De los tres hombres conocidos por todos en el gueto, él era una celebridad reverenciada incluso al otro lado del muro, en Polonia y en el mundo entero. Janusz Korczak se había inventado las historias del pequeño rey Matías, que tanto le gustaban a Hannah y que yo suponía le habían desatado la fantasía.
El anciano, delgado y con barba, regentaba un orfanato que servía de inspiración al mundo entero. Allí los niños tenían exactamente los mismos derechos que sus educadores. Cuando alguno de los adultos hacía algo mal, los niños podían llevarlo ante un tribunal e imponerle una pena. Incluido el universalmente famoso Korczak.
Yo había sido testigo de ello a principios de semana: Korczak estaba sentado en una silla ante tres críos que se hallaban detrás de sus respectivas mesitas como un magistrado y sus jueces.
—Janusz Korczak —dijo con severidad una niña que debía de tener unos diez años y que ejercía de magistrada—, se le acusa de haber gritado a Mitek sólo porque tiró un plato al suelo. Después de que usted le chillara, Mitek tenía tanto miedo que se echó a llorar. ¿Qué tiene que decir en su defensa?
El anciano sonrió compungido y replicó:
—Estaba cansado, harto. Por eso perdí el control. No estuvo bien gritarle a Mitek. Y acepto la pena que me imponga este tribunal.
Tras deliberar con los dos jueces, dos niños más pequeños todavía, la joven magistrada anunció:
—Puesto que se declara culpable, la pena será más leve. Lo condenamos a limpiar las mesas durante una semana.
Yo en su lugar me habría negado en redondo, pero Korczak respondió con sumo respeto:
—Acepto la pena.
Se tomaba a los niños en serio, y de ese modo les confería dignidad. Una dignidad que el mundo no quería concederles.
Daniel había perdido a sus padres cuando era pequeño, habían muerto de tuberculosis; no sabía más de ellos. Había vivido casi toda su vida con Korczak, y a esas alturas era de los mayores del orfanato y asumía una gran responsabilidad por los más de doscientos pequeños. Nada más verse obligado a trasladar el orfanato al gueto, Korczak mandó evitar las ventanas que daban a la calle: el propósito era que los niños se enteraran lo menos posible de los horrores del día a día. A mí en un principio me pareció que aquello era apartarse de la realidad, pero Daniel me explicó que era mejor para la salud mental de los pequeños, y al final había tenido que darle la razón. Cuando, como en este momento, entraba en la amplia sala, siempre me impresionaba lo sano que era ese mundo: aunque las camas estaban muy juntas, la ropa era limpia; y cuando comían —como ahora, por la tarde—, todos los niños se hallaban sentados a las grandes mesas con formalidad. Y nadie comía con tanta ansia como Hannah. A esos niños no les era ajena la palabra «modales», y gracias a la buena enseñanza de la que disfrutaban con Korczak, la mayoría incluso la sabía escribir bien.
Sentado a una mesa con muchos niños de párvulos estaba Daniel. Con su aspecto no habría sobrevivido ni un minuto en la zona polaca de la ciudad: tenía una rebelde melena de rizos negros, una nariz grande y prominente y unos ojos oscuros capaces de enamorar a cualquiera.
Me lo quedé mirando mientras bromeaba con los niños. Un pequeño con un jersey demasiado grande se sujetaba la barriga de risa. Con el ruido de los platos no logré entender de qué se reían tanto. En la mesa contigua estaba Korczak, más demacrado cada día, directamente consumido. Yo sólo tenía que conseguir comida para tres personas; él, en cambio, para más de doscientas. Daniel me había contado que la semana anterior Korczak había vuelto a negociar con el Consejo Judío para que le dieran raciones extra, pero no se las habían concedido, y por eso había tenido que aceptar por primera vez donativos de estraperlistas. Antes, ese hombre tan respetable jamás se habría sentado a tratar con semejante gente, pero ahora bailaría el tango con el mismísimo diablo para sacar adelante a sus niños.
Daniel me vio y exclamó:
—¡Mirad a quién tenemos aquí, niños! ¡Mira!
Me quedé parada en la puerta. Algunos pequeños me saludaron, pero tampoco es que estuvieran entusiasmados. Una niña de unos siete años que llevaba un vestidito de lunares rojos incluso me sacó la lengua. Yo no formaba parte de su comunidad, aunque desde hacía seis meses iba por allí con frecuencia. No era de extrañar: nunca había dado la menor muestra de acercamiento a las numerosas hermanas pequeñas de Daniel. Me bastaba con Hannah.
Esa tarde me entraron ganas de irme. Ese día se representaba en el teatro Femina —sí, en el gueto había un teatro— la obra El amor busca un hogar. Trataba de dos matrimonios completamente distintos que no se conocían entre sí y se veían obligados a compartir un piso pequeño. Unos son músicos, los otros forman parte de la administración del Consejo Judío. Al principio no se soportan, pero después los cónyuges de un matrimonio se enamoran de los del matrimonio contrario y surgen toda clase de enredos. Al parecer, la obra era cómica, conmovedora, también un poco triste, o al menos eso me había contado Ruth, que la había visto con Szmul Aszer, el capo, su cliente preferido. Sin embargo, resultaba totalmente impensable que Daniel quisiera ir al teatro: no tenía dinero, y no dejaría que yo lo invitase. Para Daniel, cada esloti que no iba a parar a los niños del orfanato era un esloti desperdiciado. Tampoco tenía ningún sentido discutir con él, ya lo había hecho unas cuantas veces y siempre se fastidiaba la tarde. Esa era precisamente la desventaja de salir con un tipo decente.
Daniel me sonrió. Yo sabía que tendría que esperar a que todos los niños se hubiesen lavado y metido en la cama. A las ocho se apagaba la luz, pero Daniel siempre hablaba un poco con los que no lograban conciliar el sueño.
Podría haberlos ayudado a él y a los otros chicos mayores a acostar a la familia, pero con el día que llevaba no me apetecía lo más mínimo bregar con críos pequeños. Yo no era ni la mitad de altruista que mi novio. Ni la centésima parte de altruista que Korczak, que en ese instante le limpiaba la boca a uno de los niños y después se dispuso a limpiar las mesas, tal y como determinara el tribunal infantil. De haber sido un poquitín altruista, le habría quitado la bayeta al anciano y habría hecho yo su labor.
Pero decidí salir de allí y me dirigí al lugar al que siempre nos retirábamos Daniel y yo para estar a solas en un mundo abarrotado: el tejado del orfanato.
Allí pasábamos las tardes juntos, por muy mal tiempo que hiciese, incluso cuando estábamos a bajo cero. Además, ¿adónde si no habríamos podido ir? La cama de Daniel se encontraba en el gran dormitorio, y en mi casa estaban mi madre y Hannah.
Hannah. ¿Cómo conseguiría que no se besara con chicos mayores?
Cuando llegué al desván del orfanato, abrí un tragaluz y salí al tejado inclinado de sucias tejas marrones. Tenía que deslizarme un poco por ellas para llegar a un saledizo de unos dos metros por dos. Ese era nuestro pequeño lugar en el mundo.
Miré hacia el muro, más allá de los tejados, y vi a un centinela que iba arriba y abajo fusil al hombro. ¿Sería Frankenstein? De haber tenido yo un fusil, podría pegarle un tiro a ese monstruo como si fuera un gorrión. De haber sabido manejarlo. Y de ser capaz de matar a otros.
¿Lo era?
No, yo no era capaz de odiar así. No sabía cómo Frankenstein podía. O los otros nazis.
Aparte de eso, la idea en sí era básicamente absurda: un judío con un fusil. Eso no existía. Y menos una judía con un fusil. Igual de realista que alemanes cantando el Shalom aleijem.
Empezaba a hacer frío, de manera que me puse sobre la blusa la cazadora de cuero marrón que me había traído, mi preferida. Luego me senté, dejé que las piernas me colgaran por el borde del tejado —no tenía miedo de caerme— y miré a lo lejos, hacia la zona polaca de la ciudad. Vi coches, un tranvía y un montón de polacos que aún andaban por la calle aunque ya anochecía. Incluso creí escuchar las risas de parejas que salían del cine tranquilamente. ¡Cómo echaba de menos el cine!
Había momentos en que lo que más reprochaba a los nazis era que en el gueto no hubiese películas para nosotros. El teatro estaba muy bien, pero no había nada que sustituyera al cine.
¿Qué películas estaría rodando ahora Chaplin? Me había encantado Luces de la ciudad. El pobre vagabundo que se encarga de que la florista ciega recupere la vista y luego ella no lo reconoce como su benefactor. Sólo cuando la chica le toca la mano se da cuenta de quién es… Con esa película me reí y lloré, y cuando se encendió la luz me entraron ganas de ir a ver las luces de la ciudad. Quería ir a toda costa a Nueva York. Daniel me siguió el juego y se imaginó conmigo cómo sería nuestra vida en América y que subiríamos a la azotea del Empire State Building para ver hasta dónde había trepado King Kong con la mujer blanca. Naturalmente, yo sabía que Daniel jamás abandonaría a su padre, Korczak, y a los niños. Pese a que había prometido ir conmigo a América. También Korczak se quedaría con los pequeños pasara lo que pasase. Judíos ricos en el extranjero habían reunido dinero para sacarlo del gueto, pero él se había negado a marcharse. Los niños del orfanato eran sus hijos. Y ¿qué clase de persona abandonaba a sus hijos?
Mi padre.
El verano anterior se había tirado por la ventana. Ya no era capaz de trabajar de médico, no podía aguantar las terribles condiciones en que se hallaba el hospital del gueto. Tenía los nervios destrozados. Los ahorros se nos habían terminado, mi padre había destinado lo último que nos quedaba a sobornos para que Simon entrara en la Policía judía.
Cuando después se dio cuenta de que a su hijo no le importaba una mierda su familia y menos aún su achacoso padre, que sin embargo lo había hecho todo por él, el corazón se le partió definitivamente.
Yo todavía iba a la escuela y mi madre trabajaba en una de las fábricas alemanas el día que se suicidó. Así que llegué a casa antes que ella y lo encontré en el patio. En medio de su propia sangre, con la cabeza abierta debido al golpe. Como en trance, busqué ayuda para que se lo llevaran de allí antes de que lo viera Hannah. Cuando los enterradores retiraron su cuerpo, me quedé esperando a mi madre, que al conocer la noticia prorrumpió en un ataque de llanto, a diferencia de mí, que no pude llorar. No pude consolarla. Apenas pude hacer nada.
Salvo abrazar a Hannah cuando volvió a casa. La pequeña lloró y lloró hasta que se quedó dormida en mis brazos. La llevé a su colchón, la acosté, dejé a mi madre a solas con su dolor y salí de casa. Creía que Simon debía enterarse de que su padre había muerto. De manera que decidí ir hasta el edificio de la Policía judía, abriéndome paso entre el gentío del gueto, pero a medio camino se me quitaron las ganas. No quería entrar en esa casa horrorosa con esa gentuza con la que Simon hacía carrera.
No tenía ganas de nada.
Me senté en el bordillo. La gente pasaba por delante sin prestarme atención. Todos excepto Daniel. No sabía si sólo llevaba unos minutos fuera del mundo o si habían pasado horas, pero de pronto lo vi sentado a mi lado. Su condición de huérfano probablemente le hiciera intuir que allí había alguien en apuros.
Hasta ese momento todavía no había podido llorar, pero cuando dejé de estar sola y ya no tuve necesidad de ser fuerte, una lágrima me corrió despacio por la mejilla. Daniel me abrazó, sin decir palabra, y secó la lágrima con un beso.
El sol se ponía sobre Varsovia, el cielo bañaba la ciudad entera de un rojo magnífico. ¿También estaría contemplando Stefan esa puesta de sol?
Mierda, ¿por qué pensaba en él? Justo cuando iba a llegar Daniel yo pensaba en ese chico del que no sabía ni cómo se llamaba ni quién era. ¿Cómo hablarle de él a mi novio? Sea como fuere, no podía ruborizarme como antes, en casa, cuando conté lo del beso.
Si me limitaba a describirle lo que había pasado, Daniel se alegraría de que me hubiera salvado la vida, pero después me pediría una vez más que dejara el contrabando, y yo le contestaría que eso era imposible, y nos pasaríamos discutiendo una buena parte del poco tiempo que teníamos para estar juntos.
No valía la pena.
Lo mejor sería que no le contara que ese día había ido al otro lado. Pero eso quizá implicara mentirle por primera vez. Y todo por un ridículo beso.
—Estás muy pensativa hoy, ¿no?
Me sobresalté. No me había dado cuenta de que Daniel había salido por la ventana. Bajó por las tejas y se acercó a mí. Me puse de pie. Lo correcto era que en ese instante le hablase de Stefan.
—¿Ha pasado algo hoy? —preguntó al tiempo que me abrazaba.
Vamos, Mira, ¡díselo!
—No, nada.
Estupendo, Mira.
—¿De veras? —quiso saber Daniel. No era nada desconfiado, tan sólo una persona empática que se percataba en el acto de cuando algo iba mal.
—Hannah ha besado a un chico mayor que ella —repuse a toda prisa.
Se echó a reír.
—¿Te parece gracioso? —Me daba la sensación de que no se tomaba en serio la preocupación que tenía por mi hermana.
—No temas —sonrió Daniel—, esas cosas pasan a diario en el orfanato. No tiene por qué significar nada.
Me hablaba de manera tranquilizadora, como si se dirigiera a uno de los muchos niños de los que se ocupaba todos los días.
—Aparte de que las chicas siempre maduran antes que los chicos —añadió.
A excepción de la que tienes delante, pensé.
Mientras que mi amiga Ruth había perdido la virginidad a los trece, a mí ese paso seguía pareciéndome demasiado importante. No sabía si Daniel todavía era virgen, y tampoco le había preguntado nunca por novias anteriores, me habría puesto demasiado celosa; la pequeña egoísta que había en mí quería ser la primera para él.
Poco a poco fue oscureciendo, la luna sólo era un pequeño gajo creciente en el cielo —tres días antes había sido luna nueva—, y por toda la ciudad se fueron encendiendo las farolas. Incluso unas cuantas en el gueto.
Me besó en la mejilla.
Por regla general, eso daba paso a un beso en toda regla. Ahora a más tardar debía hablarle de Stefan.
Daniel me besó dulcemente en la boca. Con cariño, no con tanta fogosidad como Stefan. Y como precisamente estaba pensando en él no pude corresponder bien al beso de Daniel.
Mi novio me miró con sus preciosos ojos y me preguntó con ternura:
—¿Lo de Hannah es lo único que te preocupa?
Después de ese beso un tanto fallido ya no podía contarle la verdad así como así. ¿Qué le diría si me preguntase cómo había sido el otro beso? ¿Tendría que responderle: más apasionado que el tuyo?
Sólo era posible hablar al respecto si podía decirle con franqueza: «Tú besas mejor que ese chico rubio».
Así que le puse las manos en las mejillas, atraje su cara hacia mí y lo besé con todo el ímpetu y la pasión de los que fui capaz. Con más vehemencia que a Stefan. O sea, que me comporté de manera totalmente ridícula. Daniel no pudo seguirme en mi exagerada pasión. Se quedó extrañado, y volvimos a separarnos. Y él se rio con torpeza y dijo:
—A veces eres sorprendente.
—¿Eso es malo? —quise saber.
—Lo sorprendente siempre es bueno —repuso con una mueca—. Yo también lo sé hacer.
Me abrazó y empezó de nuevo a besarme. Al hacerlo, los rizos me hicieron cosquillas en la nariz. Me rasqué con nerviosismo, interponiendo así la mano entre nuestras caras, y Daniel interrumpió una vez más el amago de beso.
Así no llegaríamos a ninguna parte. Tenía que hablarle de Stefan sin más.
—Hoy… —me lancé.
En ese momento oímos un coche.
Guardamos silencio de inmediato. A los judíos no se les permitía conducir, de manera que tenían que ser alemanes.
Miramos abajo, a la calle Sienna. Un coche se detuvo atravesado delante del edificio.
En las casas, la gente reaccionó deprisa y apagó la luz. Lo principal era no llamar la atención, no dar motivos a los alemanes para que entraran en casa de uno.
Daniel y yo nos tumbamos boca abajo, por si a alguno de ellos le daba por mirar hacia arriba. Le agarré la mano, que a diferencia de la mía no estaba húmeda, sino seca y fría. Conservaba la calma mejor que yo.
Mientras el chofer permanecía en su asiento, del coche se bajaron cuatro hombres: un oficial de las SS, dos soldados y un policía judío. Este último llevaba una chaqueta azul con un cinturón negro a la altura del vientre. También podría haber sido una chaqueta marrón con un cinturón marrón. O una chaqueta negra y un cinturón blanco. La Policía judía no tenía uniforme, los nazis no proporcionaban ropa a sus lameculos, debían procurársela ellos mismos, incluida la obligatoria gorra con la estrella de David. Además de la estrella del brazalete, los policías llevaban otra, como si fuesen el doble de buenos judíos que los demás. O el doble de mezquinos.
El policía fue directo al número 4, porra en mano. Naturalmente, los alemanes no les daban a sus cómplices, seres inferiores, ni pistolas ni fusiles; no obstante, los traidores esgrimían las porras para imponer la voluntad de los invasores con igual brutalidad, pero contra los suyos.
Era incapaz de distinguir si ese policía judío era mi hermano, estaba demasiado lejos y la luz de las farolas era demasiado débil. Sea como fuere, el de ahí abajo era más o menos de su estatura. Deseé con todas mis fuerzas que no se tratara de Simon. Una cosa era saber que tu propio hermano era un cerdo y otra muy distinta, verlo detener a personas para los alemanes.
Mientras los hombres desaparecían en la casa, Daniel susurró:
—No es tu hermano.
Sabía cuáles eran mis miedos.
Clavamos la vista en el edificio número 4. ¿Cómo se sentirían los que vivían allí? Los soldados subieron la escalera corriendo, y los moradores sólo podían confiar en que no echaran abajo la puerta de su casa sino la del vecino. A alguno le tocaría.
En una vivienda del tercer piso se encendió la luz y vimos por la ventana que los soldados habían entrado. Un niño se escondió detrás de su madre mientras el de las SS le ponía la pistola en la cara a un hombre de unos cincuenta años en camiseta. El policía judío lo agarró, sin privarse de darle un golpe con la porra de paso.
Por terrible que fuera aquello, una pequeña parte de mí se sintió aliviada: con la luz del piso vi que el policía no era mi hermano. Sacaron de allí al hombre, en camiseta. Descalzo. Su mujer empezó a hablar con el soldado de las SS, la cual asintió al cabo de un rato, y siguió a los hombres junto con el niño. En ese momento no supe por qué lo hacía; sólo iban por el marido.
—Quiere acompañar a su marido a la cárcel de Pawiak —dijo en voz baja Daniel—, para ver qué le hacen.
—¿Quién es el hombre? —musité mientras en la casa, ahora desierta, la luz seguía encendida.
—Moshe Goldberg, el presidente del sindicato de peluqueros. Y, sobre todo, uno de los líderes del Bund.
El Bund era una organización prohibida de judíos socialistas. Coordinaban comedores sociales y escuelas clandestinas, y escribían panfletos contra los nazis. A mi padre no le caían bien los socialistas y nos prohibió relacionarnos con ellos, por eso apenas estaba familiarizada con el Bund y menos aún sabía quiénes eran sus líderes.
Sacaron a la calle a empujones a Goldberg, que se detuvo justo bajo una farola. Gracias a la luz pude verle la cara: tenía una expresión estoica; no quería que su hijito, al que su madre llevaba en brazos, viera que tenía miedo.
Ahora los soldados lo meterían a empellones en el coche, por cuya ventanilla el conductor, aburrido, tiró el cigarrillo. Para que la familia de Goldberg también cupiera en el vehículo, la madre tendría que acomodar a su hijo en el regazo.
El soldado de las SS se plantó delante del detenido y le dio una orden. De pronto, el rostro de Goldberg fue la viva imagen del miedo.
A mi lado Daniel tragó saliva. A diferencia de mí, daba la impresión de saber lo que estaba pasando.
—Dios mío.
A pesar de todo, él podía creer en Dios.
Eran muchas las cosas que envidiaba de él: su altruismo, su honradez; pero lo que más envidiaba era que pudiese creer en Dios. Qué bueno debía de ser hallar consuelo en un ser superior.
A mí el consuelo en esta vida me lo proporcionaba Daniel. En él podía creer. Le apreté la mano, que ahora sí estaba húmeda.
El de las SS le señaló la calle con la pistola. Como Goldberg no reaccionó en el acto, el oficial sacudió el arma enfadado.
Goldberg echó a correr. Calle abajo.
Daniel me dijo entre dientes:
—Mira, cierra los ojos.
Pero no lo entendí de inmediato, y seguí mirando: los soldados apuntaron. Goldberg corría y corría. Quería doblar la esquina de la calle Sosnowa, ponerse fuera del alcance de los fusiles. Unos pasos más y lo conseguiría. Los alemanes dispararon. Las balas le dieron en la espalda, y Goldberg cayó sobre el bordillo. En la sombra. Por eso no vimos cómo corría la sangre por la calzada.
Me mordí la lengua para no gritar, y le apreté la mano a Daniel con tanta fuerza que me faltó poco para romperle los dedos.
La mujer de Goldberg chilló; el niño lloraba. El oficial de las SS empuñó la pistola y les disparó a los dos en la cabeza.
Me mordí más aún la lengua, noté la sangre. Lloraba en silencio, tenía el cuerpo entero en tensión. Daniel me abrazó, me apretó contra él en ademán protector, como si quisiera decirme que aquello sólo había sido una pesadilla. Cómo me habría gustado creerlo.
A lo lejos se escucharon más disparos. Ese no era un mal sueño. El soldado de las SS que había hablado con Jurek decía la verdad: nuestra «apacible» vida había terminado.