18

Esa noche soñé, sorprendentemente, no con soldados, ni con atrocidades, ni con la muerte. No, tuve un sueño absurdo. Absurdo de lo bonito que fue. Y me hizo feliz en sueños. A pesar de todo. Soñé que Daniel me besaba. Fue uno de esos sueños que uno querría seguir teniendo cuando ya está despierto pero sigue con los ojos cerrados. El mundo de mi sueño era mucho más bello que el real y, gracias a su belleza, más vívido, más intenso. Me habría gustado quedarme para siempre entre los brazos de Daniel y continuar besándolo. No quería volver al mundo real, a los horrores del gueto. Mantuve los ojos cerrados y seguí sintiendo el maravilloso beso del sueño, intentando recordar cada detalle: los ásperos labios de Daniel, el hecho de que estuviéramos desnudos y pegados… Pero el sueño se fue desvaneciendo y, cuanto más intentaba yo retenerlo, tanto más deprisa se esfumaba.

Al menos a mi alrededor reinaba la tranquilidad. Sólo oía la respiración pausada de mi madre y los ronquidos de Hannah. Las dos dormían profunda y plácidamente. Mantuve los ojos cerrados, por lo menos quería disfrutar del silencio mientras durara.

No duró mucho.

Oí pasos pesados. Botas. Entraron en nuestro edificio, pero no subieron la escalera sino que se dirigieron al patio.

Contuve la respiración y permanecí con los ojos cerrados con la esperanza de que el barullo cesara si me negaba a verlo. Como si algo así funcionara alguna vez.

En el patio una voz exclamó:

—¡Todo el mundo al patio! ¡Cada persona puede llevar quince kilos de equipaje!

Abrí los ojos de inmediato y me olvidé por completo del sueño. Me levanté de un salto y corrí a la ventana. Apenas me di cuenta de que entretanto Hannah y mi madre se habían levantado, cansadas, como tampoco fui muy consciente de lo mucho que me dolía el cuerpo: en el patio había diez policías judíos.

A la cabeza se hallaba un hombre bajito, cuyo bigote parecía más grande que él. En otras circunstancias y sin uniforme habría resultado cómico, como un tipo de una comedia de Laurel y Hardy. Pero allí abajo, con su singular aspecto, parecía más intimidatorio todavía que un hombre fuerte y alto y con cicatrices en la cara.

Salí medio desnuda de nuestro agujero y fui a ver a los de Cracovia, a los que no distrajo ni mi aparición ni mi aspecto, tan ocupados estaban recogiendo sus cosas. Por una ventana miré a la calle Miła: un puñado de policías judíos la había cerrado con vallas. Algunos vigilaban las entradas a los edificios; otros irrumpían en las casas para sacar a la gente de los pisos, las escaleras y los sótanos y a continuación hacerla subir a los carros tirados por caballos que esperaban en la calle y que los llevarían al lugar desde donde salían los trenes hacia el Este.

Ante los carros había soldados de las SS alimentando a los animales. La labor de reunir a los judíos se la dejaban a los policías del gueto; ellos preferían acariciar sus caballos. Seguro que les daban de comer mucho mejor que a nosotros.

Me aparté de la ventana y volví a nuestro agujero, donde vi las caras horrorizadas de mi madre y de Hannah. Desde abajo el bigotudo gritó:

—¡A todo aquel que no baje voluntariamente al patio lo iremos a buscar!

Sopesé todas las posibilidades: esconderse era inviable, para eso tendríamos que haber preparado un armario o alguno de los espacios del sótano. El desván no era una buena opción, ya que seguro que los policías lo registrarían a fondo. Aunque a pesar del brazo y del tobillo malos yo habría podido salir al tejado por el desván, y Hannah probablemente también, sin duda mi madre no.

No teníamos elección.

—Ahora averiguaremos si los papeles de Simon valen para algo —les dije a ambas.

Oímos que en la habitación de al lado la familia de Cracovia se disponía a bajar al patio. Algunos de los niños lloraban, pero ningún adulto los consolaba. Los padres tan sólo musitaban sus oraciones.

Hannah estaba en medio de nuestro pequeño agujero, en el colchón, mordiéndose las uñas, cosa que nunca antes había hecho. Mi madre se puso a coger ropa como una loca y meterla en una gran bolsa, puesto que no teníamos ninguna maleta.

—¿Qué haces? —quise saber.

—Si no aceptan los papeles, necesitaremos cosas para ir al Este. —Le acarició el pelo a Hannah—. Seguro que en invierno hace frío. ¿O es que quieres que Hannah se congele?

El frío del Este no sería nuestro problema, y mi madre también lo intuía, si bien prefería no pensar en ello. Dejé que siguiera metiendo cosas en la bolsa y que Hannah continuara mordiéndose las uñas, aunque ya se había hecho un poco de sangre en el índice de la mano izquierda. Pasé la mano por la madera algo astillada de la mesa, procurando concentrarme únicamente en esa sensación. Quería volver a sentir que había algo más que mi miedo. Pero entonces una voz desconocida les gritó a los de Cracovia:

—¡Deprisa, más, más, más!

Casi soltó un gallo. La voz no parecía de alguien mayor, sino nervioso, al límite. Las mujeres protestaron, dijeron a la vez que todavía no habían terminado. Los maridos, por el contrario, permanecieron en silencio, y el policía chilló:

—¡Me importa una mierda! ¡Una mierda!

Ahora también rompieron a llorar algunas mujeres, mientras —a juzgar por los ruidos— los sacaban a todos de allí.

Muerta de miedo, mi madre dejó lo que estaba haciendo. Aunque debido al barullo que armaban los de Cracovia no oíamos los pasos de los policías, sabíamos que ahora se acercaban a nuestra habitación.

En el patio oímos suplicar a un hombre cuya voz desconocía:

—¡Esos son mis padres! ¡Dejad que mis padres se queden conmigo!

Pero para los alemanes los padres no eran familiares. Oímos chillar al hombre. Seguro que le habían dado con la porra.

Una mujer gritó para hacerse oír entre los gimoteos del hombre:

—Pero si mi marido trabaja en Schulz.

—¿Tienes un certificado?

—Lo tiene él, en el trabajo.

—Pues entonces te vienes con nosotros.

—¡No! ¡No! ¡Os digo que tiene el certificado!

Esa voz sí la conocía. ¿No pertenecía a la señora que antes era boticaria, que vivía dos pisos por debajo de nosotras? ¿O a la anciana Szeindel, que le daba golosinas a escondidas a Hannah mientras pudo permitírselas?

Antes de que lograra averiguarlo, nuestra puerta se abrió y dos policías judíos irrumpieron porra en ristre. Eran muy jóvenes. Como Simon. Uno tenía el pelo castaño claro pegado a la cara por la agitación y el otro, la cabeza rapada bajo la gorra de policía; seguro que había tenido piojos no hacía mucho.

—¡Fuera! —nos chilló el del pelo pegado.

Miré a mi madre, que estaba petrificada. Maldita sea, ¿por qué no le enseñaba el certificado?

—¡Fuera! —repitió el mismo joven mientras el rapado ya blandía la porra.

Hannah se hizo un ovillo en el suelo, intentaba volverse invisible.

En vano.

Como mi madre no era capaz de decir nada, solté yo a toda prisa:

—¡Trabaja en Többens!

—Enséñame el certificado.

Mi madre seguía sin moverse, de manera que cogí el papel de la mesa. El policía sudoroso lo examinó. Yo confiaba en que no se diese cuenta de que era una falsificación.

De repente se me pasó por la cabeza una cosa: si de verdad mi madre trabajaba en Többens, tendría que estar en la fábrica hacía rato. Cosiendo abrigos, haciendo flores de tela o lo que fuera. Y el policía también llegaría a esa conclusión.

El hombre seguía mirando fijamente el papel, pero no como si lo comprobase de verdad sino más bien como si se replegara en sí mismo un instante para huir de toda aquella locura.

—Tenemos que irnos —apremió su compañero, el rapado.

El sudoroso salió de su refugio interior y volvió a la realidad. ¿Qué diría ahora? ¿Se tragaría el engaño o nos llevaría con él?

Abrió la boca y… no dijo nada.

—Tenemos que irnos, ¡ya! —insistió su compañero.

—Los papeles están bien —afirmó, y me devolvió el documento, que estaba todo mojado allí donde lo había tocado con los dedos sudados. ¿Se habría dado cuenta de que era falso? ¿Y de que en realidad mi madre tendría que estar trabajando en Többens? De ser así nos había perdonado la vida intencionadamente, y sin duda se sentía aliviado de tener un buen motivo para no sacar a más personas al patio. Habría sido un atisbo de humanidad.

Los hombres salieron de nuestra casa a buen paso; nosotras nos quedamos.

Oímos las órdenes que daban abajo los policías, el llanto de los niños, de las mujeres, de hombres hechos y derechos. Ninguna de nosotras se atrevió a acercarse a una ventana para mirar al patio.

Mi madre se acurrucó en su colchón y se quedó mirando la bolsa a medio hacer, Hannah se hizo un ovillo en el suelo y se mordió las demás uñas hasta hacerse sangre, y yo pasé la mano por la mesa, una y otra vez, pero no logré tranquilizarme.