—Deja dormir a Mira —fue lo primero que volví a oír. Era la voz de Simon.
—¿Es que no quieres hablar con ella? —preguntó mi madre.
—No tengo mucho tiempo —repuso él.
Eso no era un sueño. Mi hermano estaba ahí, en la habitación.
Me pesaban mucho los párpados. Tendría que hacer un esfuerzo supremo para abrir los ojos. Una parte de mí no quería hacerlo. Prefería sumirme en las profundidades sin sueños a ver a Simon. Pero tenía que averiguar qué quería y si de verdad podía ayudarnos. Di la orden a mis ojos de que se abrieran, aunque no hicieron mucho caso.
—Seguro que Mira se alegraría —afirmó mi madre.
No se lo creía ni ella, ya sabía lo que yo pensaba de mi hermano, aun cuando ni siquiera sospechara que había sido él el que me había pegado.
—No lo creo —terció Hannah. Ella tampoco le había perdonado a Simon que nos hubiera dejado en la estacada los últimos meses.
—No, yo tampoco —corroboró mi hermano, y se le notó claramente en la voz que no quería verme.
—Se alegrará —insistió mi madre— cuando sepa lo que has hecho por nosotras.
Ahora sí abrí los ojos: debía saber lo que había hecho por nosotras.
Simon estaba junto a mi colchón, la gorra del uniforme en la mano. Ni siquiera se había sentado, como si cada segundo que pasaba con su familia fuese una tortura para él. ¿Qué le habíamos hecho para que nos tratara así? ¿O acaso le recordábamos lo que nos había hecho y esa era su tortura?
—Mira ha abierto los ojos —constató Hannah.
Mi hermano me miró asustado. Posiblemente tuviera miedo de que contara lo de la porra. Seguro que al llegar a nuestro agujero de la calle Miła se sintió aliviado de que mi madre y Hannah todavía no supieran que había sido él el que me había causado la mayoría de mis heridas.
En el colchón, mi cara quedaba a la altura de sus botas. El cuero estaba lleno de sangre. No era mía. Al fin y al cabo, él sólo me había causado cardenales y contusiones, pero no me había hecho sangrar. Alcé la vista, también tenía los pantalones manchados de sangre. Llevaba la chaqueta mal abrochada —de pequeño siempre se liaba con los botones—, su pelo enmarcaba su cara pálida, que revelaba que en las últimas horas había hecho muchas cosas. Sin embargo, no estaba herido. Al menos no que se viera. De modo que ¿de quién era esa sangre? ¿A quién más había molido a palos para las SS aparte de a su propia hermana?
No quería estar en el suelo delante de él. Otra vez no. Así que me levanté. Me dolía todo: el hombro, las costillas, especialmente el tobillo, que tenía muy hinchado. Por un instante volví a marearme, pero logré mantenerme en pie. Como estaba sobre el colchón, me hallaba a la altura de los ojos de mi hermano. Que era de escasa estatura. En todos los sentidos.
—Hola, Mira —saludó prudente, a la espera de ver cómo reaccionaría.
—Hola, Simon —contesté con ira contenida.
—Dile a Mira lo que has hecho por nosotras —pidió encarecidamente mi madre.
Fuera lo que fuese lo que había hecho, ella creía que sería capaz de reconciliarme con mi hermano. Pero por mí tendría que haber echado a los nazis de Polonia para que eso sucediera.
—Sí, Simon —lo provoqué—, dile a Mira lo que has hecho por nosotras.
—Le he conseguido a mamá un certificado de trabajo para la fábrica de Többens.
Többens era un alemán que se estaba haciendo de oro en el gueto gracias a la mano de obra barata. En su fábrica se cosían abrigos y prendas elegantes para mujeres y niños alemanes. Con los retales se confeccionaban flores artificiales con las que se adornaban los vestidos. En esa fábrica, al igual que en el resto, no se ganaba nada. Solamente daban una rebanada de pan y un café aguado para desayunar y otra rebanada de pan por la tarde. Pero si uno trabajaba allí, no lo reasentarían. Desde hacía poco, trabajar como esclavos equivalía a tener derecho a sobrevivir. Y como éramos hijas de mi madre, según el párrafo 2g un certificado como ese nos salvaría la vida.
Sólo había un detalle insignificante que imposibilitaba nuestra salvación: mi madre no aguantaría mucho las condiciones de trabajo de Többens. Once horas a destajo dándole a la máquina de coser eran demasiadas para ella. ¿Debía mencionarlo? ¿No pondría en evidencia a mi madre? Pero, por otra parte: estaba en juego nuestra supervivencia, de manera que herir sus sentimientos era algo secundario.
Simon, que me vio mirarla con recelo, me leyó el pensamiento:
—El certificado es falso.
—¿Cómo dices? —Eso sí que me sorprendió.
—Lo ha hecho mi amigo Mamel —informó mi hermano—. Tiene un talento increíble, dibuja las tarjetas para los alemanes en el puesto de mando.
—Entonces seguro que está muy orgulloso de sí mismo —apunté con amargura.
Desde luego Simon comprendió que la pulla iba más dirigida a él que a su amigo.
—Con esa tarjeta os salvará la vida sin pedir nada a cambio.
Lo dijo con mordacidad, queriendo decir en realidad: yo os salvaré la vida sin pedir nada a cambio.
—Así que normalmente cobra por ello.
—Claro.
—Claro —repetí con frialdad.
—Y no poco.
—Claro —espeté, más fríamente aún.
—Si no hiciera lo que hago —se acaloró ahora mi hermano—, todos nosotros… —Miró un instante a Hannah y por ella se escudó también en las palabras oficiales— seríamos reasentados.
Al parecer ponía en duda que los alemanes sólo necesitaran mano de obra para los campos del Este. ¿O es que sabía más de sus planes? No, ningún judío podía tomar parte en el exterminio de otros judíos. Ni siquiera los policías judíos. Aceptar sobornos, moler a palos a los suyos y obedecer órdenes infames…, los traidores hacían todas esas cosas, y sin embargo no era comparable a mandar a la muerte a su propia gente. Si Simon hubiese estado seguro, completamente seguro, de que los alemanes mataban a los deportados, hace tiempo que habría colgado el uniforme. O al menos eso esperaba yo.
—Simon nos está ayudando —aseveró mi madre al tiempo que señalaba el falso certificado de trabajo, que estaba en la mesa. Y con ello quería decir: deberíamos estarle agradecidas en lugar de hacerle reproches.
Naturalmente tenía razón. En ese momento era bueno para mí, para Hannah, para todas nosotras, que mi hermano fuera un cerdo. Así que mi padre hizo bien en su día cuando invirtió el dinero que le quedaba para que Simon entrara en la policía.
De repente me sentí culpable. Me estaba beneficiando de que mi hermano fuera un cerdo. ¿Me convertía eso en una cerda? Me avergonzaba tanto… Y no podía soportar esa vergüenza. Quería que mi hermano se avergonzara al menos tanto como yo por todo el mal que hacía para salvarnos y salvarse, por eso le pregunté con tono desafiante:
—¿Adónde has ido con los alemanes?
Él miró a mi madre y a Hannah sin saber qué hacer, no quería decirlo delante de ellas.
Con independencia de lo que hubiera hecho, yo creía que ellas debían saberlo. Quería avergonzarlo.
—¿Adónde? —insistí.
—Han cerrado mi departamento. Ya no tenemos que cultivar las relaciones con la Policía polaca, sino ayudar en el reasentamiento…
Se atascó.
Lo exhorté con la mirada a continuar. No había respondido exactamente a la pregunta.
—Hemos reunido a vagabundos —confesó mi hermano en voz baja.
Imaginé a alemanes y policías judíos, entre ellos Simon, dándoles con la porra a los más débiles entre los débiles. A enfermos, ancianos, niños. La sangre de sus botas era de una de esas personas.
Me puse a rezar. Sí, de pronto recé para que esa sangre no fuera de un niño sin hogar. Recé por el niño. Pero, sobre todo, por mi hermano. Y un poco también por mí.
Simon tragó saliva. Varias veces. Había conseguido avergonzarlo.
No me proporcionó ninguna satisfacción.
Mi hermano sufría con lo que hacía. No era más que un pobre niño asustado. Sólo que con una porra.
No llegué a compadecerme tanto como para darle un abrazo; despreciaba demasiado lo que hacía. Pero tampoco podía seguir enfadada.
—¿Y en qué van a trabajar los vagabundos en el Este? —preguntó Hannah en el silencio que se había producido—. ¿No están demasiado débiles?
Al oír esa pregunta, mi madre se sentó asustada a la mesa: ahora entendía que el reasentamiento sólo era una gran mentira.
—Van… —Simon buscaba una explicación con la que poder guardar las apariencias y que a la vez no asustara a Hannah—. Van…
—… A recuperar fuerzas —mentí—. En los campos les darán más de comer.
—De ese modo estarán directamente allí donde se origina la comida —añadió Simon.
Ambos mentimos a nuestra hermana menor para quitarle el miedo. Mentimos como los alemanes, que nos mentían a nosotros, los judíos, para manejarnos como a niños pequeños.
Hannah no se quedó muy convencida. Hasta ese día yo nunca le había mentido, en el peor de los casos quizá no se lo hubiese contado todo, pero mentir no le había mentido nunca. No quería comportarme con ella como los adultos, pero ahora los alemanes me habían forzado a ser una mentirosa. Y eso, se lo noté en su reacción —se encogió de hombros y dejó de mirarme—, fue algo que nos separó.
—Tengo… que irme —dijo Simon, y se puso la gorra. Se dirigió de nuevo a mi madre—: Los próximos días será muy difícil salir de casa. Os traeré comida.
—Gracias —repuso ella, risueña, y le acarició la mejilla como hacía antes, cuando mi hermano aún vivía con nosotros. Él la rehuyó, se despidió de Hannah con un leve movimiento de mano y antes de irse me miró un instante. Con tristeza. Disculpándose. Le daba pena lo que me había hecho, tal vez incluso habernos dejado solas todos esos meses. Cuando iba a volver la cabeza, le pedí:
—No vayas demasiado lejos.
Su mirada se entristeció más aún, las lágrimas se le saltaron, y contestó:
—Demasiado tarde.