Chełmno.
Chełmno.
¡Chełmno!
Imaginé atrocidades: que a Hannah, a mi madre, a Daniel y a mí nos metían en un camión con muchos otros, azuzados por soldados que vociferaban y pastores alemanes que ladraban. Que cerraban la puerta y nos quedábamos allí todos apiñados. En aquella estrechez sofocante apenas teníamos aire para respirar, y nuestros ojos tardaban mucho en acostumbrarse a la oscuridad del camión. Más que ver a los demás, los sentía. Escuchaba su respiración agitada y casi podía palpar su miedo. La mayoría se preguntaba adónde nos llevaban, y yo sabía que en ese camión no iríamos a ninguna parte.
Escuchábamos el ruido del motor, pero el vehículo no se movía del sitio. ¿Por qué iba a hacerlo? Lo importante no era eso. Lo importante eran los gases de escape. Que introducirían en el camión.
En un principio la gente estaba desconcertada. Los más listos comprendían deprisa de qué se trataba. Y gritaban: «¡Nos van a matar! ¡Nos van a matar!».
Empezábamos a toser, a mi lado Hannah pugnaba por respirar, mi madre tenía espasmos y se retorcía. Por mi parte intentaba no vomitar. En vano. Empezaba a devolver. Estábamos tan apiñados que manchaba a los demás, el vómito ni siquiera llegaba al suelo.
A la gente le entraba el pánico, todos se abrían paso a codazos en la oscuridad, entre el humo, hacia la puerta, que, como era de esperar, seguía cerrada. Los que estaban allí eran aplastados contra ella. Pero estaban tan aterrorizados que les daba lo mismo. También les daba lo mismo que hubieran tirado a Hannah al suelo. Pisoteaban a la pequeña, que gritaba. Y gritaba. Y gritaba.
Hasta que dejaba de gritar.
Yo quería levantar a mi hermana, pero no podía llegar hasta ella porque la masa me apartaba. Mientras, el resto, con el aire que le quedaba en los pulmones, pedía ayuda y compasión. Los primeros caían al suelo. Inconscientes.
Ya no veía a Hannah. Ni a mi madre. En el oscuro camión, con la negrura de los gases de escape, ya no se veía nada. Daniel intentaba sostenerme sacando fuerzas de flaqueza, seguía a mi lado incluso cuando estaba a punto de morir. Pero no podía decir nada, porque también tosía.
Yo perdía el sentido, ni siquiera agonizaba. Luego Daniel se desplomaba también, y los dos caíamos al suelo. O mejor dicho, caíamos sobre otras personas. Y, sobre nosotros, otros que habían aguantado un poco más. Nos aplastaban. Y ya no podía respirar…, ya no podía respirar…, no podía respirar…
La respiración se me aceleró al oír el anuncio, casi como si ya me hubiesen metido en uno de esos camiones.
—Tampoco será tan malo, muchacha —me dijo, dándome un empujoncito, un anciano que a pesar del calor llevaba un abrigo sobre la camisa (posiblemente ya no tuviese ninguna chaqueta)—. A los alemanes les falta gente que trabaje en los campos de Ucrania y Bielorrusia, por eso nos trasladan.
Según lo dijo no parecía que pretendiera infundirse valor, sino que lo creía de verdad. Seguramente Amos lo hubiese zarandeado y le hubiese gritado: «¿De verdad crees que los alemanes piensan mandar a los campos precisamente a un vejestorio como tú?».
Así que Amos no era ningún idiota, como yo pensaba.
Un capullo, quizá.
Un fanático, desde luego.
Pero un idiota, no.
Él y sus amigos lo habían visto venir mientras los demás estaban ciegos. Como yo.
—Puede que, a diferencia de mí, tú seas una de las muchas excepciones —me animó, risueño, el anciano.
¿Excepciones?
En efecto, ¡había excepciones!
En el decreto también se especificaba quiénes no serían trasladados al Este: todos aquellos judíos que trabajaran en las fábricas del Reich, en los hospitales o en labores de desinfección. Además de los miembros del Consejo Judío y sus empleados, la Policía judía…
Nada de eso nos incluía a mi madre, a Hannah, a Daniel o a mí.
Sin embargo, había otra excepción, en el apartado 2g: todos aquellos judíos que fueran familiares directos de las personas a las que se hacía mención en los apartados A-F.
Por un instante volví a abrigar esperanzas: mi hermano, Simon, era miembro de la Policía judía, nosotros éramos su familia, o sea, que no teníamos que ir al Este, o dicho de otra manera: al camión.
Lancé un suspiro de alivio.
Pero entonces terminé de leer el apartado 2g: por familiares se entiende únicamente esposa e hijos.
Para los alemanes no éramos familiares de mi hermano. Su madre no era pariente suya, y nosotras, sus hermanas, tampoco.
De manera que el apartado 2g no servía de nada: mi padre había muerto y mi madre no trabajaba, razón por la cual Hannah y yo no éramos hijas de una «persona judía» que se librara del reasentamiento.
Y aparte de eso, yo no era la mujer de nadie, aunque quizá pudiera encontrar a toda prisa un rabino que se compadeciera de mí y me casara con cualquiera. Seguro que en ese mismo instante ya se estaban celebrando bodas cuya sola finalidad era convertir a alguien en esposo o esposa para salvarle el pellejo. En esas bodas el amor no desempeñaba ningún papel. O justo al contrario, es posible que incluso desempeñara el papel principal: ¿acaso casarse con alguien para salvarle la vida no era la máxima expresión del amor?
Pero ¿con quién me habría podido casar un rabino compasivo? El único que me habría tomado por esposa era Daniel, y él no estaba incluido en el grupo que constituía una excepción al reasentamiento. Dios mío, ¿qué sería de él y de los huérfanos? ¿Podría protegerlos la fama de Korczak? ¿Se atreverían los alemanes a expulsar del gueto a ese hombre mundialmente célebre y a sus doscientos niños?
A mi lado una mujer rompió a llorar, pero nadie le hizo el menor caso. Probablemente todos pensaran febrilmente en las opciones que tenían. Aunque la mayoría no creyera que ese reasentamiento los conduciría a la muerte, nadie quería ir a un futuro incierto con sus escasas pertenencias (en el párrafo 3 se especificaba que cada persona podía llevar únicamente quince kilos). Más valía lo malo conocido del gueto que el reasentamiento en un lugar que, seguramente, además de terrible era desconocido.
Yo tampoco me preocupé por la mujer que lloraba. Tenía que ir a ver a mi hermano. Aunque los alemanes hubiesen decidido que no era pariente nuestro según el apartado 2g, Simon era la única posibilidad que teníamos de salvarnos. Debía ayudarnos, procurarnos los documentos necesarios para protegernos.
Eché a andar hacia la calle Ogrodowa número 17, el cuartel general de la Policía judía, un edificio que también daba cobijo a las SS. Mientras caminaba a buen paso por las calles, me debatía entre dar un pequeño rodeo para ir a casa a abrazar a mi hermanita y decirle que todo iría bien —aun cuando intuía que no era verdad— o no hacerlo.
Estaba segura de que en esos momentos Hannah tenía miedo. Sin duda temía también por su novio, Ben el Pelirrojo, en el caso de que sus padres no constituyeran una excepción para los alemanes. Y ¿quién, si no era yo, podía quitarle el miedo a Hannah? Mi madre, desde luego, no.
Entonces me acordé del abrazo que me dio mi padre cuando llegamos a casa después de la humillación que nos infligió el soldado alemán aquel frío día de noviembre. Mientras le curaba las heridas a Simon, me pasaba la encallecida mano una y otra vez por el pelo mientras me decía: «Todo irá bien». Pero sus ojos tristes reflejaban que no lo creía así. Si el insulto ya había sido malo para mí, el desamparo de mi padre lo fue más aún. Que además me mintiera, aunque lo hiciese con buena intención, fue lo peor de ese día. Aunque fue injusto por mi parte, esa mentira hizo que me enfadara especialmente con él.
La idea de tener que mentir yo también a Hannah y de que ella se pusiera furiosa conmigo me resultaba insoportable, de manera que decidí no ir a casa. Al menos no antes de haber hablado con Simon y de que él hiciera valer su maldita influencia en la Policía judía: ojalá no hubiera sido una fanfarronada para ganarse a las fulanas del hotel Britannia.
Costaba avanzar por las calles. Por todas partes había grupitos de personas que discutían qué significaría exactamente el decreto de los alemanes. Entreoí mientras pasaba que, el día anterior, los alemanes habían detenido a unas sesenta personas, en su mayoría judíos conocidos, incluso miembros del Consejo. Las habían llevado a la cárcel de Pawiak. Las SS las habían tomado de rehenes y amenazaban con matarlas a todas si la población se negaba a seguir sus instrucciones con respecto al reasentamiento.
A pesar de la amenaza de utilizar la fuerza, casi nadie hablaba de que esa «operación», como también se denominaba al reasentamiento, significaría la muerte para los deportados. Según la opinión generalizada, unas sesenta mil personas serían trasladadas para trabajar, y el resto podría quedarse en el gueto. Y como eran muchos los que opinaban así y yo estaba muerta de miedo, empecé a preguntarme si no tendrían razón: quizá no nos mataran a todos, quizá sólo algunos acabaran en el camión. Quizá Chełmno incluso fuera una invención de alguien que tenía una imaginación desbordada y al leer el decreto esas historias espeluznantes me habían vuelto loca.
Nos imaginé a Hannah, a mi madre y a mí en el Este, recogiendo trigo en campos soleados. Seguro que esos trigales eran bonitos. Más que el gueto.
Pensar en el sol y el espacio abierto me tranquilizó.
Era de locos lo rápido que uno podía volver a concebir esperanzas.
Tenía sentimientos encontrados.
Aparte de personas como Amos, nadie creía en el exterminio.
¿Porque sencillamente era más soportable no creerlo?
¿O porque en realidad solamente era una quimera? Encerrar a personas en camiones y asfixiarlas con gases de escape…, ni siquiera los alemanes podían estar tan enfermos.
Sin embargo, tanto si creía en el exterminio como si no, en lo que sí creía era en la supervivencia. Y para sobrevivir no podía correr ningún riesgo. Debía hacer todo cuanto estuviera en mi mano, incluso hablar con mi hermano. Suplicarle, si era preciso. Por Hannah, por mi madre. Y, sí, también por mí. Creía más en la supervivencia que en el orgullo.
Apreté nuevamente el paso, y poco antes de meterme en la calle donde se encontraba el cuartel general de la Policía judía me enteré también de que los curas de las dos iglesias católicas del gueto —las iglesias de Todos los Santos y de Nuestra Señora— habían sido exhortados a abandonar el gueto. A ambas iglesias acudían judíos cristianos, que jamás habrían dicho que eran judíos y, no obstante, debido a las demenciales ideas de los alemanes con respecto a la raza, debían llevar la estrella. Casi todos los habitantes del gueto odiaban a esos judíos católicos que vivían entre nosotros. Incluida yo. Para mí lo peor no era ni siquiera que esa gente recibiese raciones extra de Caritas, sino que sus iglesias tenían preciosos jardines en los que no podíamos entrar.
En todo el maldito gueto sólo había un árbol, y estaba delante del edificio del Consejo Judío. Así que no era de extrañar que Hannah contara historias que giraban en torno a las plantas, como la de la pequeña Masza, que en su casa tenía escondido bajo la cama un árbol que hablaba. O como la del niño peludo llamado Hans, que fue criado por una manada de lobos y que de adulto enseñó a los animales que era mejor comer plantas que liebres, postura esta muy celebrada por las liebres del bosque.
En una ocasión, Korczak pidió por escrito al cura de la iglesia de Nuestra Señora que los sábados dejara ir al jardín a los niños del orfanato para que pudieran salir de la apretura del gueto y estar en contacto con la naturaleza aunque fuera una hora, con un verdor que los más pequeños del orfanato nunca habían visto. Pero el cura no accedió a la petición de Korczak. Los jardines cristianos no eran para judíos. Al menos no para aquellos que no profesaban el catolicismo.
Menudo malnacido.
¿Por qué no deportaban a alguien así al Este?
No, eso no se le podía desear a nadie.
Ni siquiera a un malnacido que no permitía que los niños huérfanos judíos olieran una flor una vez en su vida.
Delante del edificio de la Policía judía había un montón de gente que quería entrar. Me dio la sensación de que eran centenares; en realidad puede que sólo fuesen entre sesenta y ochenta, pero hacían tanto ruido como diez mil. Unos querían que sacaran a sus familiares de la cárcel, otros necesitaban algún certificado que los librara del reasentamiento y otros tantos, como yo, querían ver a policías judíos parientes suyos.
Alrededor de diez policías impedían entrar a la multitud. Cada uno llevaba una chaqueta distinta, pero aun así con la gorra y las botas parecían uniformados. Descargaban la porra sobre todo aquel que se acercaba a la puerta.
Judíos pegando a judíos. A judíos desesperados.
No conseguiría pasar, eso estaba claro. Tan sólo conseguiría recibir un golpe de los que algunos policías asestaban más bien maquinalmente, como si no fuesen personas. O más bien como si aquellos a los que golpeaban en las costillas o las rodillas no fuesen personas, sino mesas, sillas o cómodas que servían como leña para la chimenea.
De manera que me alejé un tanto del gentío y me acerqué a unos camiones en cuya caja abierta iban los soldados de las SS, sentados o de pie, cuando entraban en el gueto.
De repente la multitud se dividió como el mar Rojo ante Moisés y los porrazos cesaron. Se hizo un silencio angustioso, ya que la puerta se abrió, y de allí no salieron Moisés y los suyos sino todo lo contrario: soldados de las SS.
Los que hacía un momento querían entrar en el edificio salieron corriendo. Todo el mundo sabía que la Policía judía únicamente repartía palos, pero las SS disparaban.
Yo, sin embargo, me quedé petrificada. Tras unos veinte soldados de las SS armados con fusiles y pistolas iban policías judíos. Y con ellos, ataviado con una chaqueta de color claro, lustrosas botas marrones y una gorra cuya visera acharolada relucía al sol, marchaba Simon.
Parecía mucho más aniñado que los demás policías, aunque muchos de ellos, como mi hermano, debían de rondar la veintena. Igual que tantos soldados de las SS. El único claramente mayor era el oficial de los alemanes, un hombre rubio con uniforme negro y multitud de pequeñas marcas en la cara que revelaban que de joven había padecido un severo caso de acné. Ese oficial de las SS de mirada fría llevaba una fusta al cinto.
Que probablemente no estuviese pensada para caballos.
Simon intentaba compensar su escasa masculinidad con una expresión especialmente resuelta. ¿Golpearía con la porra a judíos cuando entraba en acción igual que habían hecho antes sus compañeros? Una pregunta absurda. Pues claro que lo hacía. Quise llamarlo, pero no me salió la voz.
El grupo avanzaba hacia los camiones. Yo era la única que aún se interponía en el camino de los alemanes. Quería salir corriendo, pero mis piernas seguían paralizadas. Ver a mi hermano con las SS…
Los alemanes avanzaban hacia mí, encabezados por el de la fusta. Los soldados miraban fijamente al frente. Era como si ni siquiera me viesen. O no, mejor dicho, como si yo fuera un insecto al que pisarían si no se quitaba lo bastante deprisa del camino.
Quería salir corriendo. Quitarme de en medio. ¡Tenía que hacerlo!
Pero no podía.
Y los soldados venían directos hacia donde yo estaba. Sus pasos pesados y regulares me resultaban atronadores, ya no oía nada más. Ahora el líder de la fusta se hallaba a escasos pasos de mí. ¿Qué sería: comandante, alférez, teniente coronel? ¿Acaso no daba absolutamente lo mismo en ese momento?
Tras él marchaba su destacamento y, detrás, los policías judíos. El líder me vio y sin duda se dio cuenta de que no era capaz de moverme, pero no se apartó, se limitó a mirarme con frialdad. Un alemán no se apartaba por una judía. En ese instante fui consciente de que para él sólo era alguien que se interponía en su camino. Nosotros, los judíos, nos interponíamos en el camino de los alemanes.
Y más allá, ¿qué había?
Ni idea. ¿La hegemonía mundial? ¿Una sociedad aria? ¿La dicha suprema? ¿O sencillamente una vida sin virus?
Nosotros éramos bacilos que había que aniquilar.
Nada más. No éramos dignos ni de consideración ni de afecto. Por descontado, no de afecto. Sólo éramos un fastidio. Un gran fastidio.
Cuando vi los ojos fríos, indiferentes, del oficial de las SS, lo supe sin lugar a dudas: querían matarnos a todos.
La esperanza que poco antes aún deseaba compartir con muchos otros del gueto de que el reasentamiento no era más que eso, un reasentamiento, se truncó definitivamente.
Y ello me paralizó aún más.
Quise llamar a Simon para que me ayudara. Al fin y al cabo era mi hermano.
Pero de mi boca no salió sonido alguno.
El líder se llevó la mano al cinto. ¿Sacaría la fusta? ¿O la pistola?
¡Un golpe con la fusta, un golpe con la fusta! Confiaba con todas mis fuerzas en que me diera un golpe con la fusta.
Su mano se apoyó en la pistola.
De pronto, tras los soldados, un policía judío salió de la formación y corrió hacia delante.
¡Simon!
¿Pretendía interponerse entre la bala y yo?
¿Morir por su hermana?
Inconcebible.
Y sin embargo se abalanzó sobre mí y me chilló:
—¡Largo, puerca!
Mi propio hermano me llamaba puerca.
—¿Es que no has entendido? ¡Quítate de en medio!
Me apartó de un empujón brutal y perdí el equilibrio, me caí, justo sobre el brazo malo, y pegué un grito. El dolor me hizo pensar que se me saltarían los puntos de la herida.
Vi botas negras, relucientes. A menos de veinte centímetros de distancia.
Levanté la vista, aterrorizada: el oficial se había visto obligado a detenerse puesto que yo estaba tirada en el suelo delante de él. Sacó la pistola de la funda.
Simon, a mi lado, chilló:
—¡Muévete, muévete!
¿Temía por mi vida? ¿O por la suya?
Se sacó la porra y…
… Me golpeó con ella.
¡Mi propio hermano me golpeaba!
Me dio en el hombro. Lancé un grito de dolor. Y de pena. Mi propio hermano levantaba la porra contra mí mientras gritaba:
—¡Muévete de una vez, cerda!
Y la porra me acertó en el pecho.
El golpe me recorrió el cuerpo entero. El dolor era increíble. No obstante, obedecí y me hice a un lado. Lo más deprisa que pude. Pero Simon seguía blandiendo la porra; para él no era lo bastante rápida. Me pegó de nuevo, en el tobillo. Grité, fue como si todo mi cuerpo estallara de dolor. Mi hermano me asestó además una patada que me hizo rodar de lado.
Cuando por fin me hube quitado de en medio, el oficial de las SS apartó a Simon, se enfundó la pistola, y los soldados siguieron adelante.
Simon me había salvado la vida con sus golpes.
Estaba ovillada en mitad de la calle, con una mano apoyada en el hombro y la otra en las costillas, como si así pudiera aliviar el dolor, y lloraba y gemía.
Delante de mí estaba mi hermano, que me había salvado la vida.
Jadeante, tembloroso, desencajado por la ira.
No parecía el salvador de su hermana. Todo lo contrario, daba la impresión de querer golpearme otra vez. De pura rabia, por haberlo puesto en la tesitura de tener que librarme de la bala y, de ese modo, quizá arriesgarse a que le pegaran un tiro a él.
Los soldados pasaron por delante, seguidos de los policías judíos. Simon debía unirse a ellos, ponerse en marcha para acompañar a los nazis y sin duda tomar parte en la atrocidad que pensaran cometer y quizá incluso ver cómo mataban a niños.
Aun cuando no fuera el propio Simon el que disparase, sería su cómplice.
Un criminal. Mi hermano, que acababa de salvarme la vida a porrazos y me odiaba por ello. Igual que yo, que lloriqueaba en el suelo delante de él, y lo odiaba. Con toda mi alma. Por lo que les haría a otros. Y por lo que me había hecho a mí.
Todavía me dijo entre dientes:
—Luego iré a casa, os ayudaré.
No le dije: «Ni te acerques».
Mis ganas de sobrevivir eran mayores que mi orgullo. Y ahora mismo Simon era el único que podía librarnos de la muerte.
Por ello lo odié más si cabe. Se subió con los demás policías a uno de los camiones, y los vehículos salieron disparados. Seguramente a encerrar a los primeros judíos para trasladarlos. Los gases de escape se me metieron en la nariz mientras seguía en el suelo, demasiado débil para levantarme.
Una muestra de Chełmno.