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Subí la escalera del número 70 de la calle Miła. Estaba llena de gente, no porque tantas personas quisieran ir a sus respectivas casas a la vez, no, la escalera era para muchos el único sitio donde quedarse. Familias enteras dormían en los rellanos, comían su ración de pan en los escalones y miraban aleladas por las ventanas, cuyos cristales rotos nadie arreglaba.

Cuando los nazis erigieron el gueto, les dio completamente igual que en él no hubiera sitio para tanta gente. Ni siquiera había bastantes pisos para nosotros, lo que significaba que en cada edificio vivían demasiadas personas en las habitaciones, en el desván, en la escalera, en el frío y húmedo sótano. Esa primavera de 1942, con la llegada diaria de judíos de otros países, había más todavía.

En el momento en que nos realojaron, nuestra familia tuvo la suerte —o mejor dicho, el dinero— de hacerse con una habitación propia. Antes de que nos viéramos obligados a trasladarnos al gueto vivíamos en un piso grande de cinco habitaciones, pero tuvimos que regalárselo a un matrimonio polaco sin hijos, que además se puso como loco de contento al ver nuestros muebles. Sólo se nos permitió llevarnos un carro con unas maletas, del que fuimos tirando por las calles de Varsovia en medio de una larga, tétrica marcha de miles de judíos. Nuestro avance era vigilado tras los muros por los soldados alemanes. Y muchos polacos miraban boquiabiertos desde las aceras o desde las ventanas, y parecían no tener nada en contra de que su parte de Varsovia quedase «libre de judíos».

Al entrar en nuestro nuevo hogar del número 70 de la calle Miła, mi madre rompió a llorar. Una sola habitación. Para cinco personas. Sin camas. Y con una ventana rota. A mi padre también se le saltaron las lágrimas. En los pocos días que mediaron entre el anuncio de que en las calles en peor estado de Varsovia levantarían un gueto y el día del traslado, mi padre hizo todo lo que pudo para encontrarnos un lugar donde vivir. Fue de despacho en despacho, untó a empleados del Consejo Judío establecido por los nazis y pagó miles de eslotis. De ese modo, mi padre se encargó de que en invierno no muriéramos de frío en la calle.

Sin embargo, ninguno de nosotros se mostró agradecido cuando pusimos el pie en la pequeña y desnuda habitación. Y tampoco él pudo perdonarse no haber logrado hacer más por su familia y que su querida esposa sufriera como sufría.

Cuando llegué al cuarto y último piso, abrí la puerta de una casa y primero tuve que atravesar una gran habitación en la que vivía una familia numerosa de Cracovia con la que no habíamos conseguido trabar amistad en todos esos meses. Esa gente era religiosa a ultranza. Las mujeres se cubrían la cabeza, todos los hombres llevaban barba y los tirabuzones de las sienes era tan largos que casi les llegaban hasta el cuello. Mientras las mujeres desempeñaban las tareas del hogar, los hombres se pasaban el día entero rezando. Esa no era precisamente la idea que yo tenía de un matrimonio feliz.

Como de costumbre, las mujeres, que en ese momento batían la colada en grandes tinas, me miraron mal. Yo era joven, no llevaba pañuelo en la cabeza, tenía novio y me dedicaba al estraperlo, de manera que había bastantes motivos para que me despreciaran. Así y todo, hacía mucho que no me importaba su rechazo o que ya no intentaba ser amable con ellos.

No hagas caso. No hagas caso. No hagas caso.

Abrí la puerta de nuestra habitación. Mi madre había vuelto a echar las cortinas, sencillamente no quería que el sol entrara en la oscuridad de su vida. Cerré la puerta, descorrí las cortinas y abrí la ventana para ventilar. Mi madre profirió un leve suspiro cuando el sol entró en la estancia, pero no fue capaz de protestar con más energía. Estaba tumbada en uno de los colchones que conseguimos el primer invierno que pasamos aquí a cambio de su cadena de oro preferida, regalo de mi padre por su décimo aniversario de boda.

Mi madre tenía el largo pelo gris pegado a la cara, la mirada perdida. Costaba creer que esa mujer hubiese sido en su día una belleza que se disputaron mi padre y un general del Ejército polaco hasta tal punto que si no se batieron en duelo fue porque ella se interpuso para proteger a mi padre del general, que era mejor tirador.

Mi madre lo amaba. Locamente. Más que a nada en el mundo. Incluso más que a nosotros, sus hijos. Su muerte la destrozó. Desde entonces, yo creía que no era muy buena idea querer demasiado a alguien.

Pero mi novio, Daniel, no opinaba lo mismo: pensaba que el amor era lo único que podía salvarnos a todos. Posiblemente fuera el último romántico que quedaba en el gueto.

Me quité el vestido bueno, lo colgué con cuidado en una percha que a su vez sujeté en un clavo de la pared y me puse la remendada blusa azul y unos pantalones negros con rodilleras. Después empecé a preparar la tortilla, al fin y al cabo Hannah saldría de la escuela de un momento a otro. En rigor tendría que haber vuelto hacía rato. Esperaba que no le hubiera ocurrido nada. Me preocupaba constantemente por la pequeña.

Mi madre no hablaba mucho y, por tanto, tampoco me hacía preguntas. Sin embargo, quería hacerla partícipe de la vida que se desarrollaba fuera, en el mundo, razón por la cual asumí su papel en la conversación de inmediato: «Bueno, ¿y cómo te ha ido el día, Mira?», me dije. «Hasta ahora muy bien, mamá», me contesté. «¿Ah, sí, Mira?», pregunté, y me respondí: «Pues sí, he ganado bastante dinero y he traído un montón de comida…».

Por un instante me planteé hablarle de los szmalcowniks, pero no quería que mi madre se preocupara por mí. Eso si aún era capaz de preocuparse por alguien.

Preferí contarle, sin pensármelo mucho:

—He besado a un chico desconocido.

Al oír aquello no pudo evitar sonreír. Mi madre sonreía tan poco que en mi corazón se produjo una pequeña explosión de alegría. Quería a toda costa que lo hiciera de nuevo, así que balbucí:

—Fue intenso… Y apasionado y una locura… Y también increíble…

Santo cielo, vaya si lo había sido. Increíble. Sentí de repente el absurdo deseo de volver a besar a Stefan.

Sonrió más. Era bonito. Al verla así, concebí la ridícula esperanza de que mi madre quizá pudiera volver a ser feliz.

En ese momento entró Hannah. Impetuosa y ágil a un tiempo. Era una criatura angelical, aunque llevara la ropa andrajosa y el pelo cortísimo: el mes anterior había tenido piojos, y tuve que raparle el pelo. Lo cierto era que al ver las tijeras me esperaba que Hannah llorara y se defendiera, pero se limitó a inventar una de sus historias a partir de aquello:

—Si me dejara el pelo más largo, me haría doce trenzas largas, y entonces podría moverlas como si fuesen brazos y atrapar a la gente con ellas. Y entonces podría lanzarlos por los aires con la asombrosa fuerza de mis trenzas y sería invencible.

—Si es así —me reí—, ¿cómo es que no te opones a que te lo corte?

—Porque con esas trenzas llamaría la atención. Y los alemanes me tendrían miedo. Y vendrían a buscarme. Y aunque con mis doce supertrenzas les podría pegar e incluso podría hacer que los soldados atravesaran las paredes, ellos tienen fusiles. Y contra sus fusiles ni siquiera mis trenzas podrían hacer nada. Los alemanes me dispararían y después me cortarían las trenzas como escarmiento para todos aquellos que se dejaran crecer el pelo para convertirlo en un arma. Es mejor que me lo corte antes de que se convierta en una. O los alemanes se fijarán en mí.

Hannah prefería ser invisible a ser fuerte. En el gueto eran los invisibles, y no los fuertes, los que sobrevivían.

Dejé en la mesa el plato con la tortilla. Sin decir una sola palabra, ni saludar, Hannah se abalanzó sobre ella y empezó a comer. Mi madre se levantó trabajosamente del colchón, se sentó a mi lado en la última silla que quedaba —las otras las había quemado en la estufa el invierno pasado— y nos pusimos a comer también nosotras. Más despacio que Hannah. Nos gustaba dejarle un poco más y la parábamos antes de quedarnos sin nada.

—¿Por qué sonreía así mamá cuando entré? —preguntó la pequeña con la boca llena.

Era evidente que sus modales en la mesa dejaban mucho que desear, pero ¿quién tenía tiempo o paciencia para enseñarle modales a un niño?

—¿Qué pasa? —preguntó al ver que no le respondía, y un poco de huevo amenazó con resbalarle por la comisura de la boca. Lo atrapó justo a tiempo con la ágil lengua.

—Mira ha besado a un chico —contestó mi madre con un hilo de voz—. Y el chico no era Daniel.

Antes de que pudiera explicar que el beso no había significado nada excepto por el hecho de que me había salvado la vida, que quería a Daniel y sólo a Daniel y que desde luego tampoco significaba nada que me pusiera nerviosa al hablar de ese beso, y menos aún que además me ruborizara, Hannah dijo:

—Uy, yo también he besado a un chico.

Casi se me cayó a mí la tortilla de la boca.

—¿Que… que has besado a alguien? —inquirí.

—Después de la escuela.

Así que por eso había llegado tan tarde.

—Y ¿a quién?

—A Ben.

—¿Va contigo a clase? —quise saber, y no pude evitar sonreír. Me parecía tierno que un crío de doce años le hubiese dado un beso furtivo en la mejilla a mi hermanita.

—No —replicó.

Hablar de besos hizo que mi madre se remontara a la época en la que aún vivía mi padre y era tan feliz con él.

—Y ese chico ¿es más pequeño que tú? —le tomé el pelo a Hannah.

—No, tiene quince años.

Ahora sí que se me cayó la tortilla de la boca.

—Es muy muy majo —contó mi hermana.

¡Un chico casi tan mayor como yo y que besa a una niña de doce años no es majo!

—Y besa muy bien con lengua.

—Que ¿queeé?

—Que besa muy bien con lengua —repitió como si fuese la cosa más normal del mundo.

Todavía era demasiado joven para esas cosas, y no digamos para llegar a más. Miré automáticamente a mi madre: debía hacer algo. Lo que fuera. La madre de Hannah era ella, no yo. Pero mi madre se limitó a levantarse de la silla y volvió a tumbarse.

—Hannah —empecé mientras mi hermana echaba mano del plato de mi madre—, ¿ese chico no es un poco mayor para ti?

—No —repuso, comiendo a dos carrillos—. En todo caso un poco tímido.

—¡¿¿Lo besaste??! —pregunté espantada.

—¿No es lo que hacen las princesas?

—Pues no —espeté yo.

—Pues en mis historias sí —adujo Hannah con una ancha sonrisa.

Si no lo conseguían los nazis, estaba claro que esa niña acabaría llevándome a la tumba.

¿Cómo impedir que cometiera semejante disparate con un chico mayor? Necesitaba ayuda. Alguien que supiera mejor que yo cómo tratar a los niños. Necesitaba a Daniel.