿en qué crees, Jurek?
—Creo en la mermelada.
—¿En qué? —inquirí, perpleja a más no poder.
—Ya que voy a morir, al menos que sea con mermelada —rezongó con tristeza, y se alejó de mí.
Me quedé mirándolo, demasiado desconcertada para decirle nada más.
Unos minutos después supe a qué se refería. Cuando iba a ver a Simon, reparé en Rubinstein, el loco, que daba saltitos alrededor de un bando y decía:
—¡Con miel se cazan osos, y con mermelada, judíos!
Iba más sucio todavía que de costumbre y olía que apestaba. El hecho de que sólo llevase ropa interior y botas debido al calor no mejoraba las cosas. A su alrededor había un grupito de personas a las que entretenía a las mil maravillas. Incluso en tiempos como los que corrían Rubinstein suponía una grata distracción.
Seguía sin entender qué les había dado a todos de repente con la mermelada cuando leí el bando junto al que el loco ofrecía su espectáculo.
LLAMAMIENTO
Por el presente informo de que todos aquellos que, conforme al decreto promulgado por las autoridades, vayan a ser trasladados y los días 29, 30 y 31 de julio del año corriente se presenten voluntariamente en la estación, recibirán 3 kilos de pan y 1 kilo de mermelada por persona.
El jefe del servicio de orden judío.
Varsovia, 29 de julio de 1942.
¡Un kilo de mermelada por persona!
La mayoría de nosotros no había visto tanta mermelada desde hacía años.
Y Jurek iría con ella a la muerte.
—¡Rica, a la rica mermelada del verdugo! —vociferaba Rubinstein mientras simulaba que comía de un gran tarro de mermelada inexistente.
Sus movimientos eran los mismos que la última vez que lo había visto, cuando le sacó la mermelada a Jurek, sólo que esta vez no tenía nada.
—Quién habría pensado —cacareaba el loco, del que yo seguía sin saber si en realidad no sería un sabio—, quién habría pensado que los primeros días del reasentamiento serían considerados buenos tiempos.
Algunos transeúntes soltaron una risotada.
Rubinstein volvió a gritar su antigua melodía:
—¡Todos iguales! ¡Todos iguales!
Y soltó una carcajada de loco, y los transeúntes, también prácticamente locos, rieron con él. Poco a poco, el gueto entero parecía enloquecer.
Mientras que todos se reían, yo me enfadé: Rubinstein no era ningún sabio. Tan sólo era un loco.
No éramos todos iguales. Los judíos no eran como los alemanes, y los judíos no eran iguales entre sí.
Todo aquello no era más que palabrería demencial.
Justo cuando me iba a ir, el loco me vio:
—¿Adónde vas, pequeña? Creía que querías ser mi aprendiza.
Ni me molesté en contestar. Ya no tenía tiempo para bromas. Debía ir a ver a mi queridísimo hermano. Necesitaba comida.
Crucé el gueto a toda prisa y me metí en la calle del cuartel general de la policía. Entonces oí decir a alguien:
—¡Están desalojando los orfanatos! ¡Están desalojando los orfanatos!