8

En el letrero luminoso, que anunciaba hasta de día el nombre del establecimiento con una luz roja, la H de Hotel titilaba. Bajo la H había un portero hercúleo. A pesar del tiempo veraniego que hacía, llevaba un gabán largo, como si se considerara un gánster importante. Y eso que sólo era un simple matón al servicio de los verdaderos jefes del gueto, hombres con los que Ruth se metía cada noche en la cama.

El portero se encargaba de que no entrara cualquiera a ese bar con burdel anexo. Por delante de él solamente podía pasar quien tenía mucho dinero y además estaba dispuesto a gastarlo en alcohol y sexo. O, eso esperaba yo, quien tenía una amiga que trabajaba allí.

Fui directa a él y le dije:

—Buenos días, soy amiga de Ruth.

El hombre hizo como si yo no existiera.

Desde luego no era la reacción que me esperaba.

—Me gustaría verla —insistí.

—Y a mí me gustaría poder volar.

Portero y humorista. Una combinación extraña. Y nada buena.

—Ruth me está esperando —mentí.

El tipo volvió a hacer como si yo fuese invisible y centró su atención en dos soldados alemanes de las SS que iban por la otra acera con el fusil al hombro, comiendo un helado. Se me cortó la respiración. Aunque estaban enfrascados en su helado y no nos hacían ni caso, me daban miedo. Yo no era ningún Rubinstein capaz de reírme en su cara. Nadie era Rubinstein salvo el propio Rubinstein.

El portero saludó a los soldados con un movimiento de cabeza, y ellos le devolvieron el saludo con cara de aburrimiento. Ese intercambio de gestos no me chocó. Los alemanes recibían de los delincuentes judíos su parte de los ingresos, y naturalmente los soldados también acudían al burdel. Tampoco eran tan superiores como para no querer satisfacer su apetito con una judía. ¿Se acostaría Ruth también con alemanes…?

No quería pensar en eso.

Aunque el portero se esforzaba en parecer relajado, vi el temor en sus ojos. Desde «la noche sangrienta», las patrullas de las SS mataban a tiros a judíos sin razón alguna, sólo por diversión. Y no hacían excepciones ni siquiera con los gánsteres. Ni tampoco con los niños. El día anterior, sin ir más lejos, un soldado de las SS había liquidado a tres críos delante del hospital Bersohn y Baumann. Me lo había contado una de las mujeres de Cracovia: sí, corrían unos tiempos tan inseguros que nuestros religiosos convecinos no sabían qué hacer con sus miedos e incluso hablaban con una «perra» como yo. Los niños estaban sentados sin más delante del hospital, y el de las SS les disparó a los tres sin motivo. Cuando me enteré, me entraron ganas de encerrar para siempre a Hannah en nuestro agujero de la calle Miła.

El portero exhaló un suspiro de alivio en voz queda, pero claramente perceptible, cuando los soldados se alejaron. Comprendí que su miedo era mi oportunidad. Di un paso más hacia él, me planté delante —le llegaba justo por la barbilla—, lo miré y sonreí:

—¿Sabes cómo hace Rubinstein para que le den comida?

Al hombre le desconcertó la pregunta, tanto que olvidó por completo tratarme como si no existiera, y repuso:

—Claro que lo sé, pero ¿qué significa…?

—Podría ponerme a gritar ahora mismo que Hitler estaría mejor muerto —aseguré, la sonrisa más ancha aún.

—No… no lo harías. —El miedo volvió a aflorar a sus ojos.

—Rubinstein me estuvo enseñando —afirmé entre risas, y di unos saltitos frenéticos en la calle tal y como hacía el payaso del gueto.

El hombre ya no sabía cómo tomarse aquello.

A continuación me puse a saltar justo delante de él y me reí:

—¡Todos iguales!

No resulté convincente del todo en mi papel de loca, pero tampoco era necesario. Bastaba con seguir confundiendo al tipo lo suficiente para que no quisiera correr ningún riesgo.

—¿De verdad eres amiga de Ruth? —preguntó con tono vacilante.

—Eso he dicho.

—Bueno, no creo que pase nada porque entres a ver a tu amiga.

—No, no creo —sonreí.

Pasé por delante de él, subí los dos escalones y entré en el hotel Britannia.