13

De lo mal que me encontraba, en la cena no fui capaz de comer nada de pan de serrín, con lo cual mi madre y Hannah se repartieron la hogaza, aunque lo de repartir fue muy relativo: Hannah engulló más de las dos terceras partes del pan, haciendo ruido al comer y eructando. Aposta. Hacia mí. A modo de protesta por haberla interrumpido cuando se estaba besuqueando. Además seguía ofendida porque todavía no le había contado cómo me había hecho la herida del brazo. No quería que mi madre y ella se enterasen de lo tonta que había sido por Amos.

Hannah se aprovechó de esa debilidad:

—Entérate de una vez, Mira: no eres mi madre. Así que no te comportes como tal.

Y eructó de nuevo.

«Qué mal bicho», pensé mientras luchaba otra vez contra las ganas de vomitar.

Pasamos el resto de la tarde en silencio, y luego, en lugar de contarnos una historia para dormir, Hannah se puso a farfullar. Hablaba de dos niños del gueto, un chico y una chica. El chico era pelirrojo, y a la chica le ponía furiosa que nadie quisiera darse cuenta de lo mayor que era ya.

Lo cierto es que no costaba nada imaginar quiénes eran esos críos del gueto.

A los dos niños, siguió contándose Hannah, les gustaba mucho mucho besarse.

Desde luego no era difícil adivinar de quiénes hablaba.

Pero los niños debían ocultar su amor ante una institutriz malvada.

También me hacía una idea de quién era esa institutriz malvada.

Sea como fuere, según Hannah, cuando los dos niños del gueto estaban dando un paseo por el mercadillo de libros vieron un ejemplar encuadernado en una preciosa piel roja. En la tapa, en letras verdes, ponía: Las 777 islas. Nada más. Eso era todo. Ni autor ni editorial ni nada. A los niños Ben y Hannah les fascinó en el acto el extraño libro. Pero como el vendedor, un hombre con una pata de palo, a cambio del libro exigía que fueran sus esclavos durante un año, ellos decidieron robarlo sin más. Salieron corriendo con el libro, pensando que el cojo no podría seguirlos, pero este era sorprendentemente ágil con su pata de palo, como si no fuese de este mundo. El vendedor los amenazó con la muerte, la desgracia y la perdición si no se lo devolvían. El libro los engulliría e irían a parar a un infierno sin retorno. Esa exactamente fue la amenaza: un infierno sin retorno.

Naturalmente, ellos no creyeron una sola palabra y siguieron corriendo. Tenían miedo de que el vendedor les pegara o incluso les diera con la pata de palo si los alcanzaba. Se metieron en un patio, vieron unos cubos de la basura, se pararon a pensar un momento y se dieron cuenta de que no tenían elección, así que se escondieron en los cubos. Y ahí se quedaron hasta que el cojo se dio por vencido y se fue, musitando: «El Señor de los espejos os exterminará. El Señor de los espejos os exterminará…».

Cuando comprobaron que no había moros en la costa, salieron de los cubos de basura y contemplaron fascinados el libro, que era una especie de guía. Pero de un mundo inexistente.

En ese libro se describían 777 islas mágicas, 777 islas llenas de maravillas. Llenas de peligros. Llenas de sobresaltos.

Una, por ejemplo, estaba poblada de árboles carnívoros; otra, de gigantes que escribían poemas sin vocales —fff, grr, fff—; y otra, de los temibles manostijeras, que a los viajeros que iban a parar por error a su isla les quitaban la vida a tijeretazos y los prendían con alfileres en un álbum enorme como si fueran fotografías.

Los niños estuvieron hojeando el libro hasta que de pronto este empezó a brillar. Una luz roja los envolvió, y de golpe y porrazo ya no estaban en el gueto, sino a bordo de un gigantesco buque de tres mástiles que navegaba por un mar infinito bajo el cálido sol. La brisa marina ahuecaba las velas, el aire era límpido.

Hannah y Ben no eran tan tontos como los niños de otras historias, y comprendieron de inmediato que los llevaban al mundo de las 777 islas. Y se pusieron como locos de contentos. Aunque intuían que ese mundo sería peligroso —como ya se había mencionado, no eran tontos—, ¡ya no estaban en el gueto!

En ese instante oyeron una voz a su espalda:

—¿Qué hacéis en mi barco, polizones?

Se dieron la vuelta y vieron una liebre pequeña, una monada. Con un parche en un ojo, un sombrero grande y ancho en la cabeza y un catalejo en la mano.

—Soy el capitán Zanahoria —anunció la menuda liebre capitana.

Intentaron no reírse al oír ese nombre, pero justamente por eso acabaron haciéndolo.

Al capitán Zanahoria no le gustaban los niños que se reían tontamente, de manera que exclamó:

—¡Vais a morir!

—No sé, pero esa frase parece menos amenazadora cuando te la dice una monería de liebre —dijo Hannah, aún riéndose.

—¿Y qué pasaría si la dijera yo? —inquirió una voz atronadora.

Se volvieron de nuevo: ante ellos se hallaba un hombre lobo inmenso. En los pelos de la barba tenía restos de carne; mejor no saber de qué o de quién.

—En ese caso más bien al contrario —repuso Hannah, tragando saliva.

N-no… debimos b-b-birlar el libro —balbució Ben el Pelirrojo.

Pero Hannah se opuso con valentía:

—Prefiero morir aquí, en el ancho mar, a vivir un segundo más en el gueto.

Luego dejó de farfullar y manifestó:

—La aventura continúa mañana. O no, si morimos. —Y cerró los ojos. No tardó ni un minuto en quedarse dormida y roncar sonoramente.

Sin embargo, yo estaba despierta, su pequeña fábula me había asustado sobremanera. Mi hermana prefería morir a vivir en el gueto.

No sabía cuánto estaba sufriendo en este sitio. Y yo, mala hermana, le hacía la vida aún más difícil al prohibirle que se besara. No me extrañaba que fuese la institutriz malvada del principio de la historia.

—Sé que todo lo haces por nosotras, Mira.

Me sobresalté: de pronto mi madre hablaba conmigo, cosa que rara vez hacía. Y menos por la noche.

Hannah no se despertó. Roncaba en su colchón y soñaba; ojalá no fuera con su Ben. Y de ser así, ojalá no fuese nada indecente.

—Crees que no lo sé —continuó mi madre—, pero lo sé perfectamente.

Estaba tumbada en el colchón, a mi lado, y ni siquiera se molestaba en hablar en voz baja. Sabía que, una vez que se dormía, a Hannah no la despertaban ni los disparos de los alemanes.

—Y es muchísimo —me halagó mi madre.

Increíble, en esos segundos ya había hablado más de lo que hablaba algunos días enteros.

Gracias a la luz de la luna vi que sonreía. No era esa sonrisa ausente, que siempre me decía que recordaba alguna vivencia bonita con mi padre. No, la sonrisa de mi madre pertenecía al presente. Y su halago incluso me alegró, aun cuando me pillara por sorpresa.

—¿Sigues indispuesta? —se interesó.

De locos, ya que nunca me preguntaba cómo estaba. Por otra parte, hasta ese día yo nunca había vuelto a casa con una herida cosida en el brazo.

—Estoy bien, estoy bien —la tranquilicé.

—Hannah se equivoca —afirmó mi madre.

—¿En qué? —pregunté desconcertada.

—Tú eres su madre.

—¿Cómo dices?

—Tú eres la que se ocupa de ella e intenta educarla.

Era cierto.

—Tú eres la madre de Hannah —repitió.

—No —negué yo—. Su madre eres tú y siempre lo serás.

—Hace mucho que no lo soy —replicó entristecida—, y las dos lo sabemos.

No se lo discutí más.

—Y eso es lo que más te agradezco, que seas su madre.

No tenía que agradecérmelo. Lo que tenía que hacer era volver a ser nuestra madre de una vez, maldita sea.

—Y también tendría que ejercer más de madre contigo.

Suspiré. Aunque estaba bien que lo viera así, me hizo enfadar. Lisa y llanamente, no era el momento para esa clase de conversación. Yo tenía otros problemas. Debía dormir como fuera, necesitaba energía para saltar el muro.

De lo cansada que estaba, me habría gustado pasarme los siguientes días en la cama, pero Aszer contaba conmigo, y si lo que pensaba hacer salía mal porque faltaba un hombre, en este caso una mujer, yo tendría que pagar por ello amargamente. Y más todavía Ruth, que se había arriesgado recomendándome. Y probablemente también mi familia, pues Aszer era muy amigo de dar escarmientos, no se les fuera a ocurrir también a otros desobedecer sus órdenes.

Estaba demasiado metida en aquello para quedarme en casa.

¿Por qué no podía desaparecer sin más con mi novio en un libro mágico? O, mejor aún, ¿resolver asesinatos en Inglaterra con lord Peter Wimsey?

—Te quiero —dijo mi madre.

Hice un esfuerzo para no lanzar un suspiro. Por bonito que quizá fuese volverla a oír decir eso otra vez después de tanto tiempo, ahora me cansaba.

—Y tu padre también te quería.

Esta vez sí suspiré.

—De verdad —insistió mi madre.

—Claro, por eso favoreció a Simon —espeté.

—El amor es complejo —razonó ella.

Me incorporé, me senté en el gastado colchón y se me escapó una risa burlona.

—Cualquiera puede ser débil —explicó—, precisamente en este mundo. No deberías juzgarnos.

No contesté, me limité a mirarla con desdén.

—No seas tan soberbia —me regañó de pronto mi madre, al tiempo que se incorporaba—. Papá lo intentó todo, hizo lo que pudo. No tenía más fuerzas. Era un hombre bueno. Sólo los duros, los egoístas, aguantan más que él.

No solamente entendía que mi padre se hubiera quitado la vida, hasta lo había perdonado.

Yo no podía.

—Sé que el amor no se puede imponer —continuó, más tranquila otra vez—, pero cuando alguien te dice que te quiere…

Como acababa de hacer ella y como hacía tan a menudo Daniel.

—… Y tú también quieres a esa persona, lo justo y honesto sería que tú también lo dijeras.

Desde que murió mi padre no había vuelto a hablar tanto como esa noche. Claro que yo sabía que sufriría menos si le decía «Yo también te quiero».

Pero estaba demasiado enfadada con mi padre. Y con ella. ¿Por qué tenía que consolarla de pronto? Justo cuando quedaba tan poco para ir al muro. ¡Era tan egoísta por su parte!

De repente mi madre sonrió. Con tristeza, pero sonrió.

—No puedes —constató, y me acarició con ternura la mejilla. Luego se tumbó de nuevo, se tapó con la fina manta de lana gris y cerró los ojos.

Ahora sentía que la egoísta era yo.

Pero no podía decir «te quiero».