Aunque Simon me había dado con fuerza en el hombro y las costillas, y en esos sitios las contusiones me dolían lo indecible —por no hablar de la herida del brazo, que por suerte no se había abierto—, lo que más me molestaba era el tobillo. Subir cada peldaño de la escalera del número 70 de la calle Miła me costó lo mío, y cuando llegué a la puerta de casa, el tobillo me palpitaba de tal modo que me daba la impresión de que tenía vida propia, una criatura del tamaño de un balón de fútbol a la que le latía con fuerza el corazón.
Cuando abrí la puerta, vi que en la familia de Cracovia reinaba un gran ajetreo. Ninguno de sus miembros trabajaba para el Consejo Judío, la Policía judía o alguna de las fábricas del Reich, de manera que todos ellos se disponían para el reasentamiento. Los hombres, rezando; y las mujeres, preparando las viejas maletas mientras sopesaban qué cosas debían incluir en los quince kilos que permitían los alemanes.
Me entraron ganas de chillarles: «¡Qué más da lo que os llevéis!, ¡vais a morir!».
Y más aún me habría gustado chillarles a sus maridos ortodoxos: «¿Para qué tanto rezo? ¡Si ahí arriba no os escucha nadie! Al menos nadie a quien valga la pena rezarle».
Pero ¿de qué habría servido? De todos modos no me habrían creído. Y aunque hubiera podido convencerlos del funesto destino que los nazis les tenían reservado, ¿qué podía hacer esa gente?
¿Luchar? ¿Como en Masada? ¿Esas mujeres? ¿Con sus devotos maridos? ¿Y sus diligentes hijitas, que ayudaban a hacer las maletas? ¿Y los niños, con esos tirabuzones largos en las sienes, que jugaban con una pelotita?
No eran combatientes. Ni héroes. Eran personas para las que probablemente fuese mejor ir a la muerte con una ilusión.
No, luchar solamente podían los jóvenes. Como Amos. O su Esther. O incluso…
… ¿Yo?
No, yo tenía que ocuparme de Hannah.
Me habría gustado sentarme con los hombres y rezar para que mi hermana sobreviviera. Ya no creía en Dios, pero una parte de mí aún quería confiar en él.
En ese momento recordé que ya no me sabía de memoria ni una sola oración judía. Tan sólo recordaba las católicas que me había aprendido para guardarme las espaldas cuando me dedicaba al estraperlo. Bueno, seguro que esos ortodoxos se mostrarían encantados de que me sentara con ellos a rezar el magníficat. No pude evitar sonreír. Amargamente.
Una mujer especialmente mayor, con su pañuelo en la cabeza, vio mi sonrisa y me miró desconcertada. Dejé de sonreír en el acto. No estaba bien dar la impresión de que me reía de ellos. Sobre todo cuando no era así. Pasé por delante con la cabeza gacha, sintiéndome vieja. No sólo por mi cuerpo maltrecho, sino también porque me resultaba tremendamente duro no advertir a esa gente de su destino, aunque lo correcto fuese no hacerlo.
Entré en nuestro agujero, que de pronto me pareció un refugio del que no quería volver a salir.
Mi madre no estaba tumbada en su colchón, para variar, sino sentada a la mesa. Posiblemente llevara bastante esperándome, a fin de cuentas no había aparecido por casa desde la noche anterior. Debía de pensar que me habían pillado pasando contrabando. Al verme lanzó un suspiro; no del todo de alivio —yo tenía demasiada mala cara—, pero sí estaba visiblemente contenta de que siguiera viva.
Hannah levantó la vista de uno de mis libros ingleses: Alicia en el país de las maravillas. Con ayuda del libro intentaba, además de aprender inglés, como yo, averiguar cómo construían sus historias los grandes narradores, aun cuando no entendiese casi nada de la trama.
Sin embargo, ellas no eran las únicas que estaban preocupadas por mí.
—¡Has vuelto! —exclamó aliviado Daniel, probablemente dándose cuenta del estado en el que me encontraba.
—Eres muy observador —repuse débilmente, intentando bromear. Quería transmitirles la sensación de que la cosa no era para tanto.
Daniel sonrió. Por mí. Lo mejor de él era que sabía cuándo estar callado. No me preguntó dónde había estado ni quién o qué me había dejado tan maltrecha, aunque seguramente se muriera de ganas de hacer esas preguntas. Y, sobre todo, no me hizo reproches del tipo: ya te advertí que no te metieras a estraperlista; jamás se le habría pasado por la cabeza decir algo así. Sencillamente me abrazó con fuerza.
Me eché a llorar.
Porque mi propio hermano me había molido a palos. Porque la familia de Cracovia moriría y no podía prevenirla. O, mejor dicho, no quería. Y porque había visto en los ojos del alemán que para él yo no era una persona. Ninguno de nosotros lo era. Ni siquiera Hannah.
No podía parar de llorar.
Daniel me estrechaba con fuerza. En ese momento me habría hundido sin él.
Sollozaba. Hasta que él empezó a hablar y comenzó a decir:
—Todo irá b…
—No digas eso —le pedí, y me zafé de él. No quería oír esas mentiras, esa palabrería absurda. No quería enfadarme con Daniel como me enfadé en su día con mi padre.
Hannah se acercó a mí y afirmó:
—Tienes pinta de haber comido ya.
No pude evitar reírme. Una risa algo histérica, pero risa al fin y al cabo.
—¿Qué ha pasado? —preguntó mi madre, aunque no parecía muy segura de querer saberlo de veras.
Decidí contarles una versión edulcorada de lo sucedido. No hice mención alguna a la operación de estraperlo fallida, si bien me pregunté un instante para mis adentros cómo se lo explicaría a Aszer, ya que, con o sin reasentamiento, el mafioso querría saber qué había sido de lo que me había encomendado.
Dada la nueva situación, sin duda habría de ser comprensivo conmigo, aunque, por otra parte, tipos como Aszer no habían llegado a ser quienes eran mostrándose comprensivos con los demás.
Decidí apartar mentalmente el problema de Aszer por el momento; en comparación con lo que se avecinaba, el mafioso era una preocupación menor.
Y cuán terrible era encontrarse en una situación en la que se pensaba: un mafioso al que le he arruinado un negocio no es el mayor de mis problemas.
En vez de eso preferí contarles que había ido al cuartel general de la Policía con la intención de pedirle ayuda a Simon, y allí me había topado con soldados de las SS. También conté que un policía judío me había molido a palos —¿cómo si no diciendo esa verdad a medias habría podido explicar el estado en que me hallaba?—, pero no, claro está, que había sido mi propio hermano.
—¿Viste a Simon? —quiso saber mi madre.
—Sí —logré decir entre dientes, controlando la rabia a duras penas.
Daniel me cogió la mano como para quitarme el enfado, pero eso no me tranquilizó.
—¿Nos va a ayudar? —preguntó mi madre.
—Eso dijo —repuse conforme a la verdad, recordando cómo me había visto lloriqueando en el suelo delante de él. Y le apreté la mano a Daniel de tal modo que este se estremeció, aunque de manera apenas perceptible. Cualquier otro probablemente se hubiera soltado, pero él quería mostrarme su apoyo.
—Si Simon ha dicho que nos ayudará, lo hará —aseguró mi madre.
Seguía queriendo a su hijo, a pesar de que hacía mucho tiempo que no venía a vernos ni nos daba ni una mínima parte de las raciones extra que recibía por ser policía. Igual que a mi padre, mi madre podía perdonárselo todo.
Ahora mi rabia pasó de Simon a ella. Apreté con más fuerza aún la mano de Daniel, que sin embargo no me soltó. Y gracias a ese apoyo empecé a relajarme. Poco a poco la rabia fue dando paso al agotamiento, al fin y al cabo sólo había dormido unas horas y tenía el cuerpo molido.
—¿Quieres beber algo? —me preguntó.
—Sí, por favor.
—Pues si quieres que te traiga algo, tendrás que soltarme la mano —dijo con una sonrisa adorable.
Una sonrisa. En un día así. Era un regalo.
—Entonces prefiero no beber nada —repuse, sonriendo también, y me senté a la mesa sin soltarlo.
—Te lo puedo servir yo —se ofreció mi hermanita, y cogió una jarra de porcelana blanca y echó agua en un vaso.
—Muchas gracias —respondí.
—Pero la herida del brazo ya la tenías ayer —apuntó mi hermana, que no cejaba en su empeño de saber cómo me la había hecho.
—¿Qué herida? —preguntó Daniel, sentado a mi lado en la mesa y a cuya mano yo seguía agarrada.
—Una de la que no queremos hablar —contesté.
Ahora no estaba en condiciones de referirle a Daniel mi encuentro con Amos y su gente de Hashomer Hatzair.
—Ah, esa herida —dijo Daniel, sonriendo comprensivo.
Le solté la mano, y él empezó a acariciarme la nuca con ternura. Ahora por fin volvía a sentir que en el mundo había algo más que mi miedo: el cariño de Daniel. Su amor. Y me di cuenta de que el miedo, el odio y el cansancio me habían impedido pararme a pensar un solo segundo en cómo le había ido a él ese día espantoso. ¿Qué significaba el decreto de los alemanes para el orfanato?
—¿Cómo ha reaccionado Korczak? —le pregunté.
—Ha intentado hablar con el Consejo Judío…
—¿Y?
—No lo sé. Primero quería verte a ti.
—Bueno, seguro que Korczak consigue que los huérfanos no… —Por un instante vacilé, era demasiado espantoso decir lo que pensaba, que esos niños tan despiertos y llenos de vida de los que Korczak y Daniel se ocupaban con tanto afecto morirían todos. De manera que decidí utilizar las palabras de los alemanes—: No sean reasentados.
No era de extrañar que los alemanes emplearan esa palabra: reasentar; resultaba soportable si no se leía entre líneas su verdadero significado.
—Si hay alguien capaz de proteger a los niños es Korczak —aseguró Daniel.
Lo dijo con suma confianza. Creía en su padre adoptivo más aún que en Dios. Más aún que mi madre en Simon. Tanto como los creyentes de al lado en el Todopoderoso. La fe que Daniel depositaba en Korczak era, con diferencia, la más intensa de todas.
De no haber sido una idea tan tremenda para con mi madre, habría deseado que Hannah y yo hubiésemos sido unas huérfanas bajo la protección de ese barbado anciano bondadoso, aunque cansado.
Daniel dejó de acariciarme el cuello y supe de inmediato lo que eso significaba:
—¿Quieres ir al orfanato?
—Debo hacerlo —contestó. Pero, naturalmente, además lo deseaba. Me quería, pero tenía que compartirlo con los niños del orfanato. También, precisamente, ahora. Tanto si me gustaba como si no. Y me avergonzó admitir que no me hacía ninguna gracia.
Me levanté e hice un leve gesto de dolor, ya que el tobillo herido me molestaba de nuevo. Acto seguido le di un beso en la mejilla. Él sonrió, agradecido de que no le pidiera que se quedase. Nos abrazamos y permanecimos así hasta que dijo:
—Nos vemos.
—Nos vemos —repetí.
Daniel salió de nuestro pequeño agujero, y yo fui consciente de que ninguno de los dos, aunque creíamos que volveríamos a vernos, podía decir cuándo exactamente. No dijimos: hasta esta noche o hasta mañana.
Antes de que pudiera pararme a pensar en lo que eso significaba, Hannah preguntó:
—¿Me contarás ahora cómo te hiciste la herida del brazo o no?
La herida. El encontronazo con Amos había sido el día anterior, pero era como si hiciese una eternidad. Ese hombre ya no tenía ninguna importancia en mi vida. Daniel me apoyaba; Amos sólo apoyaba a su Hashomer Hatzair.
—O no —le respondí a mi hermana, y me tumbé, completamente agotada, en mi colchón.
Ofendida, Hannah puso morro. No había entendido del todo lo que estaba pasando en el gueto, pero la mayoría de los adultos tampoco. Y aunque yo creía comprender un poco más el asunto, sospechaba que no lo sabía todo ni mucho menos.
Lo suyo sería contarle a Hannah lo que se nos venía encima. Y así lo haría. Más tarde. Cuando supiera si mi hermano podía ayudarnos y, por tanto, si aún había esperanza. Y cuando hubiera dormido algo.
Cerré los ojos y le pedí:
—Cuéntame una historia.
—¿Qué? —respondió ella, indignada. Cada vez se sentía más ofendida.
—La de las setecientas setenta y siete islas —supliqué como si fuera una niña pequeña que quiere oír un cuento para dormir. No imitaba de broma a una niña, sino que en ese momento realmente lo era.
Hannah lo intuyó, y en ese instante nuestros papeles se intercambiaron: ahora era ella la hermana mayor…, la madre…, lo que fuese…, y siguió contando la historia de las 777 islas:
En el inestable barco, el hombre lobo se hallaba ante los niños, gruñendo y enseñando los dientes. Justo cuando se disponía a hacer pedazos a Ben y Hannah, el capitán Zanahoria exclamó:
—¡No puedes comértelos!
A ellos les pareció estupendo.
—Según la ley del mar, han de cruzar la pasarela y sufrir una muerte terrible, ¡ahogados!
Eso ya no les pareció tan estupendo.
—… Si no los devoran antes las rayas amargas.
Aunque los niños no sabían qué clase de animales eran las rayas amargas, estaba claro que en el mar en el que se encontraban las 777 islas nadaban depredadores distintos de los de nuestro mundo, con los que preferían no cruzarse.
Al hombre lobo no le hizo gracia que se le escapara la comida, aunque refunfuñase:
—No importa, de todas formas están en los huesos.
El lobo cogió una pasarela suelta, la afianzó de tal modo que sobresaliera de la borda como si fuera un trampolín y azuzó a los niños para que se subieran a ella. Debido al peso, la pasarela se combó ligeramente. Bajo ellos se mecían las suaves olas, debajo de las cuales acechaban las rayas amargas o la muerte por ahogamiento, ya que ni Hannah ni Ben sabían nadar. Los niños del gueto no aprendían esas cosas.
Se abrazaron fuertemente, con cariño, se dijeron «Te quiero» y «Y-yo… t-también t-t…» y «Sé lo que quieres decir».
Luego se besaron como no se habían besado nunca antes.
En ese momento me habría gustado abrir los ojos y haber manifestado nuevamente mi opinión de que Hannah aún era muy pequeña para besarse, pero estaba demasiado cansada.
El capitán Zanahoria iba a pinchar a los niños con un sable para que saltaran, pero entonces el hombre lobo gritó:
—¡Capitán, mire! —Nervioso, sostenía el libro en alto, con ambas patas—. Vienen del mundo del gran continente. ¡La niña debe de ser la elegida!
—¿Cómo va a ser esa mocosa la elegida? —espetó furioso el capitán—. ¿Cómo va a salvarnos a todos una niña tan pequeña? ¿Cómo va a vencer al Señor de los espejos?
El capitán Zanahoria se volvió hacia Ben y Hannah, y esta exclamó:
—¡Es cierto, yo soy la elegida!
Todos se quedaron de una pieza, incluidos Ben y el capitán, que, imbuido de un profundo respeto, bajó el sable.
—Chica lista —musité antes de quedarme dormida.
—Descansa, Mira —dijo Hannah, y me acarició el pelo.
Eso me gustó.
A decir verdad, debería haber tenido pesadillas de soldados de las SS que me metían en un camión o de mi hermano matándome a palos o incluso de un capitán con un sable, pero no soñé nada. Y si soñé, no me enteré. De lo agotada que estaba, mi sueño fue tan profundo como el mar que bañaba las 777 islas.