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—¡Salchichas! ¡Salchichas con mostaza! —vociferaba el vendedor ambulante de la barba sucia, y al ver las salchichas se me hizo la boca agua. Y eso a pesar de que eran pequeñas y arrugadas y el hombre no las untaba de mostaza con un cuchillo sino con los dedos.

Bajo el calor estival, iba con Daniel de carro en carro, en los que por poco dinero se podían comprar alubias, sopas, tortitas de patata o salchichas embadurnadas. Las tripas me rugían, pero a esas alturas ya ni siquiera me podía permitir la salchicha más raquítica. A lo largo de las nueve semanas que siguieron a «la noche sangrienta», como fue llamada en el gueto, no volví más a la zona polaca, ya que desde aquellos días las SS no sólo perseguían a activistas clandestinos, sino que también luchaban en serio contra el estraperlo. Para subrayar su nuevo proceder, más duro, cada mañana los alemanes entraban en el gueto con un camión, arrojaban a la calle los cadáveres de los que habían cogido el día anterior al otro lado del muro y los dejaban allí tirados para que sirvieran de advertencia.

Habían prohibido entrar en el cementerio sin pase, y como no podía permitirme unos papeles falsos, no me era posible poner un pie fuera del recinto, y menos aún pasar a la zona polaca por la abertura del muro. Para entonces, salvar el muro por otro sitio se había convertido en un suicidio puro y duro: con sólo acercarse a él, los alemanes disparaban. En algunos puntos, las SS aguardaban al acecho y se dejaban ver en el momento adecuado para aniquilar a los estraperlistas con ametralladoras. Al parecer, sólo Frankenstein, o eso decían, había abatido ya a más de trescientas personas. Sin duda el número era exagerado, como exagerados eran tantos otros rumores en el gueto, sobre todo considerando que en realidad sólo tenía sobre su conciencia a setenta u ochenta personas. Si un único monstruo alemán mataba a tantos estraperlistas, o a quienes tomaba por ellos, ¿cuántos perderían la vida en el muro a manos de todos los centinelas? ¿Doscientos? ¿Trescientos? ¿Mil?

Todo eso no me animaba precisamente a correr nuevos riesgos.

Y sin embargo…

… Las tripas me sonaban. Y las de mi familia.

—Tengo que intentarlo… —le dije a Daniel con una resolución mucho mayor de la que sentía en realidad.

Está claro que mi novio sabía a qué me refería. Habíamos hablado a menudo al respecto, ya casi no había otro tema de conversación, y habíamos discutido hasta cansarnos. Por ese motivo no repitió ninguno del sinfín de argumentos que tenía en contra de lo que yo pretendía hacer, y que ya había esgrimido un centenar de veces. Ni tampoco me advirtió que «ahora disparan incluso a policías judíos que se dejan sobornar», ni que «la semana pasada mataron hasta a dos embarazadas»; se limitó a mirarme y me rogó encarecidamente:

—No lo hagas.

—Para ti es fácil decirlo —repuse airada—, Korczak se ocupa de vosotros, seguís comiendo con regularidad.

—No es que sea mucho —contestó Daniel sin levantar la voz.

A mi lado, un hombre con un traje gris mordió con fruición una salchicha con mostaza. Verlo me hizo sentir más hambre y, por consiguiente, me enfureció más, razón por la cual contesté a Daniel con demasiada dureza:

—Pero por lo menos tenéis de comer.

Acto seguido lamenté mi reacción, pues sabía que las raciones del orfanato tampoco bastaban para que todos quedaran saciados.

No era buena idea discutir cuando se tenía hambre y alrededor olía a comida. Me contuve y añadí un poco más tranquila:

—Sólo puedo comprar el pan más barato para mi familia. —Y señalé la hogaza gris que había comprado un poco antes—. Con tanta cal y tanto serrín casi no lleva harina de verdad.

—Si te pegan un tiro, no podrás comprar pan de ninguna clase —arguyó Daniel con toda la calma del mundo.

Era inmune a los olores de comida que nos rodeaban. Al ser huérfano, se había acostumbrado desde pequeño a la penuria y, por ello, aguantaba mejor el hambre que yo, la hijita mimada de un médico. ¿Por qué no podía ser tan fuerte y paciente como él? Desde luego tenía razón: si yo moría, todo empeoraría aún más para Hannah y mi madre. Pero si no hacía nada, mi familia moriría de hambre de manera lenta pero segura. Cuando se me acabara el dinero, y eso sucedería como muy tarde la semana siguiente, ni siquiera podríamos permitirnos pan de serrín. ¿Qué podía hacer? ¿Qué?

—Además —Daniel me sonrió con picardía—, como te peguen un tiro, te mato.

No pude evitar reírme:

—Tienes una bonita forma de decir que me quieres.

—Yo al menos lo digo —se le escapó, y a continuación se esforzó por revestir con una sonrisa encantadora el reproche que encerraban sus palabras: en efecto, yo aún no había pronunciado la breve pero decisiva frase: te quiero. Precisamente porque había visto en mi madre lo devastador que era el amor.

Durante todos los meses que llevábamos juntos, Daniel había esperado pacientemente que se lo dijera. Daba la impresión de que poco a poco el hecho de que no hubiera sido así empezaba a carcomerlo.

Y era algo feo por mi parte. ¿Qué me costaba decir te quiero? Al fin y al cabo sólo eran dos palabras. Y Daniel era el puntal de mi vida. Sin él me habría vuelto loca hacía tiempo.

Decidí decírselas. Ahora. Ya. Cogí aire como si quisiera aguantar bajo el agua y al echarlo solté:

—¿Sabes? Te…

Ahí se quedó la cosa. Porque yo, tonta de mí, no era capaz de decirlo.

—¿Sí…? —inquirió.

—Te… —pugnaba por pronunciar las palabras. ¿Por qué demonios me costaba tanto?—. Te…

—¡Ladrona, ladrona! —oímos gritar de pronto a una mujer.

Una niña escuálida, que no tendría más de siete u ocho años, pasó corriendo por delante de nosotros. Llevaba una gorra demasiado grande en la cabeza y una camisa de hombre —que en su día debió de ser blanca y ahora estaba hecha una auténtica porquería—, sin pantalones debajo. Ni siquiera tenía ropa interior, como se podía ver con claridad dado que la camisa se le subía por detrás al correr y se le veía el trasero. Sujetaba con las pequeñas manos, casi negras de lo sucias que estaban, una escudilla de hojalata abollada llena de puré de alubias, y se abría camino a toda prisa entre la multitud. La seguía una anciana con una falda andrajosa y un pañuelo en la cabeza. Me fijé en que le faltaban dos dedos en la mano derecha, pero así y todo tenía más dedos que dientes.

La niña volvió la cabeza para ver dónde estaba la anciana y se dio contra las piernas de un transeúnte que se puso a echar pestes: ¿es que no podía tener cuidado, maldita sea? La colgaría de una farola si no fuera una lástima por la cuerda. Gracias a ello la anciana le dio alcance. La pequeña famélica, presa del pánico, dio unos pasos más, pero la vieja la cogió por el borde de la camisa, debido a lo cual la niña tropezó, perdió el equilibrio y cayó al suelo con el tazón. El puré fue a parar a la calle.

—¡No, no! —exclamó horrorizada la mujer.

La niña, sin vacilar un segundo, se puso a lamer a toda prisa el puré de la sucia calle. Como si fuera un perro callejero.

La vieja empezó a pegarle:

—¡Ladrona, ladrona, ladrona, eres una ladrona sinvergüenza…!

Pero la niña no notaba los golpes, engullía el puré lo más deprisa que podía.

La mujer se quedó sin fuerzas, dejó de pegar a la niña y comenzó a sollozar en voz queda:

—Era todo el dinero que tenía…, lo último que me quedaba…

Observé a la pequeña ladrona, que se llenaba el buche como buenamente podía, y me pregunté qué haría yo cuando se me acabara el dinero y tuviera tanta hambre como ellas dos. ¿Robaría a otros? ¿Les pegaría? ¿Comería del suelo?

Daniel me rodeó con un brazo y me dijo con dulzura:

—Tú nunca estarás tan desesperada.

Ciertamente, sabía cuáles eran todos mis miedos.

—No, no lo estaré… —respondí, y de pronto también tuve esa certeza, ver a esa niña que parecía un perro hizo que lo tuviera definitivamente claro: no podía seguir más tiempo sin hacer nada.

Tenía que volver al estraperlo. Pero no como antes. Con más picardía. Y, sobre todo, nunca más sola.

No podía permitir que Daniel se enterase. Ni quería que se preocupara ni me apetecía pelearme por eso con él ni un solo segundo.

—Conozco esa mirada —afirmó Daniel.

—¿Cuál?

—Esa mirada, que me dice que tramas algo muy muy imprudente.

—No tramo nada —mentí.

—¿Me lo juras?

—Te lo juro.

No me creyó.

—En el orfanato, cuando estoy con los niños, siempre miro si cuando juran tienen los dedos cruzados a escondidas —dijo risueño.

—Yo no soy una niña.

—A veces, sí.

Había momentos en los que no soportaba su forma de hablarme, como si fuera varios años mayor que yo en lugar de tan sólo siete meses.

—Como vuelvas a llamarme niña me voy a casa.

—Vale —contestó, como si no quisiera llevar la cosa al extremo—. Entonces me puedo creer tu juramento…

Me dirigió una mirada escrutadora.

—Te lo puedes creer, sí —respondí con voz firme. Incluso conseguí esbozar una sonrisilla candorosa para resultar especialmente convincente.

Daniel titubeó y después asintió, como si hubiese decidido fiarse de mí. En ocasiones, de los dos el ingenuo era él, y eso hacía que fuera todavía más encantador.

—Tengo que volver al orfanato para preparar la comida —dijo, aunque no quería separarse de mí.

Le di un tierno beso en la boca para que le resultara más fácil. Entonces sonrió, se despidió también con un beso y se fue tranquilo, firmemente convencido de que volvería con mi familia a la calle Miła, cuando en realidad me fui a ver a Ruth. Al desacreditado hotel Britannia.