Entré en el hotel Britannia siendo una chica hambrienta y salí de él siendo miembro hambriento de una banda. El portero me miró con recelo, pero consideró más prudente no dirigirme la palabra y se sintió visiblemente aliviado cuando me fui sin hacer ninguna locura a lo Rubinstein.
El sol me cegó, y mis ojos tardaron un poco en acostumbrarse de nuevo a la luz. Sólo entonces pude medio respirar —incluso el aire maloliente del gueto me pareció fresco en comparación con el humo del bar—, y en ese momento caí en una cosa: Aszer no me había dicho qué iba a pasar de estraperlo exactamente ni cuál de sus hombres se reuniría conmigo esa noche en el muro.
Por un breve instante me planteé volver para preguntarle cuál era exactamente el plan. Pero a alguien como Aszer era mejor no exasperarlo, razón por la cual decidí irme a casa con mi pan de serrín. Pero no directamente.
Siempre que tenía tiempo daba un rodeo por el mercadillo de libros. Me encantaba revolver en las cajas y en las maletas donde la gente vendía sus volúmenes. Entre ellos también había obras de autores que los nazis habían prohibido: Thomas Mann, Sigmund Freud, Karl Marx, Erich Kästner… Pero lo mejor era que incluso había libros en inglés. Con ellos aprendía el idioma por mi cuenta; al fin y al cabo, en el caso no muy probable de que algún día llegara a ver las luces de la ciudad, quería poder hablar con los americanos.
Al principio sólo compraba libros ilustrados con poco texto: Blancanieves, Caperucita Roja, Winnie the Pooh, pero ahora me atrevía incluso a leer novelas policiacas enteras. Las que más me gustaban eran las de Dorothy L. Sayers protagonizadas por lord Peter Wimsey, aun cuando en mis fantasías sólo me trasladaran a Inglaterra y no a Nueva York.
Me detuve delante de una gran maleta de viaje que estaba en un bordillo y que a juzgar por las numerosas pegatinas de países lejanos había corrido más mundo del que yo vería nunca. La maleta estaba llena de libros ingleses; su propietario era un hombre demacrado con una perilla fina y los ojos claros. Estuve revolviendo un poco, y entre libros puramente intelectuales que ni siquiera habría entendido en polaco había una novela de lord Peter Wimsey: Murder Must Advertise.
No sabía lo que significaba la palabra advertise, pero ya lo averiguaría cuando leyera el libro. Ahora sólo tenía que negociar bien para conseguir llevarme la novela sin pagar nada de dinero. Las perspectivas no eran malas: los libros eran la única cosa en el gueto cuyo precio bajaba día tras día.
Observé al vendedor. Sin duda, al igual que tantos otros allí, ese día aún no se había deshecho de un solo libro. Y seguro que, como todos nosotros, tenía hambre.
Cogí la novela:
—Te doy un trozo de pan por ella.
El hombre estaba demasiado cansado para ponerse a regatear conmigo. Se acarició la perilla y asintió. Justo cuando iba a sacar la hogaza de la bolsa para partir un pedazo vi a… ¡Stefan!
Pasó deprisa por delante del vendedor de libros, por la acera, sin mirar hacia donde yo estaba. Por un momento pensé que la vista me había jugado una mala pasada. Sólo al cabo de unos segundos me di cuenta de que aquel joven rubio con el traje gris era realmente él. Pero ya había doblado la esquina y se había metido en una bocacalle.
Dejé a toda prisa el pan en la bolsa, hice a un lado al vendedor para subirme a la acera desoyendo su «Pensaba que me ibas a dar algo de pan», y seguí a Stefan.
Cuando di la vuelta a la esquina, él ya había llegado al final de la calle y desapareció tras la siguiente esquina. Fuera adonde fuese, tenía prisa. Eché a correr y abrigué la idea de llamarlo. Sin embargo, dudaba que respondiera al nombre de Stefan, a fin de cuentas no era el suyo. Y temí que además pudiera salir corriendo. Aunque no sabía nada de él, tenía claro que se dedicaba a algo ilegal.
De modo que doblé en silencio la esquina siguiente y me encontré en un callejón desierto en cuyo extremo se alzaba una valla que separaba la calle del cementerio judío. No se veía a Stefan por ninguna parte. ¿Habría saltado la valla?
Eché a correr callejón abajo y miré por la tela metálica, pero no vi a nadie en el cementerio. ¿Dónde se había metido? Difícilmente podía haber desaparecido dentro de una tumba.
Sopesé un instante saltar la valla, pero existía el peligro de que los alemanes me pillaran sin pase. Aunque quería volver a ver a Stefan, no me apetecía jugarme la vida por ello. Ya era suficiente con tener que subir esa noche al muro. Madre mía, ¿cómo me había metido en semejante embrollo? Me sentía enferma sólo de pensar que tendría que salvar los cristales y el alambre de espino.
Miré una vez más por la valla, pero no había ni rastro de Stefan. Me aparté de allí y enfilé el callejón de nuevo. Muy despacio. Volví la cabeza cuatro, cinco veces, siempre con la vana esperanza de verlo por el cementerio. Empecé a sospechar que no había saltado. Pero, entonces, ¿dónde se había metido?
Me detuve. Tenía sed. La última vez que había bebido algo había sido por la mañana, mi nuevo jefe no me había ofrecido nada en el hotel Britannia. Algo de agua habría estado bien; zumo de manzana, mejor aún. Fruta y agua mezcladas, divino. Mucho más divino que Dios, que a mis ojos andaba bastante falto de divinidad.
Me quedé plantada en mitad de la calle, observando los edificios, que se hallaban completamente deteriorados, peor incluso que en el resto del gueto. Casi todos los cristales estaban rotos, los muros desconchados en numerosos lugares, y a una casa le faltaba incluso el tejado. Los carros de combate alemanes habían hecho allí un trabajo redondo.
Reparé en una puerta abierta; conducía a una casa que amenazaba ruina y que, cabía suponer, se desplomaría dentro de unas semanas o meses. ¿Se habría metido ahí?
Aunque fuese poco probable, decidí entrar al tuntún. Ello haría que no pensara no sólo en la sed sino tampoco en el miedo de subirme al muro esa noche. Y quizá, quizá, hasta encontrara a Stefan.
Entré y empecé a subir por la escalera, que olía fatal. También allí vivía gente, pero la de ese edificio sólo vegetaba, ya ni siquiera se molestaba en retirar sus excrementos.
En el primer descansillo había un hombre tumbado consumido que únicamente miraba a la nada. Parecía muy viejo, aunque era posible que no llegase a los cuarenta años. El hombre ni me vio, y no tenía ningún sentido preguntarle si había visto pasar a un chico rubio. Lo que fuera que viese con esa mirada perdida no existía en este mundo.
Continué subiendo, dejando atrás a personas que no se encontraban en condiciones de hablar. Aunque el olor de los excrementos hizo que se me revolviera el estómago, quería seguir buscando a Stefan. Durante nueve semanas me había imaginado cómo sería volver a verlo, siempre atormentada por los remordimientos de conciencia debido a Daniel. Ahora no quería irme a casa con la sensación de no haberlo intentado todo.
En el primer piso había tres puertas. ¿Y si llamaba sin más y, cuando me abrieran, preguntaba por un joven rubio?
Una de las puertas estaba entreabierta, la cerradura había sido forzada. Posiblemente una banda de ladrones hubiese ido allí a dar un golpe. Aunque, ¿qué podrían sacar de ese sitio?
Empujé la puerta con suavidad y se abrió un poco. No me recibió un hedor a excrementos, el piso sólo olía a cerrado.
Por la rendija vi el pasillo: vacío. No había muebles, tan sólo el suelo de madera oscura estropeada y un descolorido papel de pared gris con flores. ¿Y si entraba? ¿O mejor me quedaba fuera? ¿Irme a casa de una vez, a saciar la sed, enfadarme por haber visto a Stefan y haberlo perdido en el acto, después no poder dormir debido a ello y morderme las uñas hasta hacerme sangre por lo que me esperaba esa noche en el muro con la banda de Jompe?
Estaba más que claro: tenía que entrar.
Abrí más la puerta y me metí en el pasillo vacío. No se oía nada: ni pasos ni ningún movimiento. Si había alguien, debía de estar dormido. De día.
Abrí la primera puerta del pasillo y entré en una habitación prácticamente vacía. Ahí era donde antes en muchas casas —cuando en un piso así sólo vivía una familia— se encontraba la cocina. Pero en esa ya no había fogones ni armarios ni vajilla. En cambio, en medio se veía una vieja prensa. Y al lado, en el suelo, periódicos amontonados. Aunque lo de periódicos era un decir, pues más bien se trataba de octavillas de ocho caras de pésima calidad; en este caso, de copias de la revista clandestina Novedades, una de las numerosas hojas volantes ilegales que se encontraban en el gueto por todas partes.
Me fijé en el comentario de la segunda página: «El gueto de Varsovia vive bajo la constante amenaza de ser borrado del mapa. Es preciso concentrar toda la energía en la gran hazaña que hemos de realizar y que sin duda realizaremos. Debemos actuar teniendo en mente el espíritu de Masada».
Masada.
Hace mucho tiempo, en esa fortaleza palestina, unos pocos judíos resistieron durante meses el asedio de más de cuatro mil legionarios romanos. Cuando los romanos, que debido a la resistencia de los judíos sufrieron infinidad de pérdidas, por fin asaltaron la fortaleza, en Masada reinaba un silencio sepulcral: todos sus moradores se habían quitado la vida. Guerreros, mujeres y niños.
El espíritu de Masada: de modo que los judíos del gueto debían luchar contra los alemanes y al final suicidarse. Resistir hasta morir. La idea no me resultó especialmente atractiva.
—¿Qué haces aquí? —dijo una voz detrás de mí.
Me asusté. Deseé con todas mis fuerzas que la voz fuese la de Stefan, aunque no me lo parecía. Me volví con cautela. En la puerta, que daba al pasillo, había un hombre joven delgado, el pelo castaño muy corto, los ojos rojos; quizá incluso me hubiese preguntado por qué los tenía tan irritados de no haber llevado este un cuchillo en la mano.
—¡Te he hecho una pregunta! —exclamó con agresividad, y avanzó hacia mí blandiendo el cuchillo. No parecía muy ducho en su manejo, pero tenía una expresión muy resuelta.
—Estaba… Estaba… —balbucí. ¿Qué podía responder? ¿Que estaba buscando a Stefan, que en realidad no se llamaba así y del que ni siquiera sabía si tenía algo que ver con el periódico clandestino que había descubierto en el piso?
—¡Responde!
El tipo empezó a blandir el cuchillo justo delante de mi cara. Probablemente creyera que me dedicaba a espiar para los alemanes. Me puse a pensar febrilmente cómo ahuyentar esa sospecha.
—¡Habla! ¡Habla de una vez o te rajo!
Cada vez estaba más agresivo, y sin embargo no parecía totalmente decidido a matarme. Todavía no.
—No soy colaboracionista —contesté con voz trémula, y empecé a temblar.
—¡No te creo! Si no husmeas para los alemanes, ¿qué estás haciendo aquí?
De puro miedo no se me ocurrió otra cosa que la absurda verdad:
—Estoy buscando a un chico que me besó.
Por un instante, el muchacho se quedó tan perplejo que bajó el arma.
—Es la verdad.
Su semblante se ensombreció más aún. No me creía. Yo en su lugar tampoco lo habría hecho.
—¿Me tomas por tonto? —gritó, la cara roja de rabia, las venas del cuello abultadas.
Ahora sostenía el cuchillo con fuerza, ya no lo movía. Estaba dispuesto a clavármelo, a matarme. Decir la verdad había sido una auténtica estupidez.
—¡Te voy a matar!
Se me saltaron las lágrimas.
—Por favor, no… —supliqué.
A través de las lágrimas vi que levantaba la mano para clavarme el cuchillo.
Presa del pánico, eché a correr y lo aparté de un empujón con todas mis fuerzas. Se dio contra la pared, pero no perdió el equilibrio porque logró apoyar las manos. Soltó una imprecación en hebreo que no entendí. A diferencia de muchos niños judíos del gueto, yo prácticamente no había estudiado hebreo, mi idioma era el polaco. Y mi lengua preferida, el inglés.
Intenté salir de la estrecha cocina, pero justo cuando iba a pasar a su lado, el chico me asestó una puñalada en el brazo derecho. La hoja se hundió en la carne.
Pegué un grito, me asaltó una oleada de dolor. Para salvar la vida tendría que haber salido corriendo, pero me quedé paralizada, sólo me miraba el brazo y veía cómo la sangre me iba tiñendo la blusa blanca en cuestión de segundos. Dolía tanto. ¡Tanto!
Nunca en mi vida me habían hecho algo así. Tenía mucho miedo de morir.
Lloraba y temblaba y las lágrimas no me dejaban ver nada. Pero los resoplidos ruidosos, casi animales, de mi agresor me decían que volvería a clavarme el cuchillo en cualquier momento. Y luego otra vez, y otra, y otra. Y ya no podría detenerlo.
—¡Zacharia! —oí decir a una voz.
La de Stefan.
—Zacharia, ¿qué demonios está pasando aquí?
Mi atacante se detuvo y repuso alterado:
—Trabaja para los alemanes.
Aliviada, caí al suelo sujetándome el brazo. Ahora Stefan le explicaría que yo no suponía ningún peligro, que sólo era una estraperlista de poca monta. Y sin duda después me ayudaría y me curaría la herida.
Sin embargo, Stefan me preguntó con recelo:
—¿Es cierto?
«¡No!», quise gritar, pero solamente me salió un jadeo. De pura desesperación no me salía la voz.
—Entonces, ¿qué se le ha perdido aquí? —bufó Zacharia.
—Sal. Yo me ocupo —contestó Stefan en tono imperativo, y Zacharia obedeció. A regañadientes, pero obedeció. Fuese cual fuese ese grupo clandestino, era evidente que Stefan tenía un grado superior en la jerarquía que mi agresor.
—Y tú, ¿se puede saber dónde estabas? —le preguntó Zacharia a Stefan con ira contenida, deteniéndose. A todas luces no le hacía gracia que le dieran órdenes.
—En el sótano.
A Zacharia le satisfizo la respuesta.
En otras circunstancias, me habría gustado saber qué era eso tan importante que había en el sótano, pero en ese momento me limité a secarme las lágrimas con la manga del brazo sano: quería ver a Stefan.
Vi que extendía la mano y que Zacharia le daba el cuchillo y por fin salía de la cocina.
Stefan se acercó a mí. Con el cuchillo, manchado con mi sangre, en la mano.
Me levanté como pude. No quería que siguiera viéndome tirada en el suelo lloriqueando.
—¿Qué se te ha perdido aquí, Lenka? —me preguntó.
Aún se acordaba del nombre que me había dado en el mercado polaco. ¡Después de nueve semanas!
De haber sido otro el contexto es posible que eso me hubiese gustado, pero hablaba con sequedad y además ahora me amenazaba con el cuchillo. Sin mover la mano, lo que permitía deducir que, a diferencia de Zacharia, él ya lo había utilizado anteriormente.
Sus ojos azules me atravesaron. Estaban inyectados de sangre, como los de su compañero. ¿A qué se debería? En cualquier caso, en ellos no había ni pizca de afecto. Ni pizca de encanto. Sólo frialdad.
Y pensar que ese chico me había encandilado, que había soñado despierta que bailaba por Broadway con él en lugar de con Daniel… En ese momento me avergoncé de tal modo de haber tenido esa fantasía que se me olvidó que me dolía el brazo. Menuda tonta estaba hecha.
—¿Es que no vas a contestarme? —insistió Stefan, apuntándome tranquilamente con el cuchillo. Y resultaba mucho más amenazador que si lo blandiera.
—Te vi en el mercadillo de libros y te seguí…
—¿Por qué?
—Porque… —empecé, y me dio tanta vergüenza que casi no pude decirlo— quería volver a verte.
En caso de que se sintiera halagado, aunque fuera un poco, no dejó que se le notara.
Es natural que no se sintiera halagado, era infantil pensar algo así, menos aún esperarlo. Absolutamente infantil. Desde luego no era tan adulta como me creía.
—¿Querías volver a verme? —repitió, medio desconcertado, medio suspicaz.
—Para darte las gracias.
Eso no lo convenció.
—Y ¿en vez de darme las gracias encuentras nuestra prensa?
—Te vi en el mercadillo, te seguí y luego te perdí.
—Y entonces te metiste precisamente aquí.
—Sí.
—Qué casualidad.
—Sí… —repliqué débilmente.
Stefan hacía girar el cuchillo en la mano, no sabía qué pensar de todo aquello.
—¿Por qué iba a mentirte? —añadí—. Sabes de sobra que me dedico al estraperlo.
—Claro, y los estraperlistas no colaboran con los alemanes —apuntó con una risa burlona. Acto seguido su cara se ensombreció más aún—. No serías la primera que cambia de bando en una cárcel alemana —afirmó con amargura, como si algún estraperlista ya lo hubiera delatado antes.
—Es la verdad —aseguré—. Y por desgracia no se me ocurre ninguna mentira con la que poder convencerte.
No dijo nada, probablemente estuviera pensando si debía apuñalarme para que no les contara a los alemanes dónde estaba la prensa. El hombre que me había salvado la vida con un beso tal vez me la quitara ahora con un cuchillo. Al cabo de un rato asintió. Había tomado una decisión, pero ¿cuál?
—Una colaboracionista habría tenido preparada una historia mejor —dijo, y se guardó el cuchillo en el bolsillo de la chaqueta del traje gris. Sus rasgos se suavizaron, y sonrió como si no hubiera pasado nada.
—Voy a por desinfectante para limpiarte la herida —dijo.
—Eso estaría muy bien —repuse, y de puro alivio me entraron ganas de llorar otra vez. Se me saltaron las lágrimas, pero logré contenerme: no quería mostrar tanta debilidad.
Justo antes de salir de la cocina, Stefan se volvió y amenazó:
—No se te ocurra largarte, Lenka, porque en ese caso estaría menos dispuesto a creerte e iría por ti.
Su voz sonó más amable que en el interrogatorio, no pensaba de veras que fuese a marcharme.
—Y no tardarías en encontrarme, con el rastro de sangre que dejaría —repliqué, haciendo una mueca de dolor. Ahora que había pasado el peligro inmediato volvía a notar la herida.
No pudo evitar sonreír al escuchar mi respuesta, luego me miró el brazo y en su rostro afloró la preocupación. También yo me di cuenta en ese momento de que seguía perdiendo sangre. Para entonces tenía prácticamente roja toda la manga derecha de la blusa.
Stefan salió deprisa de la cocina, y mientras sus pasos se alejaban por el pasillo volvió a asaltarme el miedo. Por cómo me sangraba la herida, pero también porque temía que Zacharia pudiese regresar. Me sentía completamente indefensa.
Pero Zacharia no volvió. Posiblemente hubiese bajado al misterioso sótano, sobre el que sin duda no debía preguntar a Stefan si no quería despertar nuevas sospechas.
Stefan volvió con un botecito, un trozo de tela limpia, aguja e hilo. Su grupo clandestino también estaba preparado para lidiar con heridas de guerra.
Nos sentamos en el suelo y me remangó la ensangrentada blusa; sólo entonces vi lo profunda que era la herida. Me mareé de tal modo que estuve a punto de vomitar.
—Has tenido suerte —aseveró Stefan.
¿Suerte? Era una forma interesante de ver las cosas.
—Zacharia no ha atravesado ni músculos ni tendones.
Visto así, había tenido mucha suerte.
—Pronto te sentirás mejor.
Ahora me sonreía con amabilidad, intentaba quitarme el miedo. O tal vez no quisiera que le vomitara en los zapatos.
Me echó unas gotas de desinfectante en la herida. Sentí un escozor espantoso y apreté los dientes. A continuación me limpió con la tela. Con cada toquecito notaba como si me arrimara una antorcha a la piel.
—Lo estás haciendo bien —me halagó.
—Ojalá pudiera decir lo mismo de ti —resoplé.
Él sonrió. Sabía que lo decía de broma, que no era una crítica.
—Bueno, Lenka, la herida está limpia.
—Me llamo Mira.
—Con lo de Lenka no anduve muy cerca —admitió risueño.
—Y tú, ¿cómo te llamas? —quise saber.
—Mira, no —respondió, al tiempo que tiraba la tela al suelo.
—Tonto —le dije.
—Así tampoco me llamo. —Su sonrisa se ensanchó más aún.
—¿Bobo?
—Muchos me llaman capullo.
—Pues no sé muy bien por qué, la verdad. —También yo sonreía.
—Está claro que no conocen mucho a las personas —opinó, en los ojos un brillo pícaro. Después cogió aguja e hilo, y prometió—: Te diré cómo me llamo si te portas bien ahora.
—Mi padre siempre me daba caramelos cuando quería que me portara bien —contesté.
—Caramelos no tengo, pero un poco de zumo de manzana sí.
¿Zumo de manzana? ¡Genial!
—Eso me gustaría incluso más que saber cómo te llamas —aseguré mientras él enhebraba la aguja.
—Oye, eso duele —respondió, y torció el gesto fingiendo estar ofendido.
—Si ahora te preguntara qué hacéis aquí —empecé—, ¿volverías a pensar que soy una colaboracionista o sólo que soy curiosa?
Me escrutó con la mirada un instante y contestó:
—Sólo que eres curiosa.
Y me clavó la aguja en la piel.
Me produjo un dolor horroroso.
Tal vez hubiese curado heridas a menudo, pero eso no lo convertía, ni mucho menos, en médico, ni siquiera en alguien capaz de hacerlo especialmente bien.
—¿Y? —preguntó Stefan al tiempo que me daba el segundo punto.
Me entraron ganas de gritar de dolor, pero apreté los dientes incluso más que cuando me desinfectó la herida.
—Querías hacerme preguntas.
La aguja me volvió a entrar en la piel.
Preguntas…, preguntar era buena idea. Las preguntas me distraerían. La primera que se me pasó por la cabeza, ofuscada por el dolor, fue: «¿Sabes bailar?». E imaginé a Stefan haciéndome girar al ritmo de Night and day.
Al menos no formulé la pregunta en voz alta. Ese hombre no era bailarín, aunque hubiese sido mi héroe con la rosa. Me habría apuñalado a sangre fría si hubiera estado convencido de que era una espía.
¿Cómo iba a ser bailarín alguien así? Absurda, Mira, eres absurda. Está claro que no es bailarín y que tú tienes la cabeza llena de pájaros.
—Tantas preguntas de golpe —soltó Stefan al ver que yo no decía nada—. ¿Tanto te duele?
En lugar de responder a eso, finalmente le hice una pregunta:
—¿Masada?
—¿Masada? —repitió extrañado, dejando quieta la aguja.
Me alegró la interrupción, y señalé el periódico:
—«¿Resistir hasta morir?».
—Pues sí, luchar hasta morir —corroboró sin vacilar—. Los alemanes nos matarán a todos. Sin excepción.
Vi en su cara, en sus ojos, que de verdad lo creía así.
—Eso… eso es una locura —objeté.
Aunque los alemanes actuaban de manera más arbitraria desde «la noche sangrienta», exterminar a todos los judíos del gueto resultaba impensable.
Los ojos azules de Stefan me lanzaron una mirada furiosa, como si con lo de «locura» hubiese insultado su religión. Me dio el siguiente punto con ira reprimida, poniendo menos cuidado.
Ahora sí que pegué un grito.
Él paró, pero no se disculpó, sino que siguió cosiendo, por suerte de nuevo con más atención. Tan sólo pronunció una palabra:
—Chełmno.
Naturalmente yo había oído hablar de Chełmno. Todos, absolutamente todos los periódicos clandestinos escribían al respecto. Al parecer, en Chełmno los nazis metían a los judíos en un camión y luego introducían dentro gases de escape. Al igual que la mayoría, yo pensaba que eso no era más que una invención. Una historia terrorífica ideada por alguien cuya fantasía podía rivalizar con la de Hannah, sólo que de un modo infinitamente más siniestro y demencial.
Stefan creía firmemente que la locura de Chełmno no era sólo una leyenda sombría. Decidí que era mejor no enredarme en una discusión con él.
—¿Qué te pasa en los ojos? —preferí preguntar.
—¿En los ojos? —replicó desconcertado.
—Los tienes muy rojos. Como los del Zacharia ese.
—Nos hemos pasado en vela las últimas noches, componiendo e imprimiendo el periódico. Para que no nos descubran no encendemos ninguna luz. Hemos estado trabajando con la luz de la luna.
Cortó el hilo. La tortura por fin había terminado. Contemplé su obra: no era bonita, pero no me desangraría, y la herida cicatrizaría dentro de unos días. Sólo que, por desgracia, esa misma noche yo tendría que subirme al muro con el brazo herido.
—Ahora sí que te has ganado ese zumo de manzana —anunció Stefan, de nuevo sonriendo con descaro.
Nos levantamos del suelo. Me moría de ganas de beberme ese zumo. La perspectiva de saciar mi sed con zumo de manzana hizo que dejara de pensar en Chełmno, en el supuesto exterminio del gueto o en los peligros que me esperarían esa noche.
—Está en la habitación de al lado —informó Stefan.
Justo cuando íbamos a salir de la cocina apareció una mujer. Sin duda ya tenía veinte años cumplidos, y la cara severa, pero noble, de una reina egipcia. Aunque era más baja incluso que yo, irradiaba el carisma de un líder al que los demás obedecían sin rechistar y al que no se le llevaba la contraria.
—Zacharia me ha contado que tenemos un intruso —dijo con dureza al tiempo que me dirigía una mirada escrutadora. Me sentí intimidada en el acto y miré al suelo.
—No es una espía, Esther —aclaró Stefan.
Ella me escudriñó más todavía, estaba claro que tenía sus dudas.
—No nos podemos permitir cometer errores, Amos.
Amos.
Se llamaba Amos.
Un nombre mucho mejor que Stefan.
Mucho, mucho mejor.
—Sabes que nunca me equivoco —sonrió con picardía Amos.
Esther seguía escéptica.
—No hay ningún problema con la pequeña.
La pequeña…, que me llamara así no me gustó. Bastante tenía ya con que Daniel me tratara a cada momento como si fuera una niña. Y con que yo me comportara como tal.
—Entonces, ¿qué se le ha perdido aquí? —quiso saber Esther.
Ahora Amos le contaría que había ido detrás de él como una niña enamorada, como la «pequeña» que ciertamente era. Delante de esa mujer tan impresionante y que irradiaba semejante autoridad aquello me resultaba de lo más embarazoso. Y delante de Amos, mucho más.
—Luego te lo cuento —respondió él.
Por un instante me sentí aliviada.
Pero entonces él le dio a la tal Esther un beso en la mejilla.
Estaban juntos.
Y no me gustó.
Y me gustó mucho menos que no me gustara.
El beso apenas ablandó a la mujer. Aunque su expresión no cambió de manera sustancial, tampoco siguió insistiendo, tan sólo informó:
—Voy al sótano.
—Vale —sonrió Amos, y le plantó otro beso, esta vez en la boca.
Eso me gustó menos todavía.
Esther no pudo evitar sonreír. Por lo visto no era capaz de resistirse del todo al encanto de Amos, ni siquiera —o eso juzgué yo— cuando se proponía ser fuerte.
Salió del piso, y justo después Amos me indicó que lo siguiera a la sala de estar. Había infinidad de colchones en el suelo, al parecer allí dormían juntos Amos, Esther, Zacharia y muchos otros miembros del grupo. Amos se agachó, cogió una botella prácticamente llena de zumo de manzana y me la dio. Y yo bebí, bebí y bebí.
—Si te bebes el zumo tan deprisa, puede que después tengas dolor de barriga —me advirtió.
—¿Sabes lo que me importa eso? —repuse cuando dejé de beber un momento.
—¿Una mierda?
—Exactamente.
Él no pudo sino reírse.
Resultaba agradable hacerlo reír.
Me bebí la botella entera. Riquísimo. Después me limpié la boca con la mano y pregunté:
—¿Qué hay en el sótano?
—¿Sabes lo que te incumbe a ti eso?
—¿Una mierda?
—Exactamente.
Ahora fui yo la que se rio.
Amos, visiblemente contento por haberme hecho reír, se apoyó en la repisa de la ventana. Tras él, por los sucios cristales, se veía el cementerio. La mugre del cristal hacía que diera la impresión de que sobre el cementerio llovía ceniza.
—Deberías unirte a nosotros —propuso de pronto.
Lo decía muy en serio. Quería tenerme en su vida, eso fue lo primero que pensé. Pero, claro está, volvía a ser infantil. Aquello tenía que ver con la política, no conmigo. ¿O acaso sí?
—Pero si ni siquiera sé quiénes sois —contesté vacilante.
—Pertenecemos al movimiento Hashomer Hatzair.
—O sea, que queréis emigrar a Palestina —dije. No tenía mucha idea de política, pero eso sí lo sabía.
—No se trata de si uno quiere vivir en Polonia o en Palestina…
—… O en América —completé yo.
—… O en América, qué más da. Se trata de cómo queremos morir.
—Así que crees que los alemanes nos quieren exterminar —constaté asombrada.
—Nos exterminarán, no es sólo que quieran hacerlo. —Él no albergaba la menor duda—. La cuestión es —continuó—: ¿cómo quieres morir? ¿Quieres ser alguien que se deje llevar al matadero sin oponer resistencia? ¿O alguien que se defienda?
—El último que me preguntó qué clase de persona quería ser estaba loco —respondí.
—Esa es una pregunta que hemos de responder todos y cada uno de nosotros —puntualizó él—. Loco o cuerdo, eso da lo mismo.
—Y tú, ¿la has respondido?
—Casi demasiado tarde —admitió.
Echó una rápida mirada por la sucia ventana al cementerio, como si se avergonzara de algo. No, avergonzarse se quedaba corto, más bien como si se sintiera culpable.
Aun cuando no supiera exactamente qué clase de persona quería ser o qué clase de persona era Amos, sí había algo que sabía perfectamente: no me pasaría las noches imprimiendo absurdos llamamientos a la lucha para acabar con los ojos rojos. Lo mío era el estraperlo, no la lucha. La banda de Jompe en lugar de Hashomer Hatzair.
—El gueto sobrevivirá —aseveré, firmemente convencida, y de ese modo le dejé claro a Amos de manera indirecta que no me interesaba lo más mínimo entrar a formar parte de su grupo.
Él lo entendió y dijo:
—En ese caso es mejor que te vayas.
Fue bastante brusco, y esta vez, no como aquella otra en el mercado, no vi ni pizca de tristeza en su mirada por el hecho de que nuestros caminos posiblemente se separaran para siempre. Quería que desapareciera de su vida. Y eso me dolió. Más de lo que debería, pero no tanto como para hacer que me planteara adherirme a su estúpida causa.
—Y si se te pasara por la cabeza traicionarnos —amenazó—, te encontraría.
Al decirlo se llevó la mano —no sabría decir si de forma consciente o inconsciente— al bolsillo de la chaqueta donde estaba el cuchillo.
Me quedé helada.
—Yo no traiciono a nadie —repliqué.
Y lo dejé allí, entre los colchones, sin despedirme. Y sin volver la cabeza. No quería ver otra vez a alguien que estaba dispuesto a matarme.