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Naturalmente ya no fui capaz de pegar ojo, estaba demasiado enfadada. Con mi madre, con Hannah, con Amos y con su estúpida novia. Me llamó pequeña delante de ella y, lo que era peor aún, en su presencia me sentí así. Pero también estaba enfadada con Daniel, que era mi novio y al que sin embargo no podía confiar lo que me proponía hacer.

Me sentía muy sola.

Pero con quien más enfadada estaba era conmigo misma, por haber seguido a Amos y conseguir que me hiriera Zacharia —con el que no estaba menos enfadada—, y por ir ahora por el gueto de noche, bajo la llovizna, con el toque de queda impuesto, lo que significaba que me pegarían un tiro en el acto si me topaba con una patrulla.

Así que más me valía no encontrarme con ninguna.

Era extraño caminar por calles desiertas. Durante el día, de tanta gente que había casi no se podía estar y, de súbito, a la luz de las escasas farolas que aún funcionaban, las calles me parecieron tan grandes y anchas que casi resultaba inquietante.

Me aproximaba al punto de encuentro, Zimna esquina Żelazna. Con cautela. Cada tramo del muro —incluido ese, por tanto— estaba vigilado. Ni que decir tiene que allí los centinelas, ya se tratase de alemanes o de la Policía judía, habían recibido sobornos cuantiosos por parte de los hombres de Aszer. ¿Sería uno de los policías mi propio hermano? Difícilmente. En mayo, Ruth se lo había encontrado en el hotel Britannia, y él le había contado que ya no era un don nadie que tenía que ir de patrulla, sino que trabajaba en el departamento que se ocupaba de cultivar las relaciones con la Policía polaca. No obstante, Ruth no estaba segura de si era verdad o de si Simon —como más de un cliente— sólo quería darse tono. A fin de cuentas no se había ido a la cama con ella sino con una compañera suya. Y después esta se rio delante de las demás chicas de lo mal que se desenvolvía Simon en ese terreno.

Distinguí la silueta del muro al final de la calle Zimna. Sabía que el muro había sido erigido por la mano del hombre, pero a la débil luz de las farolas del gueto y bajo la llovizna me pareció una fuerza de la naturaleza. Una pared insalvable que ya existía cuando nació la Tierra y seguiría ahí cuando hubieran desaparecido los hombres. Judíos y alemanes.

Desde lejos, el alambre que lo remataba era como el bosque de espinas de la historia de Hannah del hombre de espinas, que no pudo tocar nunca a su gran amor, la doncella Vera, porque la habría herido.

Aunque desde donde estaba no distinguía los cristales del muro, imaginé cómo me cortarían las manos. La sola idea me hizo pararme en mitad de la calle. ¿Cómo iba a trepar al muro con el brazo malo? A pesar de que Amos me había desinfectado la herida, uno de los puntos estaba infectado, y la piel que mantenía cerrada el hilo, tan tirante que cada vez que hacía un movimiento brusco temía que fuera a abrirse. Me había puesto la cazadora de piel para que al menos pudiera aguantar un leve golpe en el brazo, pero tenía miedo de que no bastara para proteger la herida.

Me metí en un portal para observar desde una distancia segura la esquina que Aszer había mencionado. Allí no había nadie. Decidí esperar.

Dieron las 4.30. Las 4.35. Las 4.40. Y allí no se veía un alma: ni estraperlistas ni policías judíos ni nadie. Pronto saldría el sol, y mi excursión al otro lado del muro, ya de por sí peligrosa, pasaría a ser definitivamente suicida.

¿Y si me iba a casa… y me granjeaba la furia de Aszer? ¿O me acercaba al muro para ver si los otros estraperlistas de la banda de Jompe con los que debía reunirme allí se hallaban ocultos en las sombras?

Lo cierto es que no tenía elección: si me largaba, no sólo mi vida se vería amenazada por un Aszer furibundo, sino también las de Ruth y mi familia. Si iba al muro ahora, únicamente correría peligro la mía.

En ese momento ya no estaba enfadada por haberme metido en semejante lío, tan sólo desesperada.

Salí del portal y fui directa al muro, que con cada paso parecía más imponente.

Cuando vi los cristales bajo el alambre de espino, la herida me ardía, o al menos eso me figuraba. Notaba un sudor frío en la frente y en la nuca, pero me obligué a continuar y llegué a la esquina. El muro se encontraba a menos de cinco metros, y yo no veía a nadie aún. ¿Qué estaba pasando allí? No había centinelas, de manera que los habían sobornado. ¿Cuánto tardarían en volver? Ya íbamos con más de diez minutos de retraso. Pero, sobre todo: ¿dónde estaban los demás estraperlistas? Si debía actuar yo sola, Aszer tendría que haberme dado instrucciones más precisas.

Algo me olía mal. Tenía la nuca bañada en sudor. Debía largarme. Aszer no podría cargarme el muerto por no hacer algo que a todas luces se había torcido antes de haber empezado.

Decidí irme corriendo a casa, pero justo cuando me aparté del muro vi, unos metros más allá, una escalera en el suelo. Era difícil saber si alguien la había dejado allí tirada o si la habían puesto en ese sitio expresamente. Quizá incluso para mí, para que la apoyara en el muro, me subiera a ella y me reuniera al otro lado con delincuentes polacos, que me indicarían lo que tenía que hacer a continuación. Pero eso debería habérmelo dicho antes Aszer. ¿O acaso no? ¿Qué sabía yo de cómo trabajaban ellos?

Si en efecto era así, deduje, no tendría que introducir alimentos en el gueto. De haberse tratado de alimentos, habría hombres esperando para cargar las cosas en carros. Quizá debiera salvar el muro para recibir dólares americanos, la moneda más fuerte en el gueto, en toda Polonia, seguro que hasta en el mundo entero.

Fuera cual fuese mi cometido, no sabría más si no apoyaba la escalera en el muro y subía.

Fui hacia ella y me planté delante, indecisa, aunque no podía permitirme quedarme parada mucho tiempo. Cada segundo era uno menos que la banda había comprado sobornando a los centinelas. Las manos me temblaban, y el tembleque solamente paró cuando toqué la basta madera de la escalera. La puse en un punto oscuro del muro, lo más lejos posible del haz de luz de la farola. Medía unos dos metros y medio, así que el metro que faltaba tendría que salvarlo a pulso. Con el brazo malo. Estupendo, vamos. Por lo menos había dejado de llover: en una situación así uno agradecía cualquier ayuda, por pequeña que fuera. Fui subiendo, peldaño a peldaño. Lo más deprisa posible. Ya que estaba cometiendo esa locura, lo suyo era acabar cuanto antes.

En el último peldaño me agarré fuertemente al larguero con el brazo sano y levanté el malo para apartar los cristales allí por donde me disponía a subir. Al hacerlo, la herida me tiró de mala manera, pero pasé por alto el dolor en la medida de lo posible. Los cristales eran grandes, y debía procurar no sólo no cortarme la mano —vaya tonta, tendría que haber cogido unos guantes—, sino también que no cayeran al suelo.

Sobre los cristales estaba el alambre de espino. Me vinieron a la cabeza las historias de soldados que en la Primera Guerra Mundial murieron en una alambrada. ¿Podría pasar por debajo del alambre si lo levantaba con cuidado? Y de ser así, ¿cómo llegaría al otro lado? ¿Me pondría a toda prisa una escalera mi contacto, si es que lo había? Quizá debiera decir algo para averiguar si había alguien. No, el riesgo de alertar a otros era demasiado grande.

Apoyé ambas manos en el muro y asomé la cabeza con cautela por el borde para evaluar la situación. Miré al lado polaco entre los cristales y el alambre e, idiota de mí, comprendí que lo había interpretado todo mal: sí que habían acudido estraperlistas con los que tendría que haberme reunido en nuestro lado del muro, pero se habían librado de la escalera y se habían largado después de ver lo que estaba viendo yo ahora: por todas partes se acercaban soldados alemanes armados. Sin hacer ruido. Ordenadamente. Ágiles. Eficientes.

En numerosos puntos, como por ejemplo a menos de doscientos metros de donde yo me encontraba, ya se cerraba el cerco. No sabía con qué motivo los alemanes rodeaban el gueto, pero una cosa estaba clara: no podía permanecer ni un segundo más con la cabeza asomada, arriesgándome a ser un blanco. Me bajé de la escalera lo más deprisa que pude, la dejé como estaba sin más y eché a correr por las calles desiertas mientras a mi espalda, sobre el muro, salía el sol. No conseguiría llegar a casa sin que me vieran, de modo que me escondí rápidamente en un portal y, al poco, completamente agotada, me quedé dormida allí mismo.

Unas horas después me despertó el ruido de la calle. Me levanté —el brazo seguía doliéndome horrores— y me puse en marcha. No tardé en entender por qué los soldados habían rodeado el gueto. Por todas partes había bandos:

DECRETO

Por orden de las autoridades alemanas, todos los judíos de Varsovia, sea cual fuere su edad o sexo, serán reasentados en el Este.

Al leer aquello sólo me vino a la cabeza una cosa: Chełmno.